Solía verte, niña de sombra, niña encogida, hablando con tus demonios por las esquinas / Solía cantarte en sueños, respirarte en mi lenta muerte solitaria / y entonces me adentré en tu ola, te sentí bajo el agua, te sentí bajo el agua, te encontré allí, te encontré allí / Niña oscura, niña esbelta, te encontré allí, esperándome, palabras españolas goteando de tu boca como miel, goteando cada vez más abajo, cada vez mejor.


No les causaría buena impresión. Estoy segura. Es corpulenta, lleva camisas de franela a cuadros y pantalones anchotes de hombre. Lleva el pelo corto, eso podría gustarle a Rebecca, pero sólo lleva pendientes en una oreja, cinco aros de plata como mínimo. No les gustaría a ninguna. Buscarían la puerta más próxima para salir corriendo. Son así. No serían capaces de ver más allá de sus prejuicios para apreciar los ojos de Selwyn. Marrones ojos ardientes que se encienden con chispas de humor y vida. No les causaría buena impresión. No a ellas. Pero a mí sí. A mí. Es casi como estar con Lauren.

Empecé a venir aquí con la intención de leer algún día uno de mis poemas. Pero para hacerlo tendría que salir de las sombras, nadar hacia la superficie, mostrarme desnuda ante la ciudad de Boston, exponer mi corazón a la vista y a la mordedura de millones de extraños. No. La gente sabe quién soy. Me conocen. Creen que me conocen. Desayunan huevos y café, miran fijamente el televisor, y ven en él mi cara detrás de una capa de maquillaje. Mandan a sus hijos a la parada del autobús y hacen crujir sus periódicos mientras les leo las noticias del día con mi alegre sonrisa. Me mandan postales de Navidad y miles de cartas con todo tipo de consejos que no he pedido. Me dicen que me deje crecer el pelo, que me lo corte, que engorde, que adelgace, que hable con más claridad, que esté orgullosa de mi acento, que me cambie el nombre, que desvele mi apellido español. Me dicen que vuelva a África. Me insultan de cien maneras. Me piden que me case con ellos y me proponen traer a sus madres al estudio para que me conozcan. Me envían postales con preciosos dibujos de gente colgando de sogas. Me preguntan quién creo que ganará la Superbowl. Me piden que grite a los padres de sus bebés. Todos creen que me conocen.

Ni uno me conoce. Nadie. Ni siquiera Selwyn. Lo intenta. Lee sobre Colombia, estudia la historia de mi país, compra discos compactos de ballenato, e intenta aprender a bailar. Empezó suscribiéndose a revistas como American Journalism Review, para que tuviéramos más cosas de las que hablar los domingos por la tarde. Pero hay algo en mí, el ritmo de mi infancia, el jardín de sabores que me motivan y los colores luminosos y chillones con los que me gustaría que pintaran las casas de esta ciudad, los olores cálidos, florales, que siento que debería despedir la calle de una ciudad en verano, cosas que ella siempre encontraría exóticas e incomprensibles. Vengo de la cálida y húmeda ciudad costera de Barranquilla, y aunque era un lugar cruel para una madre soltera y médico a pesar de su color y su sexo -y para su esbelta y escurridiza hija-, es la imagen de cómo debería ser el mundo. Exuberante. Verde. Lleno de música y sabor. Nunca me siento tan en casa como en Colombia, porque a pesar de su violencia y sus imperfecciones, la amo desesperadamente.

De pequeña Selwyn era bajita, gordita y muy americana; tenía unos padres liberales que la querían a toda costa, y supo desde el jardín de infancia que amaría a las mujeres. Yo era alta y espigada, mi madre jamás hablaba de esas cosas, y aunque sabía que sentía algo especial por las chicas y no por los chicos, no supe que amar a las mujeres fuera una opción hasta que llegué a la universidad y aprendí a ponerle nombre. «Lesbiana.» Una palabra torpe y fea, y que nada tiene que ver con lo que una siente al serlo.

En Colombia no tenemos una palabra para designarlo. Tenemos una palabra para los hombres que aman a otros hombres, y es «mujer». Los hombres no se consideran homosexuales a menos que sean «de abajo», de donde yo vengo, y casi todos los hombres han practicado el sexo con otro hombre al menos una vez. En Colombia no se piensa que las mujeres sean sexuales. Allí las mujeres sexuales son malas. En la sabiduría popular, quiero decir. Incluso cuando las llaman putas, dan por supuesto que las pagan y no lo disfrutan. Las mujeres son madres en Colombia, y cocineras. Son vírgenes o prostitutas, sin término medio, nada. Por eso mi madre nunca quiso que yo volviera. Ella se quedó allí, pero siempre me dijo que quería que yo viviera libre en un país donde mi sexo y el color de mi piel no fueran motivo de odio. En Estados Unidos, me dijo mi madre, las mujeres son cuando menos seres humanos. Y ahora, aquí en Boston, soy mujer y famosa. Mi madre está orgullosa. Me pide que le envíe videos de cada informativo. Hablamos todos los domingos por teléfono y siempre que puedo voy a verla. No sabe lo que siento por las mujeres y prefiero que no se entere. Por eso me escondo en las últimas filas para escuchar a Selwyn. Por eso y porque no sé cómo reaccionarían los productores del informativo nocturno nacional que han estado cortejándome durante meses. Quiero ese trabajo.Con todas mis fuerzas. Presentadora de un informativo nacional. Yo. Por eso no puedo surgir de las sombras, levantarme y gritar lo que soy: ¡lesbiana! Acabaría con mi madre, tal vez también con mi carrera, y podría perder a las temerarias, mis cimientos en esta ciudad durante una década.

