Ahora fue sir John el que intervino:
—¡Protesto, milord! Mi distinguido colega está fantaseando e intenta influir en el testigo...
Pero el juez ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca.
—Con su permiso, milord, yo mismo responderé a sir Desmond. He jurado decir la verdad y voy a decirla toda. Sí, yo quería a sir Eric y él me correspondía. Es bastante natural, ¿no?, teniendo en cuenta que era mi padre.
El murmullo del público llenó de nuevo la sala y por un instante el abogado se quedó desconcertado. Sus ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a una fina hendidura gris semejante a una lámina de pizarra. La prensa, en su banco, se puso en movimiento.
—¿Su padre? ¿De dónde ha sacado eso?
—Él mismo me lo dijo. Más aún, me lo escribió. Tengo con qué demostrarlo ampliamente...
—¿Y cómo es que no lo reconoció?
—Por respeto a la reputación de mi madre y al honor del que me hacía de padre. Los dos han muerto ya... y yo he jurado decir la verdad. ¿Comprende ahora por qué le quería? No me dio su apellido, pero nunca me abandonó. Veló por mí de lejos. Fui a los mejores colegios: Eton, Oxford... Cuando me diplomé, me llevó a trabajar con él.
Sir Desmond se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y enjugó las gotas de sudor que brotaban a través de la peluca. Evidentemente, no se esperaba ese incidente que había alterado al público y buscaba una réplica. Para darse tiempo, preguntó:
—¿Puede decirnos algo más al respecto?
—Sir Desmond —dijo el juez con firme severidad—, no prosiga su interrogatorio en una dirección que no tiene nada que ver con este caso. Las razones por las que el nacimiento de este joven permaneció en secreto no incumben a nadie. Creo que exponerlas sería ir en contra de los deseos de sir Eric Ferrals. Puede continuar.
—Por el momento no tengo más preguntas, milord.
John Sutton saludó al Tribunal, al jurado, y se retiró. Su mirada no había rozado en ningún momento la cabeza rubia de la acusada.
—¡Vaya, esto sí que es una noticia! —susurró Adalbert—. Curiosa familia, la del pobre Ferrals.
—Mucho me temo que esto no va a beneficiar a Anielka —repuso Aldo—. Un secretario despechado, amargado, rencoroso... podía prestarse a manipulaciones, pero un hijo... El jurado debe de haberse quedado muy impresionado.
—No hay que precipitarse. Esperemos a ver qué pasa ahora.
Siguió el interrogatorio del mayordomo y de Wanda. El primero, Soames, se presentó como el modelo de sirviente discreto que se niega a dejar que las habladurías de cocina lleguen hasta su altura.
Así pues, pasó deliberadamente por alto las relaciones de lady Ferrals con el sirviente polaco.
—Ese hombre hacía bien su trabajo, era educado y discreto. Nunca tuve ninguna queja de él. Por otra parte, como no sé polaco, me era imposible entender lo que milady le decía cuando se dirigía a él.
Al ser preguntado sobre las relaciones entre sus señores, se limitó a declarar que había, efectivamente, fricciones, momentos tensos, pero que eso no era sorprendente en un matrimonio formado por seres tan distintos. En cuanto a la escena violenta de la última noche, él no se había enterado de nada.
—Lo que sucede en los dormitorios se encuentra en el nivel de las doncellas y los ayudas de cámara, no en el mío.
—¡Un sirviente modélico! —murmuró Morosini—. No ve nada, no oye nada y no dice nada. Habrían podido perfectamente prescindir de él...
—Seguro que Wanda es más interesante.
Pero Wanda quedó para más tarde. Después de sacar el reloj de su torrente de púrpura y armiño, sir Edward Collins declaró que había llegado la hora del lunch y que le parecía conveniente interrumpir la sesión. Ésta se reanudaría a las dos y media de la tarde.
Contentos de alejarse un rato de la atmósfera opresiva del Tribunal, los dos amigos decidieron ir a comer al Savoy. Aldo, con su habitual galantería, propuso llevar con ellos a lady Danvers, pero ésta, tras su lamentable declaración, había sido autorizada a irse a descansar un poco y no la encontraron.
En cambio, la salida del público les reservaba una sorpresa a la que gustosamente habrían renunciado. En el gran vestíbulo de Old Bailey, se acercó a ellos lady Ribblesdale, quien se colgó sin ningún preámbulo del brazo de Aldo.
—Me he sentido agradablemente sorprendida al verlo en la sala, mi pequeño príncipe —dijo—. No sabía que había vuelto. ¿Cómo es que todavía no ha venido a verme? Supongo que me habrá traído lo que me prometió.
—Yo no prometí nada, lady Ribblesdale —repuso él, esforzándose en ocultar el desagrado que le causaban el encuentro y la manía que tenía aquella mujer de llamarlo «su pequeño príncipe»—, y menos mal que no lo hice, porque nada he traído. Tenía intención de escribirle para decírselo.
Ella se detuvo en seco y le soltó el brazo para fusilarlo mejor con su mirada negra.
—¿Qué me está diciendo? ¿No tendré mi diamante histórico?
