Ninguno de mis padres fue a la universidad. Se mudaron a Miami a punto de cumplir los dieciocho y tuvieron que espabilar rápidamente. Como muchos de sus amigos, nunca se molestaron en aprender inglés. Había bastantes cubanos alrededor, no era necesario. Todos pensaban (y aún lo piensan) que volverían algún día, en cuanto los marines llegaran y derrocaran al hijo de puta. (Está prohibido decir la palabra «Castro» en casa de mis padres.)

Incluso arruinados, continúan dando fiestas para sus amigos, y ofreciendo a quien se deja caer por casa una buena botella de vino y una copiosa comida preparada por un cocinero fijo que no pueden permitirse. Todavía mantienen el termostato del aire acondicionado a doce grados, que es mucho frío; todos los cubanos ricos están en casa en camiseta y zapatillas de felpa para demostrar lo ricos que son. Les digo que lo apaguen y utilicen ventiladores, o que compren aparatos pequeños, de ventana, para las habitaciones que más usan, pero no quieren saber nada. Sería algo insultante para mis padres, que están deseando tener invitados sorpresa (los cubanos se dejan caer en cualquier momento, y en cualquier lugar, como canta Shakira) para conectar el frío. Así son mis padres, y no saben ser de otra forma. Les avergüenza ser de otra forma. Tuvieron que pedir un préstamo para afrontar los inmensos costes de pasear a demasiados invitados en ese yate resquebrajado y viejo. Le dije a mamá que vendiera el yate, y empezó a llamarme como a la gente que le defrauda: buena cuero, cochina, estúpida, imbécil, sinvergüenza.

Roberto lo sabe. Les dio el préstamo, pero se aseguró de que entendiera que si no se lo devolvían sería yo quien sufriría las consecuencias. Él sabe en qué situación me encuentro. No heredaré ni un centavo. Esto le da aún más poder sobre mí. Ahora también puede amenazarme con echarme. Y lo hace, constantemente. Su juego favorito es coger una maleta y empezar a llenarla con mis cosas, echarme de la casa mientras los niños lloran por su mami y arañan el cristal de la puerta principal.

Roberto ya está abajo, hablando con Vilma de algo. Sharon, la niñera suiza que vive en la casita de huéspedes de atrás y estudia por correspondencia en su tiempo libre, llevó a los niños al colegio esta mañana porque yo me encontraba demasiado mal, así que ya se han ido. La buena y vieja Vilma. Cuando mis padres no pudieron permitirse emplearla en la casa de Palm Island, vino a trabajar para nosotros. Nunca ha conocido a otra familia que no sea la mía. Tiene casi sesenta años, y es como una madre para mí. Le ofrecimos alojarse en la casa de huéspedes, claro, pero prefirió quedarse en el pequeño dormitorio que hay detrás de la cocina. Lo único que tiene allí es su viejo televisor -no me permitiría que le comprara uno nuevo o que lo conectara al cable, ni siendo gratis-, su Biblia en la mesilla, un rosario colgado en la pared, unas postales de su hija en El Salvador y unas sencillas mudas de ropa dobladas en la cómoda. También se alegrará por nosotros cuando nazca la niña. No le importa que seamos judíos, nos quiere. Creo que ya sabe lo del embarazo; es la que saca la basura del baño y hace meses que no hay ni un Tampax en ella. Vilma es observadora. Últimamente me dice que no me fatigue e intenta que beba esa sopa que dice que es tan buena para las mujeres embarazadas, con maicena, agua y canela. La huelo y me echo a temblar.

– Oye -oigo la voz de Roberto retumbar.

Habla sin parar sobre algo que ha visto en el periódico, mientras Vilma abre el grifo del agua. La gente dice que hablo alto, pero deberían conocer a mi marido. Lo digo en serio. ¿Que los cubanos son ruidosos? Espera a ver a un cubano judío. Te lo juro. No me había dado cuenta de lo fuerte que hablamos hasta que vine a Boston y apenas oía a la gente. La ciudad entera parecía susurrar entre la nieve y el hielo. Una locura. Miami es ruidosa, caliente y húmeda. Mi casa de la infancia aún era más ruidosa. No he conocido otra vida.

Tengo que esperar hasta que se me pasen las náuseas antes de bajar a desayunar con mi marido. Me siento en la chaise longue del baño principal, junto al jacuzzi, e intento concentrarme en el último Ella. Trato de ignorar que la habitación ha empezado a dar vueltas. Lo he probado todo, hasta las pulseras contra el «mal de mar», pero nada funciona. Me sorprende que Roberto no haya notado que no me siento bien. Parece preocupado por el gran caso que tiene entre manos. Puede que se prolongue hasta marzo, dice. El estrés le está matando. Espero que gane. Porque si pierde, ay, chica.

Intento leer un artículo sobre cómo añadir romanticismo a nuestra vida amorosa. Aunque no sé qué ha pasado con nuestra vida amorosa, sinceramente. No hay entusiasmo, ¿sabes lo que quiero decir? Roberto aguantaba una hora o más cuando éramos jóvenes, pero ahora lo hacemos cada vez más rápido, es como si lo hiciéramos solos o algo así, es todo automático y funcional, para ir a por el bebé. Me encantaría que hubiera más romanticismo, velas y música suave. El artículo de Ella sugiere varios trucos que incluyen notas de amor y pétalos de rosa. Roberto se reiría si intentara cualquiera de ellos.

