– ¿La culpa? -pregunta.
– Es una cagada de todo el equipo -bromeo.
Recojo mis papeles de la mesa en señal de que la reunión ha terminado. La arrogancia ha arruinado muchos buenos negocios.
Cuando vuelvo a mi oficina, mi ayudante me entrega una pesada taza de cerámica italiana, con una infusión sin azúcar con extracto de echinacea. Me recuerda que tengo una comida de negocios con el director de publicidad y el representante de una de las mayores empresas de cosmética. Ya han acordado un contrato a largo plazo, y quieren mi aprobación antes de firmarlo. He estudiado todos los detalles con el abogado y doy mi conformidad.
En mi mesa, bebo el té a sorbos y examino las pruebas del próximo número. He leído que esta mezcla de té ayuda a fortalecer el sistema inmunológico, y me lo creo. Hace más de un año que no enfermo, desde que empecé a tomarlo. Ayuda también el hecho de que he dejado de tomar carne, productos lácteos, azúcar, cafeína y grasa.
Al cabo de un rato, hago una pausa y miro por la ventana. El sol está saliendo a través de las nubes, derritiendo la nieve de los tejados. Resbala por mi ventana en gotas sensuales y juguetonas. Miro la foto de nuestra boda en la estantería. Nos casamos en Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Albuquerque, una humilde, pero sólida, iglesia de adobe en la parte más antigua de la ciudad, donde mi familia ha buscado guía espiritual durante más de tres generaciones. Por mi parte estaban todos: mis padres, mis hermanos y hermanas, mis tías y tíos, mis abuelos, todos mis primos y sobrinas y sobrinos, la familia de Truchas y Chimayó. Por parte de Brad había poca gente: su hermana, la directora de cine, que se ha convertido en una buena amiga, y tres de sus amigos del colegio.
Ni rastro de sus padres.
Me dijo que tenían obligaciones previas que no pudieron cambiar. No me dijo la verdad hasta que estuvimos casados: no contaba con la aprobación de sus padres, porque creían erróneamente que yo era inmigrante. No tienes ni idea de cuánto me dolió aquello. Mi familia lleva en este país desde antes de que la familia de Brad llegara a la isla de Ellis. ¡Pero tienen el valor de llamarme inmigrante! Es precisamente ese tipo de prejuicio con el que quiero acabar con mis obras de caridad, conseguir que mi nombre suene como una nueva filántropa, junto al de los Rockefeller y al de los Pugh.
Parecemos felices en esa foto. La cojo entre mis manos. Es más ligera de lo que recordaba. Intento evocar la felicidad de la novia, pero ella ya no existe. No recuerdo cómo se sentía. En la foto, Brad sonríe. Raramente lo hace. Recuerdo que me dijo que le encantaron la iglesia, mi familia y la forma en que adornamos todos los coches con flores de papel para la procesión de recién casados por el casco antiguo. Le gustó mucho el posole, y las enchiladas y el pastel de la boda, elaborado por un gran chef de Santa Fe. Lo dijo. Y yo le creí, ¿o no? Tuvimos una maravillosa y apasionada luna de miel en Bali.
¿Qué pasó? ¿Qué fue de aquel hombre?
Cierro la puerta de mi oficina y llamo a casa. Brad no contesta, supongo que todavía está durmiendo y marco de nuevo. Últimamente duerme a todas horas. Es uno de los síntomas de la depresión, lo sé. Esta vez contesta.
– Soy yo -digo.
– Ah, hola. -Suena defraudado. Frío.
– Quería recordarte que estuvieras en casa cuando Consuelo vaya hoy. La última vez se te olvidó.
– ¿Es todo?
No lo es, pero no sé cómo plantear estas cosas.
– Sí -le contesto.
– De acuerdo.
Colgamos y se me parte el corazón. Siento como si tuviera la piel demasiado fina. Me estremezco aunque la temperatura en la oficina siempre esté a veinticuatro grados.
Espero cinco minutos, mirando fijamente las correcciones en tinta roja que he hecho en las pruebas e intento controlar los malos presentimientos que me suben al pecho. No quiero que mi corazón se desboque, no quiero esta subida de adrenalina. Respiro profundamente. Marco otra vez el número de casa.
– ¿Diga?
– Brad.
– Hola.
Estornuda y se suena la nariz.
No sé qué decir. Por alguna razón pienso que en mi familia, cuando alguien se resfriaba, nadie lo mimaba como he visto hacer en otras familias. Brad espera que lo cuiden así cuando está enfermo. No éramos lo que se podría llamar demostrativos. Yo nunca lo mimo.
Quiero preguntarle a Brad si recuerda lo que sentíamos el día de nuestra boda. Pero no puedo.
– Escucha -digo volviéndome hacia el ventanal para mirar la bulliciosa calle. Me aclaro la voz.
– Estaré aquí -dice-. No te preocupes.
– ¿Cómo? -me palpita el corazón.
– Cuando llegue Consuelo.
– Ah. No, no es eso.
Silencio. Un silencio largo, forzado.
– ¿Rebecca? -pregunta al fin-. ¿Estás ahí?
– Sí.
– ¿Qué quieres? Tengo cosas que leer.
– Nada, supongo.
– Bien. Te dejo entonces.
– No. Espera.
– ¿Qué?
– ¿Qué está pasando? -pregunto.
– ¿Qué quieres decir?
– Con… nosotros.
Esto es tan duro…
– Nada -dice en tono de burla.
– Por favor -digo.
– ¿Por favor qué?
– Dime qué está pasando.
– Te lo he dicho. Nada.
– ¿Podemos hacer un hueco para hablar de esto cara a cara?