—No. Con gran pesar por mi parte, créame, pero cuando llegué a Venecia su propietaria acababa de morir y sus herederos no quieren vender a ningún precio. Es comprensible, claro, porque llevan años esperando que esa piedra vaya a parar a sus manos. Lo siento muchísimo, pero he vuelto con el morral vacío.
—Con el morral vacío..., ¡vaya expresión! ¿Y qué hago yo ahora?
—Pues tendrá que confiar en que Scotland Yard encuentre pronto la Rosa de York.
—¡Pfff!... ¡Unos inútiles! En este tipo de asuntos, habría que encargar la investigación a mujeres. Nosotras tenemos un sexto sentido para descubrir las joyas. Las..., ¿cómo lo diría?..., las olemos. Sí, eso es, las olemos.
—¿Igual que los cerdos huelen las trufas? —masculló Vidal-Pellicorne demasiado bajo para ser oído.
Ava, ajena al comentario, comenzó a soltar un discurso sobre las asombrosas capacidades femeninas, sin las que los desdichados hombres no serían nada.
—¡Mire a mi hija! Sigue en Egipto, y estoy segura de que si ese tal Carter ha descubierto la tumba de Tu..., bueno, de ese faraón, es porque Alice está cerca de él. El fluido, ¿comprende?
«¡Señor! —pensó Aldo—. Si lo anima a hablar sobre egiptología, Adal es capaz de invitarla a comer.»
Pero enseguida pudo respirar aliviado. El arqueólogo, por el contrario, felicitó a la afortunada madre de ese joven genio, pero le rogó que los disculpara, pues estaban esperándolos para comer.
—No tiene importancia, nos veremos más tarde. Mi intención es asistir al juicio hasta el final. Nunca he oído pronunciar una sentencia de muerte y debe de ser muy excitante.
—¡Qué mujer más insoportable! —exclamó Morosini cuando se hubieron alejado un poco—. Como si este asunto no fuera ya suficientemente penoso, encima hay que soportar a esas hienas de salón olfateando la muerte.
—Ella y sus semejantes se sentirán decepcionadas, hay que confiar en ello.
—Pero tú no estás muy convencido, ¿verdad? A mí me pasa lo mismo. Las cosas no están yendo como yo pensaba.
—Sólo se ha celebrado una sesión. Todavía no hay nada decidido.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo las esperanzas iban disminuyendo. Varios criados fueron llamados a declarar. Ninguno acusó a Anielka, pero a través de sus testimonios el clima de desavenencia entre los dos esposos se hacía más presente, más agobiante, y ello pese a los esfuerzos de sir Desmond, que desplegaba una extraordinaria energía. Todavía fue peor cuando salió a declarar Sally Penkowski, la amiga de infancia de Bertram Cootes. Aldo comprendió entonces que era ella quien aportaba las nuevas pruebas contra lady Ferrals.
Lo que Sally tenía que decir se resumía en pocas palabras: alrededor de una semana antes de la muerte de sir Eric, había sorprendido a su señora en el gabinete de trabajo; ésta había abierto el falso panel de la biblioteca y estaba inclinada sobre la puerta del armario frigorífico.
—¿Estaba abriéndolo... o intentando abrirlo? —preguntó sir John Dixon.
—Eso es lo que me pareció. Pero, cuando se percató de mi presencia, se incorporó, cerró el panel encogiéndose de hombros y se retiró.
—¿Parecía molesta?
—La verdad es que no. Incluso vi en sus labios una sonrisita.
—¡Dios nos asista! —gimió Aldo—. ¿Qué hacía ahí?
Sir Desmond se encargó de dar una respuesta al pasar a interrogar a la testigo.
—No sé por qué se concede tanta importancia a este testimonio. Lady Ferrals estaba en su casa en todas las habitaciones de esa mansión y no tiene nada de extraordinario que se sintiera tentada de abrir lo que era el juguete preferido de su esposo. Su presencia en el despacho no tiene, pues, nada de sorprendente. En cambio, la suya, Sally Penkowski, sí me parece curiosa. Usted es una de las doncellas de Grosvenor Square. Como tal, se ocupa de los dormitorios y de forma particular de atender a lady Ferrals. Me gustaría saber qué iba a hacer al gabinete de sir Eric. Esa estancia es cosa de los lacayos.
Bajo el sombrero de fieltro marrón oscuro calado hasta los ojos azules, Sally —una chica, por lo demás, bastante bonita— se puso roja como un tomate. Retorcía los guantes entre las manos sin decidirse a contestar.
—¿Y bien? —insistió el abogado—. ¿Debo concluir por su silencio que espiaba a su señora? En tal caso, tendrá que explicarnos por qué. Si me atengo a lo que ha dicho al principio de su declaración, siempre se ha mostrado amable con usted.
—Es cierto. Y yo... no la espiaba, lo juro.
—Ya ha jurado una vez. Entonces, ¿qué hacía?
—Buscaba a... Stanislas.
—Digamos que al que conocía con ese nombre. ¿Y por qué?
Sally vaciló de nuevo.
—Bueno —se decidió finalmente a responder—, confieso que sentía mucha simpatía por él... e incluso amistad...
—¿Y quizás algo más?
—No..., no sé..., pero compréndalo, es polaco como yo...
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