Sin embargo, no se fue.

Acababa de salir de la iglesia, con las manos en el fondo de los bolsillos del impermeable y la gorra calada hasta los ojos, cuando un taxi se detuvo ante la puerta. La curiosidad le hizo volver la cabeza y reconoció al conde Solmanski, quien, tras pedir al chófer que lo esperara, entró en la capilla. Aldo, siguiendo un impulso, volvió sobre sus pasos. ¿Habría informado Anielka también a su padre, pese a los temores que manifestaba? En tal caso, no tenía ningún sentido que le hubiera pedido ayuda a él.

El oficio había empezado. En el altar, un sacerdote que vestía una casulla blanca con un sol dorado bordado oficiaba asistido por el sacristán, que llevaba un alba blanca. Como Solmanski había ido a arrodillarse en las primeras filas, Aldo decidió instalarse al lado de Théobald, que le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Morosini señaló con la cabeza al hombre vestido con un elegante abrigo negro.

—Solmanski —dijo—. Me pregunto qué ha venido a hacer aquí. —Luego, aprovechando que el Tantum ergo entonado por una treintena de potentes gargantas llenaba el espacio, añadió ya sin temor de ser oído—: No se entretendrá mucho, porque un taxi lo espera en la puerta. Si se acerca al sacristán, no se mueva o sígalo discretamente. Si no, yo me encargo de él.

Dicho esto, dejó un espacio de varias sillas entre el sirviente de Adalbert y él. No tenía otra cosa que hacer que seguir el oficio hasta el final.

Cuando éste hubo terminado, el sacerdote y su acólito regresaron a la sacristía. Algunas personas continuaron donde estaban mientras que otras se fueron. Solmanski permaneció sentado un momento; luego se levantó y se dirigió hacia la sacristía. Aldo no se movió, pero Théobald cambió de sitio para acercarse.

El conde apareció de nuevo en compañía del que había celebrado el oficio, que ahora llevaba un abrigo acolchado sobre la sotana y un gorro redondo. Hablando en voz baja, los dos hombres salieron de la iglesia seguidos por Morosini. Este, escondido bajo el porche, los vio subir al taxi, que arrancó de inmediato. Dado que no había ningún otro vehículo público a la vista, tuvo que renunciar a seguirlos y entró otra vez en la capilla, donde Dabrovski estaba apagando las luces.

En cuanto a Théobald, se había esfumado. Seguramente estaba comprobando si en la sacristía había otra salida. Al cabo de unos segundos apareció y, al ver a Morosini, se acercó a él.

—No hay ninguna otra salida aparte de la principal y la pequeña puerta de al lado —susurró—. Ahora salgamos. Lo esperaré fuera; no quiero exponerme a quedarme encerrado aquí dentro.

—¿Quiere que me quede cerca?

—No merece la pena. Yo voy a seguir a nuestro hombre y esperaré por si vuelve a salir. Vuelva a casa, príncipe. Si necesito ayuda, telefonearé. En la esquina hay una especie de pastelería donde también sirven café.

—En Polonia lo llaman una cukierna, y allí los pasteles suelen ser muy buenos.

—Perfecto. Ahora váyase, rápido. Vale más que no nos vean juntos.

Morosini asintió con la cabeza y se fundió en la bruma de la noche. Paró un taxi que pasaba para que lo llevara a Chelsea y al llegar a casa la encontró vacía. Adalbert había dejado una nota informándole de que iba a hacer una incursión en Whitechapel, «donde quizá pueda encontrar algo»..

¡Whitechapel! ¡El barrio judío de pésima reputación desde las sangrientas hazañas de Jack el Destripador! ¿Qué demonios podría encontrar Vidal-Pellicorne allí? A Aldo no le hacía mucha gracia la idea de que su amigo vagara por un sitio como ése después de anochecer. No obstante, sabía que era prudente y que estaba acostumbrado a las expediciones insólitas (¿acaso no pertenecía más o menos al servicio de inteligencia francés?), que nunca emprendía sin llevar un arma. Después de todo, ¿por qué la desaparecida Rosa de York no podía haber florecido, en uno u otro momento de su existencia, en los establecimientos de esos maestros de la usura que son los hijos de Israel? Por otra parte, si era así, ¿cómo es que Simon Aronov no se había enterado?

—¡Seré idiota! —exclamó al cabo de un momento de reflexión—. ¿Acaso no me dijo que le había escrito? Debe de haber recibido su respuesta.

Tranquilizado, se fue a tomar un baño caliente y luego, en vista de que no llegaba nadie, exploró la despensa, se sirvió un muslo de pollo frío, una porción de queso Cheddar y una copa de Burdeos y se lo llevó al salón para esperar más cómodamente el desarrollo de los acontecimientos. Estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. En el otro extremo del hilo, la voz un poco jadeante de Théobald dijo:

—Estoy en la estación de London Bridge. Nuestro hombre se dispone a salir para Eastbourne y voy a seguirlo.

—¿Eastbourne? ¿Qué diantre va a hacer allí?

—Eso es lo que voy a tratar de averiguar.

—Yo también. Voy a reunirme con usted.

—No hay tiempo, el tren sale dentro de siete minutos.

—Entonces tomaré el tren siguiente. ¿Conoce Eastbourne?