Es probable que otro embarazo no sea una gran ayuda en ese sentido. A Roberto ya le molestó el aumento de peso de mi último embarazo: tres kilos permanentes por cada niño, y ahora este sobrepeso. Me hace saber tan a menudo que su falta de deseo está relacionada con mi peso que ahora no lo hago a menos que pueda dejarme la camiseta puesta para que pueda pensar en Salma Hayek. Nunca he sido grande y mi médico dice que mi peso es correcto. Mido uno cincuenta y cinco, y peso sesenta y cinco kilos. La doctora Fisk dice que es un peso perfecto para mi tamaño. Cuando le digo que a Roberto le gustaría que perdiera unos kilos, frunce el ceño. Una vez me preguntó por los cardenales que tenía en la espalda, y le contesté que me había caído en el hielo. Me miró fijamente durante un buen rato y me preguntó si había manos humanas en ese hielo. No contesté y no insistió.

Pierdo la vista en la foto de Benjamín Bratt con esa raquítica perilla en la sección «masculina» de Ella y espero a sentirme mejor. ¿Por qué todo el mundo habla de lo guapo que es este tipo? Yo no lo creo. Prefiero a Russell Crowe, un verdadero hombre, un tipo duro. Benjamín Bratt parece que se rompería en dos si lo abrazas demasiado fuerte. Me levanto, pero tengo que volverme a sentar. Me siento como cuando juego con mis hijos a hacer el tiovivo. Con este embarazo voy a tener que aprender a actuar, chica. Quizá debería decírselo a todos y ya está. Es tan duro fingir que me siento bien con los niños, cogerlos y llevarlos como les gusta a los pequeños de cinco años, a la espalda, relinchando como un caballo. A veces estoy tan cansada que me siento morir. Cuando una tiene náuseas constantemente, no puede pensar con claridad.

Estoy muerta de miedo, chica. Me acuerdo de los dolores del parto y me echo a temblar. Tuve los gemelos de forma natural y me hicieron una episiotomía que creí que me mataría; el dolor de aquella cicatriz roja y blanda allí abajo fue peor que los dolores de parto. Juré que jamás repetiría, y aquí estoy ahora, sin escapatoria. Consigo levantarme y llegar hasta mi armario, abro la caja floreada que he preparado con todas mis cosas del embarazo. También guardo algunos libros: Qué esperar cuando esperas; Dieta para un embarazo saludable; Cómo financiar la universidad de su hijo; Los mejores nombres judíos para bebés, y cosas así. Nunca las tiré, por si acaso. También guardo aquí las pulseritas para el mareo, aunque debería deshacerme de las cosas inútiles.

Roberto no encontrará todo esto porque tengo muchas cajas, y no es el tipo de hombre que se interese por cosas forradas en papel floreado. Es el tipo de hombre que tira la ropa al suelo sabiendo que otro la recogerá.

Me desnudo y me examino el vientre en el espejo del baño; es básicamente del tamaño de siempre. No se me notaron los chicos hasta el cuarto o quinto mes, y eso que eran gemelos. Cuido lo que como. Pero Roberto tiene razón. Podría empezar a hacer ejercicio. Estoy algo flácida, sobre todo en los antebrazos. Aunque odio el deporte. Me hace sentir mal. Sinceramente, el ejercicio no me sienta bien. Sin embargo, ahora que estoy embarazada debo ponerme en marcha. Es bueno para el bebé. Lo dicen todos los libros. Y no estoy segura de que mi matrimonio pueda soportar otro par de kilos. Ha estado a punto de estrangularme por ponerme lo que no debía. Así de estúpido es. No te cuento lo que puede llegar a hacer.

Entro en la ducha y me quedo en el medio para que me alcancen los cinco chorros. Me pregunto si tendría que dejar de ducharme aquí ahora que estoy embarazada. No teníamos esta ducha en mi embarazo anterior. Es nueva. Reformamos el baño. Fue mi recompensa por la vez que enloqueció por el arañazo en el lateral del Range Rover. No sé cómo sucedió. Llevé a los niños al cine de Chestnut Hill, y cuando salimos lo vimos. Roberto estaba muy enfadado. Es un baño precioso.

Estos chorros laterales son muy potentes, pensados para aliviar la tensión de los músculos. No quiero perjudicar al bebé. Supongo que tendré que usar otra ducha. Le preguntaré a la doctora Fisk. Me cubro el vientre con una mano y cierro el grifo, salgo, me pongo los pantalones khakis [7] y la camisa blanca larga que escogí anoche, me acomodo el pelo y me doy un toque de maquillaje, me ato un suéter rosa en los hombros y bajo.

Roberto todavía está aquí, con sus ojos verde oscuro y su reluciente pelo castaño, tan apuesto, con traje azul oscuro, camisa blanca y corbata amarilla, leyendo el periódico. Tiene buen gusto para la ropa y se niega a que la escoja por él. Le gusta hacerlo; es comprensible. ¿Querrías que alguien te vistiera? Yo no. Vilma lleva su uniforme azul claro bordado con el nombre que elegimos para nuestra casa, «Windowmere». Tiene el pelo blanco recogido en un firme moño con una redecilla. Está ocupada limpiando los aparadores y no muestra emoción o preocupación alguna. Intentó intervenir durante una de las rabietas de Roberto, nada más llegar aquí, pero tuve una charla con ella y le pedí que se mantuviera al margen y que se concentrara en su trabajo. Mis aparadores relucen.