Llevamos tiempo intentándolo, pero quiero esperar a decírselo a Roberto hasta nuestro aniversario en marzo, cuando hagamos nuestro viaje anual a Buenos Aires. Quiero que sea especial. Ha notado que he empezado a engordar, aunque sólo sean unos kilos. Insiste en que coma menos. Siempre me dice que coma menos. Y siempre lo ignoro. ¡Ja!
También se alegrará. Siempre se queja de que nuestra casa es demasiado grande. Vivimos en una casa estilo Tudor de seis dormitorios y tres baños, cerca de la Reserva de Chestnut Hill, en dos acres de terreno con un trocito de bosque propio. Me crié en una casa más grande que ésta en Palm Island, con suelos de mármol, piscina, docenas de palmeras y una entrada porticada. Pero éramos cuatro niños, y hacíamos muchas fiestas, fiestas con motivo de todo lo que se pueda imaginar, con los amigos de Cuba de mami y papi bebiendo mojitos y comiendo pequeños sandwiches con mantequilla y pimientos, comportándose como si no se hubieran marchado de la isla. Nuestra casa en Miami nunca parecía vacía, porque nunca lo estuvo.
Esta casa parece vacía, porque Roberto no tiene ningún amigo de verdad en Boston, sólo conocidos, y no le gusta ver a mis amigas por aquí. Si nos reímos, siempre cree que estamos hablando de él. No hablamos de él en absoluto, pero es difícil explicárselo. Me dejó un labio ensangrentado cuando se marcharon las temerarias de casa la última vez, y he decidido que no merece la pena volver a invitar a mis amigas. Me encanta dar fiestas, planearlas y prepararlas. Pero me gusta más no sangrar.
Todos los amigos de Roberto están en Miami. Allí nuestro matrimonio probablemente sería diferente. La violencia doméstica es rara en la Miami cubana, porque siempre se está de visita. Siempre hay alguien guardándote las espaldas. Mis propios padres se hubieran tratado peor -y a mí- si no hubiera habido siempre amistades y parientes cerca, saqueando la despensa. Somos una familia apasionada, y unos pocos gritos, insultos y golpes nunca han matado a nadie. Van con la familia. Ojalá viviéramos en otro sitio. La agresividad de Roberto empieza a asustarme. Aquí estamos solos. Pero tiene un buen trabajo.
Quiero llenar esta casa de piececitos. Pies de niñas pequeñas, bailando con sus zapatos de charol. Estoy de dos meses y medio. Le dije a la doctora Fisk que no quiero saber el sexo hasta que nazca el bebé, pero sé que es una niña. He tenido tantas náuseas matinales, día y noche. No sé por qué las llaman náuseas matinales si todas las mujeres que conozco lo pasan peor por la noche. A mi madre le pasó conmigo, pero no con mis hermanos. Es una niña. Lo siento. Si me equivoco, seguiré intentándolo hasta que venga la niña.
Yo sé que Roberto quiere un bebé, porque habla de limpiar y nivelar una esquina del patio para volver a poner un parque infantil. Cree que tendremos otro niño, pero él es así, ya sabes. Ya ni le presto atención. No merece la pena. De verdad que no. Te lo juro, chica.
Él juró que pediría ayuda después de la última pelea horrible que tuvimos en un hotel de New Hampshire. Volvíamos de pasar un día esquiando cuando me fracturó la clavícula. Él estaba convencido de que me había quedado por la tarde en la cafetería para ligar con el adolescente que nos sirvió a Lauren y a mí un chocolate caliente.
– He visto cómo le mirabas -dijo.
Era una locura. Ni siquiera recuerdo el aspecto del chaval. Roberto pensó que las marcas rojas que tenía en el cuello eran chupetones que me había hecho el tipo en el baño, y me plantó el pie en el pecho hasta que me partió el hueso. Le dije a Lauren que me lo había fracturado esquiando, y gracias a Dios me creyó.
Yo no estoy libre de culpa. A veces también me enfado y le pego. Es mucho más grande que yo, pero puedo volverme loca, de verdad. Aquella última vez hizo lo habitual, me empujó y me insultó delante de los niños y me dijo que recogiera mis cosas; nunca se ha pasado tanto como para pegarme en presencia de los pequeños, ya sabes, abofetearme. Hace eso y más, pero cuando estamos a solas. No lo entiendo. La sociedad siempre culpa a los hombres en los matrimonios que llegan a las manos. Pero mi mamá zurraba a mi padre, y siento reconocer que yo heredé esa tendencia. A veces, cuando me pega, el pobre Roberto sólo se defiende. No espero que «lo entiendas». Por eso nadie lo sabe. Normalmente somos muy felices, y eso es lo que cuenta.
En general es un gran padre, ése es el principal motivo por el que me he quedado. Tiene sentido del humor y, aunque resulte extraño, la mayoría del tiempo es tranquilo y considerado. La semana pasada se dio cuenta de que estaba triste y apareció en casa con una bolsa llena de almohaditas de felpilla de Crate amp; Barrel que comenté que me gustaban cuando pasamos por delante de la tienda camino del cine. Ni siquiera pensé que estuviera prestando atención cuando lo dije, pero supo escuchar. Suele hacer ese tipo de cosas. Tengo ideas muy conservadoras respecto a la familia y al matrimonio, y honestamente creo que lo bueno que tenemos supera a lo malo. Él siempre se siente fatal después de perder los estribos y hace las cosas más maravillosas para compensarlo. ¿Cómo crees que conseguí el Range Rover?
