—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas, aunque haya regresado a Polonia?
—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de la policía, ni a mi abogado?
—No diré nada. Te doy mi palabra.
—¿Actuarás solo?
—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.
Durante un breve instante, Anielka recuperó una sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.
—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también aquí?... Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce. Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.
—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía, aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes. Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?
—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro inminente.
—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo con un desdén no disimulado.
—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.
—Pero no morir por ti... ¡Magnífico! ¡Qué gran corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.
El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.
—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar tranquila.
—Dime solamente que me quieres.
—Como si no lo supieras... Te quiero, Anielka, y te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?
—Dabrovski, Stephan Dabrovski.
Shadwell era algo así como la memoria del imperio marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.
Tratándose de un santuario católico, Morosini no vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la Virgen.
Pensando que se trataba de la persona que buscaba, Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente, Morosini se volvió hacia él.
—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en francés.
El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?
—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a la imagen.
—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es Ladislas Wosinski.
Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo contrario porque sería mentira.
—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?
—Hablar.
—¿De qué?
—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.
—¿Quién le ha dado mi nombre?
Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.
Dirigiendo una breve mirada a la Madona para disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir, obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.
—Un polaco que trabaja en las oficinas de la Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos, conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a Ladislas?
—¿Es amigo suyo?
—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?
—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.
Morosini levantó una ceja para mostrar su sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.
—¿Ya?
—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo servicio religioso.
—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?
—Con todos los respetos, señor, es una pregunta tonta. ¿Por qué iba a volver?
Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.
—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado cobardemente.
Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios, y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.
—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado, aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.
—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es inminente. Cuando se ama a una mujer...
—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte. Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado! Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.
—Lo que me extrañaría a mí es que hubiese salido del país. Hace semanas que la policía lo busca y permanece alerta. Así que no me creo que se haya ido.
—Nadie le obliga a hacerlo. Ahora tengo que atender a mis obligaciones; están llegando los primeros fieles para el oficio.
—En cualquier caso, esté donde esté, lo encontraré, pero si por casualidad lo ve, dígale esto: estoy dispuesto a pagarle una elevada suma de dinero a cambio de la confesión escrita que salve a lady Ferrals. Incluso lo ayudaré a salir de Inglaterra haciéndolo pasar por mi sirviente, le doy mi palabra. Pero, si no hace nada por ella, si deja que la condenen, le juro que me encargaré de vengarla.
—Haga lo que le parezca. Yo no tengo nada más que decirle.
Aldo no insistió. La pequeña iglesia empezaba a llenarse. Se santiguó al tiempo que hacía una genuflexión de cara al altar y, cuando se dirigía hacia la salida, pasó junto a Théobald casi rozándolo. Éste, que había entrado hacía un momento, estaba arrodillado en un reclinatorio rezando.
—¡Le toca a usted! —susurró Aldo.
Morosini sabía que se podía confiar en él y que se pegaría al sacristán como un perro a su hueso favorito para no perderlo de vista ni un momento.
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