En concreto, a mi mejor amiga, Sara, esa mujer singular y bocazas de Miami que me hace reír más que nadie. Sara nunca me ha atraído. Pero no puedo confesarle lo que soy. Parece que no le gustan los gays y nos lo ha dicho a todas alguna vez; recuerdo cientos de veces que ha contado chistes de homosexuales. ¿Cómo, se preguntarán, puedo tener una amiga como Sara, conociendo su aversión a personas como yo? Les contaré algo: Sara y yo tenemos historia, una larga amistad de café, té y sueños compartidos, su sentido del humor es el mío, su familia es como la mía, sus hijos como mis hijos. No creo que sea sabio combatir prejuicios con prejuicios, no puedo odiar a mi mejor amiga por ser ignorante. Prefiero esconderme de su odio y disfrutar de su risa. No puedo salir del armario. Perdería a Sara. Podría hasta perder mi trabajo.

La primera mujer que amé fue Shelly Meyers, en quinto. Vivía para verla andar. Nunca se lo dije. No sabía que pudiera, no sabía cómo. No sabía. Siempre me ha gustado el mismo tipo de mujer. La segunda mujer que amé fue Lauren Fernández. Shelly y Lauren tienen la piel clara, el pelo alborotado y oscuro que les cae por todas partes y los ojos grandes y temperamentales. Ambas tienen caderas y piernas poderosas y caminan con paso firme. Selwyn también es así. A veces imagino que es Lauren. Eso no lo sabe y nunca debe enterarse. Enloquecería. Selwyn es así, frágil. Puede parecer dura, pero no lo es. Es emocionalmente frágil, como los verdaderos artistas. La llamo papel de cristal, lista para romperse al menor soplo de viento. Ella me llama alga marina. Así nos llamamos en la oscura intimidad. Papel de cristal y alga marina.


Un alga marina me pasa por encima, por debajo, por dentro / cuando menos lo espero la lengua me sabe a alga marina, la saboreo en mis momentos más luminosos / luz de papel de cristal en las mil formas del sí.


Continúa y se detiene de repente. El público aplaude y silba, y unas admiradoras se apresuran al escenario e intentan tocar su mano. No estoy celosa. Son sus estudiantes. Conozco a Selwyn y no es de las que te engañan. Fue la primera que me contó ese chiste de: «¿Qué trae una lesbiana a su segunda cita? Un camión de mudanzas U-Haul». Llevamos juntas cerca de un año, escondiéndonos como adolescentes, yo cogiendo caminos inverosímiles para llegar a su casa en Needham, ella esperando pendiente del móvil hasta que le digo que mis vecinos han bajado las persianas y puede doblar la esquina y escurrirse por la puerta de mi blanca casa de Beacon Hill. Selwyn es en quien pensaba cuando compré el edredón con la funda de cuadros escoceses; Selwyn es en quien pienso cuando compro en el supermercado ensalada de patata, algo que yo nunca comía; Selwyn es en quien pienso cuando riego las plantas que insistió en que pusiera por toda la casa para conseguir armonía, serenidad y oxígeno. Es Selwyn, siempre Selwyn, el motor de mis decisiones, la Selwyn de piernas musculosas y manos estrechas.

A estas alturas ya viviríamos juntas, si yo pudiera reconocer lo que soy. Selwyn es paciente. No me presiona. Dice que hay que darle tiempo a un brote para que se convierta en árbol. Es amable y generosa, y no me llama al trabajo a menos que la avise primero. Tiene cuidado y nunca me mira de forma comprometida en público. Así expresa de forma visible e invisible su amor por mí. Éstos son los aros por los que la hago pasar. Así la hiero todos y cada uno de los días, pero ella siempre regresa a por más, siempre pide más. Así son las cosas para Elizabeth Cruz y Selwyn Womyngold. Así es el amor visto desde el filo de la navaja.

El trío de jazz empieza a tocar. Selwyn firma algún autógrafo, sonríe a algún fotógrafo y me busca con la mirada. Me hace la señal -rascarse la ceja izquierda- que significa que nos vemos en la camioneta. La veo salir primero, andando como una pantera, espero un minuto interminable y me deslizo por la parte de atrás hacia la escalera que conduce a la fría noche. Bajo por la avenida Massachusetts, tuerzo en la esquina y siento clavarse en mí la mirada de todo bicho raro que deambula de noche por Central Square. Es sólo una sensación, por supuesto. Con mi bufanda, gafas de sol y abrigo largo soy una excéntrica más en uno de los lugares excéntricos más densamente poblados del mundo. He aparcado a unas manzanas, en una calle pequeña cerca del Centro de la Mujer, el lugar donde escuché leer a Selwyn por primera vez. Camino y soy vagamente consciente del sonido de pasos detrás de mí. Hay mucha gente, no me resulta raro.