Cuando llego a la camioneta, la calle está vacía. Selwyn está apoyada en una farola y me ve llegar. Sonríe, mujer pantera de papel de cristal. Está preciosa. Le devuelvo la sonrisa. Quiero abalanzarme, tomarla entre mis manos, amasarla como pan y devorarla. Quiero besarla. Lo deseo. Miro alrededor y no veo a nadie. Su poesía me ha emocionado, me ha hecho sentir viva. Invencible. Decido dejarme llevar por un instante, saltar desde el precipicio y ver qué pasa. Corro hacia ella, la abrazo y la beso en la boca. Se sorprende. No está incómoda, porque no es ella quien tiene el problema. Si dependiera de ella, iríamos por los centros comerciales cogidas de la mano, ignorando a los escandalizados padres y madres que apartan a sus hijos a nuestro paso. Iríamos al cine como la gente normal.
– ¿Por qué has hecho eso? -pregunta frotándome el hombro.
– Por ser tú. Por ser mía.
Me siento como una jovencita de nuevo, risueña e inconsciente, a punto de bailar en plena calle. Pero hace demasiado frío aquí en Cambridge, en Boston. Frío metido en los huesos. Selwyn me acerca a ella y me besa otra vez, caliente, suave, mía, mujer. Pero antes de terminar, oigo una voz. No la mía. Ni la de Selwyn. Sin embargo, me es familiar.
– ¿Liz Cruz?
Paro, suelto a Selwyn y me vuelvo en dirección a la voz. Es Eileen O'Donnell, columnista de cotilleos del Boston Herald e invitada habitual del programa de televisión matutino que presento.
– Pensé que eras tú -dice, con una sonrisa demasiado grande para su pequeña y puntiaguda cabeza-. Escucha, estaba en el recital, recibí un soplo sobre Selwyn Womyngold… Te llamas así, ¿verdad? ¿«Womyn», con «y»? La lectura ha estado genial, Selwyn. Muy… conmovedora.
Las palabras salen de su boca entre feas bocanadas de vapor blanco; ha corrido y el aire frío le hace toser.
– Eileen -digo-. Te lo ruego -le suplico con la mirada.
– Me alegro de verte, Liz. ¿Cómo estás?
No contesto.
– ¿Dónde podría encontrar uno de tus libros, Selwyn? -pregunta.
La loba que hay en Selwyn la observa con la tensión de una luchadora entrenada.
– Tengo que ser honesta con vosotras, chicas -continúa Eileen-, también estuve aquí la semana pasada. Y os seguí hasta Needham. Tienes una bonita casa por allí, Sel. Vives muy bien para ser poeta. Una poeta de veinticuatro años recién graduada en Wellesley. Vi en internet que enseñas en Simmons College. ¿Es una universidad sólo para chicas o algo así?
– Que te jodan -dice Selwyn furiosa.
– Eso no me suena a poesía. ¿Qué es, un haiku?
Selwyn me quita las llaves de la camioneta y abre la puerta del copiloto. Me empuja dentro:
– Vamonos.
Estoy aturdida, fría, rígida, aterrada ante lo que Eileen va a hacer. Selwyn ocupa el asiento del conductor y acelera. Hacemos casi todo el camino de regreso a su casa en silencio.
– No te preocupes -dice finalmente, en un vano intento por parecer alegre.
La miro y veo lágrimas en sus ojos.
– Por favor, Elizabeth -dice. Veo a la niña que fue-. Tienes que olvidarlo.
Asiento. Me ayuda a entrar en casa, me hace una taza de chocolate, me trae el camisón largo de Snoopy y las zapatillas peludas. Me da un masaje, me canta nanas americanas con letras tan tristes que me cuesta imaginar que se las canten a los niños, y me acaricia el pelo. Entonces me acuesta, me arropa como una madre y me besa suavemente en la frente.
– Duerme un poco, mio amore -me dice en su pobre español-. Todavía tengo que escribir un rato.
Asiento y cierro los ojos. Pero no puedo dormir, porque sé que Selwyn no es la única que tiene algo que escribir esta noche.
En algún lugar de su infernal guarida con olor a cebolla, Eileen O'Donnell también está escribiendo.
…Sólo quedan cuatro días para Navidad, y me complace informaros al fin de que anoche hice la mayoría de mis compras. Pero tengo una amiga a la que no sé qué comprarle. Todos conocemos a alguien así, ¿no? Es casi un cliché: la mujer que lo tiene todo, incluso el hombre perfecto. Pero en el caso de mi colega, Sara, es cien por cien verdad. Estoy pensando en un Chía Pet o en uno de esos enormes aparatos de masaje, pero seguro que ya tiene varios…
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 4. SARA
Coño. Chica, anoche apenas pude dormir. Y no por el sexo, que estoy segura Roberto pensó que fue genial. Me encontraba fatal. Él ni idea. Hice lo de siempre, los gemidos, las caras y la lencería ridicula, todo mientras contenía las ganas de vomitar. Y de colofón, una imitación perfecta de Meg Ryan que a Roberto, como de costumbre, le encantó (hasta que terminó). Después decidió que había actuado como una puta y me soltó «el discurso», que es algo así: «Eres una mujer cubana, una mujer decente. No eres una puta americana. Está bien que disfrutes pero ¿por qué tienes que actuar así? Eres la madre de mis hijos. ¿Dónde está tu dignidad?».
