– ¿Qué palabras son ésas? ¿Qué es lo que dice?
Pensé unos momentos, luego negué con la cabeza.
– No lo recuerdo.
Me miró fijamente.
– Inténtelo. Cierre los ojos.
Hice lo que me decía y permanecí inmóvil todo el tiempo que pude, con Jean-Paul en silencio a mi lado. Precisamente cuando estaba a punto de renunciar, un fragmento se me pasó por la cabeza.
– Je suis un pot cassé -dije de repente.
Abrí los ojos.
– ¿«Soy una olla rota»? ¿De dónde ha salido eso?
Jean-Paul pareció sorprendido
– ¿No recuerda nada más?
Cerré los ojos otra vez.
– Tu es ma tour et forteresse -murmuré por fin.
Abrí los ojos. El rostro de Jean-Paul presentaba arrugas de concentración y parecía haberse ido muy lejos. Me di cuenta de que su cerebro trabajaba, de que recorría la vasta llanura de la memoria, de que escudriñaba y rechazaba, hasta que algo hizo clic y regresó a mi lado. Fijó la mirada en el anuncio de los helados y empezó a recitar:
Entre tous ceux-là qui me haient
Mes voisins j 'aperçois
Avoir honte de moi:
Il semble que mes amis aient
Horreur de ma rencontre,
Quand dehors je me montre.
Je suis hors de leur souvenance,
Ainsi qu un trespassé.
Je suis un pot casse [1]
Mientras Jean-Paul hablaba yo, sentía una opresión en la garganta y detrás de los ojos una pena muy honda. Me agarré con fuerza a los brazos del asiento, apretando mucho el cuerpo contra el respaldo como para apuntalarme. Cuando Jean-Paul terminó, tuve que tragar Para aligerarme 1a garganta.
– ¿Qué es? -pregunté en voz baja.
– El salmo treinta y uno.
Fruncí el ceño.
– ¿Un salmo? ¿De la Biblia?
– Sí.
– ¿Cómo es posible que lo conozca? ¡No se ningún salmo! No los sé en inglés y mucho menos en francés. Pero esas palabras me resultan muy familiares. Debo de haberlas oído en algún sitio. ¿Cómo es que usted las sabe?
– La Iglesia. Cuando era pequeño teníamos que aprendernos muchos salmos de memoria. Pero también tuve que estudiarlos en cierta época.
– ¿Estudió salmos para hacerse bibliotecario?
– No, no; antes de eso, cuando me dedicaba a la historia. La historia del Languedoc. Ésa es mi verdadera especialidad.
– ¿Qué es el Languedoc?
– Toda la zona en la que estamos. Desde Toulouse y los Pirineos hasta el Ródano -sobre el mapa de la servilleta dibujó otro círculo que abarcaba la región de las Cevenas y buena parte del cuello y el morro de la vaca-. Se le puso ese nombre por la lengua que se hablaba aquí en otro tiempo. Oc era su palabra para decir oui. Langue d'Oc.
– ¿Qué tiene que ver el salmo con el Languedoc? Vaciló un instante.
– Sí, no deja de ser curioso. Es un salmo que recitaban los hugonotes cuando les iban mal las cosas.
Aquella noche, después de cenar, le conté por fin el sueño a Rick, y le describí, con la mayor exactitud que pude, el azul, las voces, el ambiente. También me callé algunas cosas. No le dije que había hablado de todo ello con Jean-Paul, que las palabras pertenecían a un salmo, y que sólo soñaba con el azul después de hacer el amor. Como tuve que revisar y escoger lo que le decía, el proceso fue menos espontáneo y mucho menos terapéutico que en el caso de Jean-Paul, cuando todo había brotado de manera involuntaria y con la mayor naturalidad. Ahora que lo contaba más para beneficio de Rick que para el mío propio, descubrí que tenía que darle más forma de relato, por lo que empezó a distanciarse de mí y a adquirir su propia vida imaginaria.
Rick también se lo tomó así. Quizá fuera la forma en que yo lo contaba, pero lo escuchó como si al mismo tiempo estuviera prestando atención a otra cosa, una radio de fondo o una conversación en la calle. No me hizo ninguna pregunta al estilo de las de Jean-Paul.
– Rick, ¿me estás escuchando? -acabé por preguntarle, tirándole de la coleta.
– Claro que sí. Has tenido pesadillas. Acerca del color azul.
– Sólo quería que lo supieras. Es el motivo de que haya estado tan cansada últimamente.
– Deberías despertarme cuando las tengas.
– Es verdad -pero me daba cuenta de que no lo haría. En California lo habría despertado la primera vez sin esperar a más. Algo había cambiado; dado que Rick parecía el mismo de siempre, tenía que ser yo.
– ¿Qué tal van tus estudios?
Me encogí de hombros, irritada al ver que cambiaba de tema.
– Bien. No. Terrible. No. A veces me pregunto cómo va a ser posible que atienda partos en francés. No pude decir la palabra justa cuando el bebé se estaba ahogando. Si ni siquiera soy capaz de hacer eso, ¿cómo voy a asistir a una mujer durante el parto?
– Pero en Estados Unidos atendías a las hispanas sin problemas.
Aquello era diferente. Quizá no supieran inglés, pero tampoco esperaban que yo hablase español. Y aquí todo el equipo hospitalario, todos los medicamentos y las dosificaciones, todo está en francés.
Rick se inclinó hacia adelante, los codos bien anclados en la mesa, el plato a un lado.