—No he estado en mi vida.

—Yo tampoco, pero supongo que cerca de la estación habrá uno o dos hoteles. Es una estación balnearia de renombre. Nos encontraremos en el que esté enfrente de la salida.

—¿Y si hay dos?

—En el que esté más a la derecha. Tomaré dos habitaciones a mi nombre. Haga lo mismo si llega antes que yo. ¿A qué hora sale el próximo tren?

—A las ocho y doce. Debe de llegar hacia las diez.

—Perfecto. Buena suerte, Théobald, pero no haga nada antes de que yo llegue. Descubra lo que descubra, venga a verme primero y juntos decidiremos cómo actuar. Si es lo que yo creo, esa gente es peligrosa. ¿Va armado?

—Cuando sigo a alguien, siempre.

—Ahora váyase. Sería una estupidez perder el tren.

Después de haber colgado, Aldo metió algunas cosas de aseo y un poco de ropa interior en un maletín, se vistió, le escribió a Adalbert una carta breve pero suficientemente explícita, comprobó que llevaba la pitillera llena y que la Browning estaba cargada, se proveyó de munición suplementaria y finalmente apagó las luces, salió de casa y cerró la puerta con llave. Paró un taxi que lo condujo sin obstáculos a la estación de London Bridge, donde emprendió un viaje de un centenar de kilómetros.

No entendía muy bien qué podía ir a hacer un sacristán polaco bastante vulgar a Eastbourne. Él no había ido nunca, pero la reputación de esa ciudad balnearia, construida a mediados del siglo anterior por el duque de Devonshire para hacer la competencia a Brighton y su alta aristocracia, era inmejorable. Era acaso la más suntuosa de todas las ciudades situadas entre Portsmouth y Dover, y aunque en invierno se quedaba sin la mayor parte de sus elegantes y episódicos habitantes, no dejaba de ser el lugar de retiro preferido de toda una clase de la sociedad rica.

Cuando llegó a Eastbourne, hacia las diez y cuarto, Morosini encontró enseguida el hotel deseado: casi enfrente de la salida, el Terminus le tendía los brazos. Era uno de esos establecimientos para viajeros ocupados o presurosos; nada que ver con los grandes hoteles situados a orillas del mar. Pero este tipo de albergues presentaba la ventaja de que no se prestaba mucha atención a las idas y venidas de los clientes. Se presentó como el señor Morosini y tomó dos habitaciones comunicadas que pagó por adelantado, una para él y otra para su sirviente, al que un asunto familiar había retrasado y que llegaría más tarde. Un conserje somnoliento, pero al que la fabulosa propina de una libra ofrecida con la más amable de las sonrisas volvió sordo y ciego, le tendió dos llaves mientras le informaba de que se alojaría en el tercer piso y de que el ascensor estaba averiado. El hombre llevó su deferencia hasta anunciar que él mismo subiría sin tardanza la botella de whisky, la soda y los dos vasos que se le pedían.

Instalado en una habitación intemporal ni ningún interés aparte del de estar más o menos limpia, Aldo se disponía a afrontar una larga espera, pero ésta fue más breve de lo que temía. Poco después de medianoche, llamaron a la puerta y Théobald entró.

—¿Ya? —dijo Morosini, tendiéndole un vaso que éste aceptó agradecido y vació de un trago—. ¿Ha podido seguir a nuestro hombre hasta el final?

—No exactamente... Para eso tendría que volver a Londres con él. Acabo de dejarlo en la estación, donde se dispone a esperar el primer tren de la mañana en la sala destinada a tal fin. Sólo ha estado aproximadamente una hora en la casa a la que ha ido, aunque el término «casa» es impropio para designar el magnífico palacete donde lo he visto entrar. ¡Y ni siquiera lo ha hecho por la puerta de servicio! Es increíble.

—¿Puede describirme ese palacete y decirme dónde se encuentra exactamente?

—En Grand Parade, el paseo que bordea el mar y donde están las mansiones más bonitas, pero lo más sencillo es que le acompañe.

—Usted ya está muy cansado. Limítese a explicarme cómo llegar y quédese aquí.

—Se lo agradezco mucho, príncipe, pero no conozco la ciudad lo suficiente para indicarle el camino; prefiero la memoria de mis pies. Además, no está lejos, y esta copa me ha reanimado.

—En tal caso, vamos.

Salir del hotel sin atraer la atención fue fácil, pues el conserje roncaba como una locomotora. Y, tal como había anunciado Théobald, no hubo que andar mucho. Al cabo de un momento, los dos hombres deambulaban por la acertadamente denominada Grand Parade: un asombroso conjunto de edificios de la época victoriana. Saltaba a la vista que el hombre que había promovido la construcción de esa sorprendente ciudad había querido que fuese más un homenaje al orgullo británico que a la gloria de su famosa soberana. ¿Acaso no se trataba de superar a Brighton, que hacía las delicias de la Corte? Brighton la ruidosa, la agitada. Aquí debía reinar, incluso en verano, la calma solemne de una aristocracia que se consideraba por encima de todo y sólo toleraba el mar frente a su grandeza. A esa hora tardía, era éste el que reinaba. Tan sólo el murmullo sedoso del agua turbaba la noche opaca, cargada de fría humedad.