– Y odio el baloncesto, ¿de acuerdo? -digo.
Empiezo a llorar y miro fijamente al ahora grasiento mapa de Cuba. La Habana está empapada de aceite. Matanzas está cubierta con un trozo de carne de la ropa vieja que he tomado. Holgüín ha desaparecido bajo un frijol negro. Ninguna de las otras temerarias ha ensuciado tanto sus mantelitos. Claro que no. Miro mi suéter blanco, y, efectivamente, hay una mancha grasienta de salsa de tomate entre mis senos. Miro a las chicas y empiezo a hablar antes de comprender lo que estoy diciendo.
– Jovan puede escribir sobre una cancha de baloncesto y rompo a llorar convulsivamente: así es de bueno. Creo que lo amo, pero es un desastre para el amor. Es guapo pero, Dios, ¿cómo un escritor tan sensible puede ser un ser humano tan insensible? Es un mierda. Le odio.
Les hablo de mi creciente curiosidad por la peligrosa especie de tigre guapetón que merodea por este y otros vecindarios. Les digo que creo que los dominicanos son los hombres más atractivos del planeta. Les cuento mi sueño de salvar a uno de ellos, convertirlo en un profesional, pagarle la universidad o algo así.
– Al menos me gustaría tener uno, ¿sabéis a lo que me refiero? Sólo para ver lo que se siente.
Rebecca rompe su silencio, y sonriendo amablemente dice:
– Lauren, espero que no te moleste lo que te voy a decir. Te respeto mucho, pero tienes una vena realmente autodestructiva. Deberías cuidarte más. Tienes que dejar de sentirte atraída por esa clase de gánsteres que sólo pueden perjudicarte. No quiero tener que ir a identificar tu cuerpo al Hospital Municipal.
– Sólo porque sea negro americano no significa que Jovan sea un gánster -digo molesta-. Es escritor. Un escritor asombroso.
– Otra vez el tema racial -dice Liz-. Siempre estás con lo mismo.
– Eso es tan racista -le dice Amber a Rebecca-. Tendrías que analizar tus odios.
– Me refería a Ed -dice Rebecca con una tensa y diminuta sonrisa-. A Jovan ni siquiera lo conozco, aunque me gustan sus artículos. No soy racista.
– Y Ed no es un gánster -digo.
– Oh, por favor, doña «me-gustan-los-negros-pero-nunca-sal-dría-con-uno» -le dice Amber a Rebecca-. ¿Que no eres racista?
Y se ríe; me impresiona de nuevo el grave poder de su voz.
Rebecca la ignora, y arqueando una ceja perfectamente depilada inclina la cabeza como diciendo: «¿Estás segura?». Odio cuando hace eso.
– ¿Qué quieres decir? ¡No lo es! ¡Escribe los discursos del alcalde de Nueva York!
Algunas de las temerarias se ríen de semejante defensa.
– Ah, Ed está bien -dice Sara encogiendo los hombros-. Se portó de maravilla cuando fuimos a esquiar. Un verdadero caballero. Aférrate a él, cariño.
– Eh, por favor, ¿y tú cómo lo sabes? -bromea Elizabeth-. Oí decir que te pasaste el día deslizándote por las pendientes sobre tu culito.
– Ten cuidado, mi'ja -Usnavys bromea con Elizabeth-. Estás a punto de actuar de forma poco cristiana. No dejes que nadie, nadie, te pille.
Elizabeth pestañea despacio, molesta.
– Los cristianos también tienen derecho a divertirse.
– Es verdad -digo refiriéndome a lo del esquí de Sara-. Es una pésima esquiadora. Fui testigo. Fue realmente penoso.
– Por favor -dice Amber-. Es un falso indio. No os fiéis de los fabos indios.
– ¿Quién es un falso indio? -pregunta Usnavys.
– Ed -dice Amber.
– ¿Qué demonios es un «falso indio»? -pregunta Rebecca.
– Alguien como tú -dice Amber-, que niega sus maravillosas raíces oscuras.
– Otra vez no.
Rebecca pone los ojos en blanco. Se cruza de brazos.
– A mí me parece que Ed tiene… sus virtudes -susurra Usnavys, pero su expresión la delata.
Traga su mentira con un sorbo de vino y aparta la mirada.
– Di una -exige Elizabeth, sonriente, golpeando la mesa con la palma de la mano.
– ¡Ay, bendito sea! -protesta Usnavys, mirando a Elizabeth con fingida sorpresa y una mano en el pecho-. Por Dios, ¿qué clase de cristiana da esos golpes en la mesa?
– Hablo en serio -dice Elizabeth ignorando a Usnavys-. Decidme una buena cualidad de Ed. Sólo una. Es lo único que pido.
Levanta los hombros hasta las orejas y extiende las manos como si esperara un regalo que sabe que no llegará.
Silencio. Sonrisas divertidas alrededor.
Risa. «Sois unas zorras demasiado sinceras.»
– ¿Ves? -pregunta Elizabeth. Relaja los hombros y se sacude las palmas de las manos. Me mira y me señala con un dedo muy largo-: Puedes conseguir algo mejor. Y debes hacerlo.
– ¡Callad, chicas! -grito-. Me voy a casar con él. ¿Os acordáis? ¡Mirad este anillo! No está mal, ¿no?
Amber pone los ojos en blanco. Elizabeth se muerde el labio para ahogar una risa. Rebecca mira el reloj. Sara oculta con la mano derecha su fantástico anillo de compromiso/boda y levanta las cejas con una sonrisa deliberadamente caritativa. Usnavys traga, sonríe y dice:
– Sí, seguro.
