—Decididamente, estoy haciéndome viejo —constató—. Antes de la guerra, podía pasar tres días sin dormir y estar más fresco que una rosa. Habría que pensar en eso antes de interesarse por una muchacha de veinte años.

—De todas formas, la marcha nupcial está lejos de sonar para vosotros dos, así que pasa una buena noche y no pienses más en eso —dijo Adalbert con una media sonrisa burlona—. Iremos mañana durante el día; parecerá más natural.

El tiempo no influía en la actividad comercial de Whitechapel. El taxi que llevaba a los dos hombres se abría paso con precaución entre la multitud que atestaba la calle, estrechada por las mesas llenas de mercancías pegadas a las tiendas. Vendedores judíos en mangas de camisa bramaban a cuál más y mejor proclamando la excelencia de sus productos. Ropa blanca de textura basta, prendas de vestir más o menos usadas, zapatos, sombreros, chalecos de fantasía, relojes, telas..., se ofrecía de todo, se vendía de todo. Mujeres perdidas de barro, tocadas con casquetes de hombre y ciñéndose al cuerpo chales agujereados discutían los precios en yiddish, interrumpiéndose sólo para reclamar la presencia junto a ellas de unos niños sucios que intentaban escabullirse. Justo el tiempo de propinar un pescozón y reanudaban el regateo.

El establecimiento del sastre se encontraba enfrente de una pequeña sinagoga, pero el taxi no se detuvo allí. Adalbert le indicó una plaza situada a un centenar de metros y le pidió que los esperara después de haberle pagado una parte de la carrera y prometido una buena propina.

Cuando los dos hombres llegaron delante de la tienda, constataron que estaba cerrada con candado y que no se veía ninguna señal de vida al otro lado del escaparate. Ni tampoco en el piso donde el sastre tenía su vivienda.

—¿Adonde habrá ido? —masculló Vidal-Pellicorne girando sobre sí mismo como cuando uno se encuentra ante una puerta cerrada y espera ver aparecer al propietario.

Quien apareció fue una mujer gorda que venía del mercado cargada con una pesada cesta rebosante de puerros y coles.

—¿Buscan al sastre, caballeros? —preguntó con una amplia sonrisa.

—Sí—respondió Aldo—. Hemos oído elogiar su habilidad.

La mirada experta de la mujer examinó las prendas que vestían los visitantes.

—No es en absoluto su estilo —constató—, aunque al fin y al cabo eso es cosa suya. Pero hoy pierden el tiempo, porque Ebenezer no está. Soy su vecina y lo he visto salir esta mañana con una bolsa de viaje.

—Si es su vecina, supongo que le habrá dicho algo.

—No, no me ha dicho nada. No es muy hablador, ¿saben? Antes le hacía las tareas domésticas, pero tuvimos unas palabras, así que ahora se las apaña solo.

—Puesto que parece conocerlo, ¿no tendrá alguna idea de adonde ha podido ir?

—¡Ni la más remota! Por lo que yo sé, está solo en el mundo, y nunca se le ve ir a ninguna parte.

—¿No tendrá quizás una casa en el campo?

La mujer estuvo a punto de partirse de risa.

—¿Ustedes creen que la gente de Whitechapel tiene medios para permitirse esos lujos? No, caballeros, no puedo decirles nada más... Ah, sí, que parecía tener mucha prisa.

—Bien, pues volveremos dentro de unos días —dijo Morosini mientras sacaba unas monedas del bolsillo ante la mirada interesada de la vecina, que las aceptó encantada.

—Me extrañaría que estuviese mucho tiempo fuera —añadió—. Si quieren que los avise cuando vuelva, déjenme su dirección.

—No, no hace falta. Si se tercia, pasaremos de nuevo...

Tras despedirse de la vecina, volvieron sobre sus pasos en busca del taxi.

—¡Qué raro! Se diría que a nuestro hombre le ha entrado miedo —comentó Vidal-Pellicorne.

—Sí, esto tiene todo el aspecto de una huida. ¿Y la otra noche no tuvo ningún reparo en contarte la historia de la piedra judía?

—No, incluso parecía bastante contento de hablar de ella. A mí me recordó a un niño que conoce una bonita leyenda y le gusta contarla una y otra vez.

—¿Una bonita leyenda que acaba con un doble asesinato?

—Bueno, ya sabes que los judíos están acostumbrados a las desgracias. Empezó a sentir miedo cuando lo presioné un poco para saber si en la época del robo había sospechado de alguien... Eso es lo que me resulta sorprendente. Al fin y al cabo, hace diez años que pasó. Y si está asustado, ¿por qué le habló del asunto a Bertram Cootes?

—No nada en la abundancia y un poco de dinero nunca viene mal. ¿Qué hacemos ahora? Quizá sería conveniente que Scotland Yard buscara al sastre —propuso Aldo.

—Ese pobre tipo ya ha tenido bastantes complicaciones y Warren está desbordado con el asunto del diamante y el caso Ferrals. No hay más que esperar. Quizás Ebenezer acabe por regresar.