Sé que no quiere hacerlo, pero así es como le criaron. Su papá era (y todavía lo es) un borracho, y cuando bebía perdía el control. Solía pegar al pobre Roberto, quiero decir de verdad, chica, con bates de hierro y cosas por el estilo, hasta que le rompió los huesos y tuvo que decir a los médicos que se había caído en bici. Soy la única que lo sabe. Ni mis padres lo saben, y conocen a los suyos desde hace años.
Tampoco es que seamos una familia acogida a subsidio en la que el tipo vaguea por la casa en camiseta pegando a su mujercita, ¿vale? Por favor. Él nunca me ha dejado señales en el cuerpo que puedan ver los demás, aunque tuve que quedarme en casa un par de días cuando me partió el labio. Ah, y una vez me dejó los dedos marcados en el brazo porque pensaba que coqueteaba con uno de los jardineros (no era cierto, claro), pero se me quitaron al cabo de una hora. Una vez le pegué yo y tuvo el ojo morado una semana. Le dijo a la gente que se había dado un golpe con una raqueta.
Roberto y yo nos queremos. Sabemos cómo funciona nuestra relación. ¿Es ideal? No. Pero es amor. El amor nunca es ideal. Si yo pudiera controlar mi temperamento, creo que él haría lo mismo. Yo tengo tanta culpa como él. Puede cambiar. Sé que puede. Estás pensando que soy una estúpida. No me importa. Él es mi alma gemela y mi mejor amigo. No puedo recordar mi vida sin Roberto. Siempre ha estado ahí, como un hermano. Nuestra disfunción, si así lo quieres llamar, es muy profunda.
Los abuelos de Roberto y los míos tenían en Cuba una empresa de ron, y ambas familias procedían originariamente de Austria y Alemania. Nuestros padres se mantuvieron en contacto cuando huimos todos a Miami en 1961. Le tiré del pelo castaño rizado durante la fiesta de su quinto cumpleaños, y forcejeamos por todo el patio el día de su bar mitzvah. Desde que puedo recordar hemos tenido un contacto físico duro y fraternal. En mi fiesta «quinceañera» (he sido de las primeras chicas judías en Miami en tener una) me tiró a la piscina del hotel con el vestido de seda puesto. Le agarré del tobillo y le tiré también. Nos hicimos aguadillas durante diez minutos, y terminamos dándonos el primer beso en el agua mientras mi madre gritaba en la orilla.
No les he contado las cosas más fuertes a las temerarias. A Elizabeth, mi mejor amiga, le he hablado de nuestras peleas y de alguna bofetada ocasional, pero eso es todo. No puedo contárselo a las demás. Conociéndolas, llamarían a la policía inmediatamente y lo meterían en la cárcel. Piensan que todo es abuso, que todos los hombres son malos. Las temerarias querrían que lo dejara, pero todas tienen carrera. Después de ocho años como ama de casa, la idea de estar sola me aterra. ¿Cómo podría sacar adelante a dos -ay, chica, quiero decir tres- niños? No tengo experiencia profesional, y estoy acostumbrada a un nivel de vida que requiere cierta financiación; una cantidad de dinero que jamás podría ganar por mí misma.
Mis padres ya no son ricos, a pesar de las apariencias. Todavía tienen la casa en Palm Island y un Mercedes de diez años. Pero es todo lo que tienen, excepto las tarjetas de crédito y el uno al otro. Mi madre me llamó la semana pasada para pedirme un préstamo. Sus vecinos no lo saben, pero mi padre tuvo que declararse en bancarrota hace cinco años.
Mis abuelos, descansen en paz, eran dueños de pueblos enteros en las laderas de Cuba. Trajeron mucho dinero a Miami e intentaron emprender nuevos negocios: lavanderías, farmacias, restaurantes, emisoras de radio, algunos dirigidos por papi. Pero a mi padre se le dan mejor las fiestas que los negocios. Como a mamá, que aún es preciosa. Y ahora, con la muerte del padre de papi hace casi diez años, no ha quedado nadie para ocuparse de las cosas.
Mami sigue comprándose ropa todas las semanas, un hábito que adquirió cuando era una diminuta niña mimada con vestidos almidonados que vivía en la Quinta Avenida de Miramar. Nunca aprendió a controlar sus gastos, ¿por qué debería hacerlo? Quiero a papi, pero chica, nunca ha sido una lumbrera. Archiva los extractos del banco sin molestarse en abrir los sobres que los contienen.
Cuando cumplí los dieciséis y pedí un descapotable, papi me compró un Mustang blanco. Mami me llevó a comprar el vestido del baile de fin de curso a Rodeo Drive, en Beverly Hills. No lo sabía entonces, pero ahora comprendo que se estaban arruinando poco a poco. Podían contratar a quince personas para servir las bebidas en las fiestas que organizaban en el enorme jardín, y yo me deslizaba entre las piernas de los adultos hasta la orilla del canal para tirar monedas de diez y cinco centavos al agua. No peniques. Nuestras vacaciones duraban un mes entero. Hubo cruceros, festivales de jazz en Europa. Un año fuimos al carnaval de Río de Janeiro y otro al Festival de Cine de Cannes, con otras familias de mi colegio. Mami nos llevaba a Nueva York en primavera y a Buenos Aires en otoño, para comprar zapatos y bolsos.
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