– Oye, Ella, ¿qué ha sido de tu optimismo? ¿No irás a comportarte como si fueras francesa, verdad? Ya tengo bastante de eso en el trabajo.
Aunque sabía que acababa de mostrarme crítica con el pesimismo de Jean-Paul, procedí a repetir sus palabras.
– Sólo trato de ser realista.
– Sí, claro. Eso también lo he oído en el trabajo.
Abrí la boca para darle una réplica cortante, pero no lo hice. Era cierto que me sentía menos optimista; quizá estaba asimilando la actitud cínica de los franceses que me rodeaban. Rick daba un giro positivo a todo; era su actitud positiva lo que le había llevado al éxito. El porqué de que la empresa francesa lo hubiera llamado; la razón de que estuviéramos allí. Cerré la boca, tragándome el pesimismo.
Aquella noche hicimos el amor, y Rick evitó cuidadosamente mi psoriasis. Después esperé pacientemente a dormirme y a tener la pesadilla. Cuando llegó fue menos impresionista, más tangible que nunca. El azul colgaba sobre mí como una lámina brillante, balanceándose hacia adentro y hacia fuera, adquiriendo textura y forma. Al despertarme, las lágrimas me corrían por las mejillas y era mi voz lo que resonaba en mis oídos. No me moví.
– Un vestido -susurré-. Era un vestido.
Por la mañana fui corriendo a la biblioteca, pero sólo encontré a la colega de Jean-Paul, y tuve que volverme de espaldas para ocultar mi decepción e irritación por aquella ausencia inesperada. Deambulé, perdida, por las dos habitaciones, seguida por la mirada de la bibliotecaria. Finalmente le pregunté si Jean-Paul aparecería por allí en algún momento del día.
– No, no -respondió, frunciendo un poco el ceño-. Faltará unos cuantos días. Se ha marchado a París.
– ¿París? ¿Por qué?
Me miró, sorprendida ante mi pregunta.
– Se casa su hermana. Regresará después del fin de semana.
– Oh. Merci -dije antes de marcharme. Era extraño pensar en Jean-Paul con una hermana, una familia. Maldita sea, pensé, descendiendo pesadamente las escaleras hasta salir a la plaza. Madame, la de la boulangerie, se hallaba junto a la fuente, conversando con la mujer que me había permitido descubrir la biblioteca. Las dos dejaron de hablar y me miraron un buen rato antes de reanudar su charla. Váyanse al diablo, pensé. Nunca me había sentido ni tan aislada ni tan llamativa.
Aquel domingo nos invitaron a comer en casa de uno de los colegas de Rick, nuestra primera actividad verdaderamente social desde el traslado a Francia, descontando las ocasiones improvisadas y rápidas en las que habíamos tomado una copa con conocidos de Rick del trabajo. Estaba nerviosa y mi preocupación se centró en la ropa. No tenía ni idea de lo que significaba un almuerzo dominical desde el punto de vista francés, ignoraba si había que ponerse de tiros largos o no.
– ¿Tengo que ir bien vestida? -importuné a Rick una y otra vez.
– Lleva lo que quieras -replicaba sin ayudarme en lo más mínimo-. Les dará lo mismo.
Pero no a mí, pensé, si llevo lo que no debo.
Estaba el problema añadido de mis brazos: era un día caluroso, pero no soportaría las miradas furtivas a mi piel deteriorada. Finalmente elegí un vestido sin mangas, de color hueso, que me llegaba hasta media pantorrilla y una chaqueta blanca de lino. Me pareció que con aquel conjunto encajaría más o menos en cualquier ambiente, pero cuando nuestros anfitriones abrieron la puerta de su gran casa en las afueras y vi los vaqueros y la camiseta blanca de Chantal y los pantalones cortos de color caqui de Olivier, me sentí, al mismo tiempo, demasiado arreglada y pasada de moda. Me sonrieron cortésmente y sonrieron de nuevo al aceptar las flores y el vino que les llevábamos, pero me fijé en que Chantal abandonó las flores, todavía envueltas, en un aparador del comedor, y que nuestra botella, cuidadosamente elegida, no apareció en la mesa durante el almuerzo.
Tenían dos hijos, chica y chico, tan corteses y tranquilos que ni siquiera me enteré de cómo se llamaban. Al final de la comida se levantaron y desaparecieron en el interior de la casa como llamados por una campana que sólo los niños pudieran oír. Probablemente se fueron a ver la televisión y, a decir verdad, hubiera preferido acompañarlos: la conversación entre nosotros, los adultos, me pareció aburrida y en ocasiones desmoralizadora. Rick y Olivier pasaron casi todo el tiempo analizando, en inglés, los negocios de su empresa. Chantal y yo charlamos incómodamente en una mezcla de francés e inglés. Yo trataba de hablar sólo en francés, pero ella se pasaba una y otra vez al inglés cuando tenía la impresión de que me perdía. Hubiera sido descortés por mi parte seguir hablando en francés, de manera que me pasaba al inglés hasta que hacíamos una pausa; entonces iniciaba otro tema en francés. El diálogo se convirtió en un cortés forcejeo entre las dos, creo que Chantal disfrutaba un tanto demostrando que su inglés era mucho mejor que mi francés. Y no le interesaban las trivialidades; en el espacio de diez minutos había repasado todos los grandes problemas del mundo y me miraba desdeñosa cuando yo no tenía una respuesta contundente para cada uno de ellos.
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