Pero se encoge de hombros.
– Es bisutería -digo.
Pongo el anillo bocabajo y lo tapo con una mano. Rebecca deja de mirar el reloj y aprieta los labios.
– Está bastante bien -media Sara, ocultando su mano con el anillo bajo la mesa-. Un anillo es un anillo.
– Ni siquiera me ha regalado un buen anillo -digo. Lo destapo y examino de nuevo la piedra-. Es posible que ni siquiera sea un verdadero diamante. Será un zirconio.
– Nena, es un anillo -dice Usnavys, exhibe su dedo anular desnudo y lo señala con la otra mano-. Eso es lo importante.
– Los anillos son símbolos de propiedad -dice Amber comiéndose las uñas, cortas y negras, y escupiendo trocitos al suelo-. ¿Por qué desear algo así?
– Ay, ¡por favor! -dice Rebecca toqueteando su carísimo repertorio de anillos-. No todo el mundo aspira a celebrar descalzo una boda maya a la que no invitar a los amigos.
Amber le lanza una mirada de odio:
– Azteca.
– Tiene el doctorado en Políticas por Columbia -digo-. Algún día presentará su candidatura. ¡Besa a los bebés! Da la mano. Conquistó a mi inconquistable abuela. ¡Es increíble!
A pesar de cubrirse la boca con la mano derecha y de su mirada comprensiva, Sara termina riéndose:
– Lo siento -dice-. Es tan gracioso…
– Hace mucho tiempo que los gánsteres administran Nueva York -dice Amber con una expresión triste en la mirada.
Saca un cuaderno de su bolsillo y empieza a garabatear.
– Odio que hagas eso -le digo-. Estamos intentando hablar y tú empiezas a escribir.
Amber me ignora.
– Es una artista -explica Usnavys-. Crea siempre que la musa le muerde su flaco culito.
– No creo que Nueva York pudiera funcionar de otra manera -añade Sara, colocándose una mano sobre la tripa-. Roberto tiene muchos amigos en Nueva York, y la mafia todavía lo controla todo, incluso ahora. Los muelles y demás, hasta los puentes. Es una isla: si controlas los puentes, controlas la ciudad.
– Sólo digo que tengas cuidado, Lauren -concluye Rebecca.
Sonríe presuntuosamente mientras coloca su esquelética mano sobre la mía. Su manicura es mejor. Hasta ahora lucía orgullosa mi manicura. Ahora me doy cuenta de que es vulgar; los bordes demasiado cuadrados y el color inapropiado. Rebecca produce este efecto en mí.
– Tienes todo a tu favor. Si dedicaras a tu vida personal la mitad de la energía que dedicas a tu escritura, estarías en forma.
– Secundo la moción -dice Elizabeth.
– Creía que me queríais -digo. El local gira como… como, pues como Brad-: Creía que erais mis amigas.
– Si no lo fuéramos, te diríamos que te casaras con ese tipo -dice Amber, resurgiendo de su limbo creativo con una mirada de sacerdotisa azteca sin pizca de humor. Feroz-. A veces necesitas que te guíen, porque sola te pierdes.
Usnavys ve el dolor en mi mirada, el aterrorizado dolor de quien ve su imagen reflejada en un espejo cuando peor aspecto tiene, y cambia de conversación.
– Eh -dice-. Tengo algo para vosotras.
Rebusca en los bolsillos de su abrigo de piel y saca cinco cajitas envueltas en papel de elegante diseño.
– ¿Qué es esto? -pregunta Sara, echándose hacia delante.
– Unas cositas -dice Usnavys distribuyéndolas, una para cada una.
Cojo una cajita y empiezo a agitarla. No sé por qué, pero tengo ganas de llorar.
– ¿A qué esperáis, sucias? -dice Usnavys, agitando la mano para simular desprecio-. ¡Abridlas ya!
Empezamos a desenvolver los regalos y descubrimos las caji- tas azul claro de Tiffany. Dentro hay un resplandeciente colgante en forma de corazón, de oro, con nuestras iniciales grabadas delante, y una sola palabra en la parte de atrás: «Temerarias». No tienen el precio puesto; no se devolverán. Estará pagándolos durante meses. Esta pequenez debe de haber costado diez veces más que el mejor regalo que me haya hecho Ed. Me empiezan a temblar las piernas, luego el torso, las manos y finalmente la cara, entonces rompo a llorar.
– Ay, Dios mío -dice Usnavys poniendo los ojos en blanco-. ¡Qué llorona!
Pero se levanta, se aproxima y me abraza.
– Mujer, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? Cuéntaselo a las temerarias. Estamos aquí para eso.
Miro alrededor de la mesa a estas personas, a estas increíbles, amorosas y generosas personas, y pienso en Ed, en Jovan, en todos los hombres a los que he cometido el error de dejar entrar en mi corazón, en lo vacía que cada uno de ellos me ha hecho sentir. Papi. Agito la cabeza y empiezo a sollozar.
– Es simplemente… -empiezo y me callo. Miro a Rebecca, y hasta ella me parece simpática-. Es tan bonito, tan amable. Es increíblemente increíble. Y es tan sólo…
Dentro de mi cabeza oigo cómo arrastro palabras ebrias, como si estuviera en otro sitio viendo cómo todo se derrumba. Una parte de mí se avergüenza, la otra no puede dejar de hablar, como de costumbre.
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