El taxi acababa de emprender el camino de vuelta, igual de abarrotado que en la ida, lo que obligaba al chófer a circular muy despacio, cuando de pronto Aldo asió por el brazo a su amigo.

—Mira a esos dos hombres que están parados delante de la tienda de ultramarinos.

—¿Uno con un abrigo negro y el otro con un abrigo gris y una gorra calada hasta las cejas?

—Sí. Fíjate bien en el del abrigo negro. Lo conoces.

Una discusión entre dos comerciantes acababa de obligar al coche a detenerse, lo que permitió a Adalbert observar mejor al personaje enfrascado en una animada conversación.

—Parece... —dijo por fin—, sí, es nuestro viejo amigo el conde Solmanski. En cuanto al otro...

—Ya lo vi con él la otra noche; es el cura de la iglesia polaca de Shadwell. En cuanto a lo que hacen aquí, en pleno barrio judío, sé tanto como tú. Pero ¿por qué no estiramos un poco las piernas?

Aldo se disponía a pagar al taxista antes de bajar cuando Adalbert lo detuvo con un gesto. Solrrianski y su compañero acababan de ponerse en marcha para ir hasta un coche estacionado en una calleja transversal. Montaron en él y el vehículo arrancó. Al cabo de un momento, la discusión terminó por fin y el taxi reanudó su camino.

—Siga a ese coche lo más discretamente posible —ordenó el arqueólogo.

Sin embargo, la vigilancia resultó decepcionante: el polaco simplemente acompañó a su compatriota a la iglesia, tras lo cual se hizo llevar al Claridge. Aldo y Adalbert regresaron a su casa prometiéndose tratar de averiguar algo más sobre los movimientos del padre de Anielka.

Una sorpresa desagradable los esperaba allí: en unas breves frases, el superintendente Warren los informó de que el juicio de lady Ferrals había sido fijado para el lunes 10 de diciembre, ya que se habían encontrado nuevas pruebas contra la joven.

11. El juicio

El juicio contra Anielka comenzó una de las escasas mañanas soleadas de que se disfrutaba en Londres. Así pues, Aldo y Adalbert decidieron pasar por la orilla del Támesis para dirigirse al lugar donde iba a desarrollarse el drama, Central Criminal Court, más conocido con el nombre de Old Bailey, a fin de aprovechar un momento de excepcional calidez antes de sumergirse en las tinieblas de un caso que se presentaba cada vez peor.

Pese a sus minuciosas indagaciones, la policía no había logrado echarle el guante a Ladislas Wosinski, que quizás ahora sí había salido del país. Los dos amigos, por su parte, se habían repartido la vigilancia del conde Solmanski y del sacerdote polaco sin obtener ningún resultado: el cura llevaba una vida austera y regular como pocas; en cuanto al padre de la acusada, había paseado a sus perseguidores por las diversas iglesias católicas de Londres, donde rezaba largas oraciones y gastaba una fortuna en cirios, aunque no había vuelto a Shadwell. Los condujo también a la cárcel, a la embajada polaca y a casa de algunos miembros eminentes del personal de ésta, a casa de la duquesa de Danvers y, por supuesto, a casa de sir Desmond. Siempre vestido de negro, era la viva imagen del padre doliente.

Hacía un tiempo espléndido; una brisa fresca animaba a unas nubecillas blancas a perseguirse a través del cielo azul, mientras que una bandada de gaviotas se entregaba a una actividad frenética revoloteando sobre Temple Gardens, antes de descender en picado hacia el río. Era un espectáculo que serenaba el corazón, pero no hubo más remedio que resignarse a darle la espalda.

Old Bailey era un imponente edificio que databa de principios de siglo y que, con su torre y su cúpula, se parecía un poco a la catedral de San Pablo, con la diferencia de que sobre la cúpula de aquél había una gran estatua de la Justicia. Una estatua que Aldo observó con mirada dubitativa, pues los tribunales británicos, con su ceremonial de otra época, le inspiraban muy poca confianza. El interior no le pareció más alentador.

Las altas ventanas, tras las que el azul del cielo hacía guiños sonrientes, iluminaban una vasta sala revestida de madera oscura en la que ocupaba un lugar destacado el sillón del juez, situado bajo un altorrelieve que representaba la espada de la justicia apuntando hacia las armas de Inglaterra. El juez, sir Edward Collins, se sentaría allí, por encima de diversos juristas, para arbitrar el combate que acusación y defensa iban a librar dentro de un momento.

Los usos y costumbres del sistema judicial británico diferían mucho de los continentales. En Gran Bretaña, un juicio no era una investigación para determinar lo que había pasado —investigación en el transcurso de la cual el juez es una especie de inquisidor, puesto que el papel del abogado se encuentra bastante limitado—, sino un enfrentamiento, una especie de competición entre el abogado de la Corona, que representa al ministerio público, y el de la defensa, en la que se suponía que el juez era el árbitro imparcial e imperturbable. La cuestión no es, pues, saber si el acusado es culpable sino si el ministerio público ha demostrado suficientemente que lo es. La tarea del defensor es mostrarse más convincente ante los doce jurados.