—En el Terminus. Entré en el primero que vi al salir de la estación.

—Habría podido encontrar uno mejor para un príncipe. Aquí tenemos los mejores del país, ¿sabe? El Cavendish, el Grand, el Burlington...

Pensando que iba a tener que escuchar la lista de todos los hoteles, así como una descripción detallada de los encantos de Eastbourne, Aldo fingió encontrarse mal. Eso le valió unos cachetes en las mejillas antes de ser conducido entre sus dos compañeros hasta la casita del sargento Potter, donde una lozana joven con aspecto de manzana estuvo encantada de atender a un hombre tan elegante, poseedor de una voz tan bonita y que se dirigía a ella como si fuera una lady.

Su esposo, sin embargo, pese a parecer un poco obtuso, quizás era menos tonto de lo que aparentaba y desde luego era muy curioso. Cuando el coche de policía que había ido a buscar lo llevaba al Terminus en compañía de los supervivientes, hizo otra pregunta que indicaba que algo no estaba claro en su mente.

—Si he entendido bien, ha venido con un secretario simplemente para dar un paseo por los acantilados y ya se va.

—Sé que puede parecer extraño, pero el paseo romántico formaba parte de un todo. Verá, soy extranjero, pero la vida inglesa me gusta y he oído elogiar mucho el encanto de Eastbourne. He venido a comprobarlo por mí mismo. De hecho, es posible que me decida a comprar... o a alquilar una casa para la próxima estación estival.

—Comprendo. ¿Y qué tipo de casa le gustaría? ¿Un cottage como el mío?

El coche circulaba por Grand Parade. Aldo tuvo una idea y retrasó un poco la respuesta hasta que vio una fachada que le costaría olvidar.

—La suya es deliciosa —dijo finalmente—, pero necesito algo más grande para poder invitar a mis amigos. Pienso recibir mucho y me gustaría... ¡justo, una casa así! Esa sería perfecta.

El sargento Potter, que se había quedado sin habla, acabó por echarse a reír.

—¡Sí, desde luego! Pero ¿no es usted un poco exigente? En cualquier caso, ésa no está ni en venta ni en alquiler.

—¿Está seguro? —dijo Morosini afectando ingenuidad e incredulidad a un tiempo—. Quizá subiendo el precio...

—Aunque ofreciera millones, es imposible. Sepa, sir —añadió el sargento, adoptando una expresión de orgullo—, que esa mansión pertenece a Su Gracia la duquesa de Danvers.

—¡Ah! Claro, claro... —dijo Aldo, aclarándose la garganta para ocultar su sorpresa—. En tal caso, será mejor que busque otra cosa.

Unas horas más tarde, sentado junto al fuego en uno de los dos grandes sillones de piel negra de su salón de Chelsea, Adalbert escuchaba a su amigo, arrellanado en el otro, contarle su sorprendente odisea sin pensar ni por un instante en disimular su sorpresa.

—¿La casa de la duquesa sirviendo de refugio al supuesto asesino de Ferrals, al que sabemos que ella tenía en mucho aprecio y, sobre todo, que la ayudaba a mantener un tren de vida a la altura de su rango? ¡Es de locos!

—He analizado el asunto desde todos los puntos de vista durante el viaje de vuelta y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea tan descabellado. Si entendí bien la conversación entre los dos hombres que estuvieron a punto de matarme, Ladislas está esperando un barco para ir a Polonia con un cargamento de armas. ¿Me sigues?

—Paso a paso. Es indudable que una morada tan aristocrática es un lugar idóneo para llevar a cabo un tráfico clandestino, pero parece un poco difícil de creer.

—Yo no opino lo mismo. Sir Eric vendía armas a la luz del día. Al menos en principio. Era, por decirlo de algún modo, la parte visible del iceberg, pero estoy convencido de que una gran parte de sus negocios se hacía de tapadillo y de que la duquesa le ayudaba..., consciente o inconscientemente.

—¿Qué quieres decir?

—Que me parece un poco corta de alcances para llevar bien unos asuntos tan delicados. Sin embargo, me vino a la memoria una cosa cuando los dos hombres citaron a un tal Simpson con el que debían hablar cuanto antes.

—¿Lo conoces?

—Digamos que lo he visto, y precisamente en casa de lady Danvers. Es su mayordomo.

Armado con la bandeja del café, Théobald, tan fresco como si hubiera pasado una apacible noche en su cama en lugar de recorriendo los acantilados, entró a tiempo de oír el final de la frase.

—Si me lo permiten —dijo—, según lo que el príncipe ha tenido a bien contarme en el tren, yo me sentiría tentado de pensar que Su Gracia no está al corriente de nada y que ignora lo que está ocurriendo en su casa.

—¿No te parece un poco excesivo? —repuso Vidal-Pellicorne, tomando una humeante taza para pasearla bajo su nariz con deleite—. Bien debía saber de dónde salía el dinero que recibía.

—Hasta ahora, sin duda. Pero... ¿por qué ese tal Simpson no podría haber considerado oportuno proseguir un comercio sumamente lucrativo ahora que sir Eric Ferrals ha desaparecido? —dijo Théobald.