Lleva diciendo este tipo de cosas desde la primera vez que lo hicimos, cuando yo tenía dieciséis años. No soy tímida. Y Roberto es el único con quien he estado, pero está convencido de que ha tenido que haber otros, de tanto como disfruto.
– Ninguna mujer nace con tu gusto por el sexo -me dice-. Alguien te enseñó esta guarrada. Cuando averigüe quién ha sido, más vale que le digas que se esconda.
Intento explicarle que es cuestión de química, que amo su cuerpo, su olor. Pero sospecha. Siempre me acusa de engañarle, aunque le soy completamente fiel.
Fíjate, chica. Si hubieras nacido en este país, pensarías que Roberto tiene ochenta años por su forma de actuar. Y no. Tiene mi edad, veintiocho. Es como la mayoría de los hombres criados en Latinoamérica -o en Miami-, es decir, que cree que sólo hay dos tipos de mujeres: las decentes y las indecentes. Las decentes son asexuadas y te casas con ellas, las llenas de niños y se supone que no disfrutan del sexo. Las indecentes adoran el sexo y las buscas por placer. Así que una esposa que es demasiado atractiva, demasiado sexy en público, demasiado exigente en la cama, es algo negativo para hombres como Roberto. Al principio sus críticas me afectaban, pero después, cuando fui a la Universidad de Boston, Elizabeth me convenció de que asistiera a clases de teoría feminista y allí nos dimos cuenta de que eran chorradas.
Como yo, Roberto lleva muchos años en Estados Unidos y sabe que eso es ridículo. Ya lo hemos hablado. Le he enseñado dibujos del cuerpo femenino y le he explicado que todas las mujeres están constituidas igual y tienen el mismo tipo de respuesta sexual, que hasta su madre tiene clítoris y que funciona de forma parecida a un pene; cosas que aprendí en la universidad y que mi madre jamás se molestó en enseñarme. Me dio una bofetada y se marchó de casa furioso durante unas horas. Fue tan divertida la expresión de su cara cuando se imaginó a su madre teniendo un orgasmo, que mereció la pena.
Por fin reconoció que era natural que una mujer disfrute del sexo:
– … pero no debe gustarle tanto como a un hombre -insistió-. Sólo a las mujeres perturbadas psicológicamente les gusta tanto como a ti.
Oye, chica. ¿Puedes creerlo?
Sigo en ello. Cambiará de opinión.
Pero últimamente, con el embarazo, no disfruto tanto del sexo. Lo hago por guardar las apariencias. Cuando terminamos y Roberto se puso a roncar a mi lado, tuve que salir corriendo al baño a vomitar. No quería que me oyera y se imaginara lo que estaba pasando, ¿entiendes a lo que me refiero? No quiero que lo sepa todavía.
Tengo dos hijos, mellizos, de cinco años, que corren escandalosamente por todas partes y que hacen miles de preguntas por minuto. ¿Qué es esto? ¿Cómo funciona esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Uno pensaría que son periodistas especializados, yo no. Dicen que los varones y las hembras son iguales, a menos que uno los críe diferentes, pero no creo que sea cierto en absoluto. Mis enanos eran varones desde el principio; buscan porquerías para meterse en los bolsillos, claman por sus camiones de juguete, corretean por la casa con esas zapatillas de deporte que rechinan en el parquet como loros.
Quiero una niña. Cuando fui a comprar toallas para el baño de abajo el otro día, no pude evitar fijarme en la ropa y juguetes para niñas en los grandes almacenes. Estoy cansada de vaqueros diminutos y coches de carreras. Estoy lista para trajecitos de terciopelo y muñecas.
Que no se me malinterprete. Quiero a mis hijos. Chica, ellos son mi mundo. Todo mi día gira alrededor de ellos: llevarles a la escuela, recogerles, acompañarles a las clases de música y de natación en el gimnasio, peinarles los remolinos antes de ir a la iglesia, bañarlos por la noche, leerles cuentos antes de dormir, confortarlos cuando se despiertan de una pesadilla, cantarles nanas cubanas y hablarles de Miami y cuánto la echo de menos.
Recuerdo que cuando Jonah tenía tres años, le hablé de Miami, como siempre, y un día me dijo:
– Mami, yo quiero ir a tu-ami también.
Me parte el corazón. Es más sensible que Sethy que, siento decirlo, se parece a su padre.
Uno trata de no tener favoritos, y con dos mellizos con idéntico pelo rizado que nadie distingue excepto Roberto y yo, uno se esfuerza aún más por tratarlos exactamente igual. Pero siempre tienes un favorito, aunque no quieras. Mi Ami. Qué niño más dulce. Te lo podrías comer con esos ojazos verdes.
No, te lo juro, chica, sería feliz con tener sólo a estos dos maravillosos y traviesos hombrecillos. Pero una niña me completaría, ¿sabes lo que quiero decir? Una niña nos convertiría en una verdadera familia. Sería alguien con quien podría ir de compras, llevarla en verano a escuchar los conciertos en la Explanada sin que se pasara todo el tiempo buscando un árbol al que trepar para escupir a todo el mundo. Los niños te avergüenzan con su mal comportamiento.
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