Paso un bolígrafo entre los dedos y me vuelvo hacia el calendario de mesa.
Se ríe.
– Ah, ¿quieres decir concertar una cita?
– ¿Qué es tan gracioso? -pregunto.
Siento la cara caliente y tirante. Miro el reloj de pared; tengo media hora antes de ir al departamento de publicidad a buscar a Kelly para ir a la comida.
– Oh, Dios -dice riéndose-. Tú eres la graciosa. No sabes lo graciosa que eres. Eso es lo divertido.
– ¿Cómo?
– No importa. Adiós.
– No. Dime.
Suspira.
– ¿De verdad quieres saberlo? Te lo diré. No pretendía casarme con una ambiciosa burguesa blanca. ¿Feliz? Es como, como si te hubieras convertido en mi peor pesadilla.
¿Su peor pesadilla? Estoy boquiabierta.
– Tengo que dejarte -digo. Lucho contra el impulso de tirar el teléfono, aunque siento que me arde la mano-. Sólo estáte allí cuando llegue Consuelo. No se te olvide otra vez.
– Ah, claro. ¡Consuelo! Ésa es otra. ¿Cómo demonios puedes explotar a una mujer así?
– ¿Así cómo?
– Hispana.
– Ay, Dios. Me tengo que ir.
– Bien. Pero ¿puedes decirle a tu amiga la agente inmobiliaria que deje de llamar a todas horas? Estoy harto de hablar con ella. La odio.
– No puede llamar aquí. Dijiste que ayudarías.
– No quiero una casa de ladrillo visto. No la necesito. Odio a la gente así. No eres la de antes.
La sangre se agolpa en mis oídos y puedo oír los latidos de mi corazón.
– Entonces -susurro dando la espalda a la puerta cerrada de mi despacho-. Entonces ¿cómo creías que era?
– Terrenal.
– ¿Terrenal?
– Eso es. Terrenal. Como la madre Tierra.
– Brad, voy a colgar.
– Vale. Adiós.
No cuelgo. Él tampoco. Nos escuchamos respirar unos segundos e intento no llorar. Finalmente digo:
– ¿Por qué haces esto?
– Adiós, Rebecca.
Clic. Cuelga.
¿Terrenal?
Miro más fotos nuestras de hace tiempo. En ellas parezco aturdida y ruborizada. No nos conocíamos demasiado por aquel entonces, pero recuerdo estar entusiasmada con su fortuna. Seré honesta. Ése era el mayor atractivo, ése, su pelo claro y una bonita cara. Hay una foto en la que apoya su cabeza en mi hombro, agachándose porque es más alto que yo, y me doy cuenta de algo por primera vez. Parece que está rezando.
Nunca he conocido a sus padres. Su hermana y yo íbamos juntas a clases de steps, a veces salíamos de compras por la calle Newbury, y una tarde fuimos al Museo Isabella y Stuart Gardner con bocadillos de Au Bon Pain en el bolso. También esperaba que sus padres llegaran a querer conocerme. ¿Cómo iba a saber que me despreciaban tanto que empezarían a restringir la asignación que le pasaban a Brad? No tenía sentido. Durante meses intenté conectar con ellos, ganármelos con cartas y regalos. Mi padre incluso los llamó para invitarlos a pasar un fin de semana en nuestro rancho de Truchas, así podrían ver que llevamos en Nuevo México desde hace generaciones, que no somos inmigrantes. Me llamó y me contó que su madre le había dicho que no tenía ningún interés en ir a «México». ¿Sería posible que personas con tanto dinero fueran tan ignorantes?
Brad cerró ambos puños cuando le conté mi intento con sus padres y me dijo que era inútil; me recordó que a pesar de todo su dinero, sus padres nunca habían comprado un ordenador para casa, y que en su mansión no había un solo libro que no hubiera llevado él. Ni un libro de adorno, ni uno de cocina. Ni un solo libro.
– Son idiotas, Rebecca -me dijo.
Solía decirle que no dijera eso de sus padres. A mí me enseñaron a respetar a los mayores. Pero tenía razón. Les llamé y les dejé un mensaje explicándoles que Nuevo México era un estado, y que yo vengo de una rama de respetables políticos y hombres de negocios de allí, que descendemos de la realeza española, que procedemos de Andalucía, donde todos son blancos. No contestaron. Ahora parece que van a desheredar a Brad. Me lo ha contado su hermana.
Negaba rotundamente las acusaciones de mis amigos de ser una cazafortunas, pero ahora tengo que ser honesta conmigo misma; si Brad no hubiera sido hijo de un multimillonario, jamás me habría casado con él. Cierro los ojos y me concentro. Ya no volveré a pensar que le quiero, si es que alguna vez lo hice.
10.00 h: Cuando salgo a buscar a Kelly para nuestra reunión, paso por delante de mi asistente. Me detiene y me entrega un mensaje telefónico en papel rosa.
– André Cartier -dice, levantando una ceja.
Dudo que lo hiciera a propósito, pero lo hizo. No estoy segura de lo que insinúa con el gesto, pero parece como si pensara que tengo algo con André, o que es un hombre atractivo. La gente no tiene mucho control sobre los músculos faciales, que traicionan constantemente nuestros pensamientos si no los dominamos. Se llaman «microexpresiones». Los mentirosos profesionales y los políticos no las tienen. Bill Clinton nunca las tuvo, por ejemplo. Su cara hacía lo que él quería. Mi madre tampoco las tiene, y yo heredé ese regalo de ella. No importa lo mal que me sienta o los pensamientos negativos que me pasen por la mente, no soy el tipo de persona al que le pregunten: «¿Te pasa algo?». Sonrío serena y le quito el mensaje de la mano.
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