—Yo coincido con Théobald —intervino de nuevo Morosini—. Faltaría averiguar a quién se dirigen nuestros clandestinos para abastecerse.

—Eso sólo podría decirlo Sutton. Como supondrás, los engranajes de un negocio como ése deben de ser infinitamente complejos y delicados. En cualquier caso —concluyó Adalbert—, una cosa es segura: tienes que ir a contárselo todo a Warren.

—Lo sé. Llevo dándole vueltas a eso desde esta mañana, pero no puedo hacerlo. Le he prometido a Anielka que no avisaré a la policía.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Y qué habrías hecho con Ladislas, si hubieras conseguido sacarlo de la casa y llevarlo contigo?

—Él dice que no tiene nada que ver con el asesinato.

—Tal vez sea cierto. Falta saber a quién quieres creer tú, a él o a ella, y sobre todo a quién deseas salvar. Anielka debe de saber, a no ser que se haya quedado de repente sin luces, que si logras encontrar a ese muchacho no tendrás más remedio que entregarlo.

—Sí, pero con la condición de que sea yo quien lo atrape y no un escuadrón de policías.

—¿Para que no parezca que lo ha denunciado ella? ¡Una idea muy ingeniosa! —gruñó Adalbert—. Pero resulta que ahora, con la entrada en escena de la duquesa, las cosas están yendo demasiado lejos. Piensa que, si guardas silencio, te expones a ser cómplice en un asunto de tráfico de armas que no sabes adonde podrá acabar llevándote. ¿Te gustaría pasar unas decenas de años en Pentonville o en Dartmoor?

Aldo se quedó unos instantes pensativo y luego trató de cambiar de tema de conversación a fin de tomarse un poco más de tiempo para reflexionar.

—Por cierto, ¿y tú? ¿Tu excursión a Whitechapel ha dado algún fruto?

—No intentes dar largas al asunto. Tengo cosas que contarte, pero esperarán hasta la noche. ¿Vas a ir a ver al superintendente o voy a tener que ir yo en tu lugar?

—Sí, voy a ir—dijo Morosini suspirando—. Más vale que lo haga yo, ya que puedo describir al enemigo. Sólo espero poder conseguir que actúe con discreción e incluso que recurra a mí cuando haya una posibilidad de detener al polaco. Podría hacerme este favor; con la información que voy a darle, debería estar contento.

Esto demostraba un gran candor, y una vez en Scotland Yard las esperanzas de Morosini se vinieron abajo más deprisa que las murallas de Jericó al sonar la trompeta de Josué. El pterodáctilo manifestó una moderada alegría por ver de nuevo al príncipe anticuario, pero cuando éste comenzó a contarle su aventura balnearia pasó sin transición de una indiferencia cortés a una especie de trance y emprendió el vuelo por el despacho batiendo furiosamente las alas.

—¿Cómo? —gritó—. ¿Ha obtenido información de tamaña importancia y no ha venido a traérmela hasta ahora, cuando lo ha estropeado todo? ¿Sabe que podría arrestarlo por obstrucción de la acción de la policía?

—¿Qué ganaría con eso? —repuso Aldo sin amilanarse—. ¿Me permite recordarle que la susodicha información me ha sido confiada en el más estricto secreto por lady Ferrals, a fin de que me encargue personalmente de aprehender..., ¿es así como se dice?..., a su antiguo enamorado para que no la puedan acusar a ella de haberlo...?

—... entregado y por lo tanto no acabe siendo víctima de la venganza de sus amigos anarquistas —recitó Warren en un tono indignado—. Ya me conozco la cantinela. ¿Y qué ha pasado ahora? ¿Sus escrúpulos lo han abandonado?

—La verdad es que no, pero al encontrarme ante un asunto de tráfico de armas que quizás afecte a la seguridad del Estado y ponga en entredicho a una personalidad cercana a la Corona, he considerado que no tenía derecho a seguir guardando silencio.

—¡Aún tendremos que dar gracias!

El superintendente volvió a sentarse tras su mesa, tomó un cuaderno y le quitó el capuchón a su estilográfica.

—Bien, si no le importa, volvamos a empezar desde el principio. Y con todo detalle.

—¿No... no llama a su secretario para tomarme declaración?

—Debemos actuar con discreción, ¿no? —repuso, irritado, Warren—. Así que voy a escribir yo mismo y después veré cómo podemos tratar de preservar el estúpido secreto que esa joven idiota le exige.

Aliviado de un enorme peso, Aldo repitió el relato esforzándose en ser lo más preciso posible y sin omitir nada. Durante un buen rato, sólo se oyó su voz amortiguada y el chirrido de la pluma sobre el papel.

Cuando hubo terminado y Warren hubo releído lo que acababa de escribir, Morosini, tras una breve vacilación, preguntó:

—¿Me hará un favor?

—¿Cuál?

—Avisarme cuando sepa dónde está Wosinski para que pueda apresarlo yo. No le pido que no proteja la retaguardia, pero concédame el honor de acabar solo lo que empecé en Eastbourne.

Los ojos redondos y amarillos del pterodáctilo se clavaron en el rostro crispado de su visitante.

—Ahora que lo conoce, sería una gran imprudencia. No vacilará en disparar contra usted. ¿Acaso quiere poner en peligro su vida?