—Bueno —dijo, suspirando—, creo que Plan-Crépin y yo podemos prepararnos para pasar aquí el invierno, porque no veo la manera de que puedas evitar montar en tu fogoso corcel para ir volando a socorrer a la belleza en peligro. Lo que veo todavía menos es cómo vas a arreglártelas para hacerlo.

—No tengo ni idea, pero quizás ella me lo diga. Su abogado y yo estamos convencidos de que no ha dicho toda la verdad.

—¡Y es tan agradable poder pedir la ayuda de un paladín como tú! Mira muy bien dónde pones los pies, muchacho. No me gustaba ese desdichado Ferrals y te confieso que no me gusta mucho más su encantadora y jovencísima esposa, pero si le ocurre una desgracia sin que tú hayas hecho cuanto está en tu mano para salvarla, te lo reprocharías durante toda la vida y ya no habría felicidad posible para ti. Así que ve. Plan-Crépin, que estará encantada, y yo haremos de divinidades domésticas mientras esperamos tu regreso. Después de todo, esto de las antigüedades puede ser divertido.

Por toda respuesta, Aldo la estrechó entre sus brazos y la besó con toda la ternura que ella había sabido transmitirle. Esa especie de bendición que le daba era en cierto modo como si su propia madre acabara de trazarla sobre él.

Gracias a Dios, era jueves, uno de los tres días en que el Orient-Express pasaba por Venecia en dirección a París y Calais. Aldo tenía el tiempo justo de enviar a Zaccaria a reservarle un sleeping, solventar unos asuntos con Guy y preparar las maletas. En cuanto a las misteriosas cartas de Adriana, pospuso su estudio para más adelante y las guardó en su caja fuerte con excepción de la última, que era también la más intrigante y que metió en su cartera.

A las tres en punto de la tarde, el gran expreso transeuropeo salía de la estación de Santa Lucia.

9. Claroscuro

Cuando desembarcó en la estación Victoria de Londres, Morosini lamentó no poder ir a su querido hotel Ritz, cuyo ambiente y delicado confort tanto apreciaba. Aunque como digno descendiente de muchos señores del mar pudiera presumir de no marearse nunca cuando viajaba en barco, la Mancha lo había maltratado, sacudido, zarandeado, triturado y machacado de tal modo que por primera vez en su vida se había visto obligado a pagarle un tributo humillante. Una vez en tierra firme, seguía dándole vueltas la cabeza y sintiendo las piernas flojas. La visión de Théobald en el andén de la estación le arrancó, pues, un suspiro de pesar. El fiel sirviente de Adalbert había ido a buscarlo para llevarlo al nuevo apartamento de Chelsea. Imposible librarse. Pero Aldo no podía sino culparse a sí mismo, puesto que había mandado un telegrama anunciando su llegada. Por otra parte, a Vidal-Pellicorne le habría disgustado que no lo avisara.

—El señor no tiene muy buen aspecto —observó Théobald, haciéndose cargo de las maletas—. El mar, supongo... Y también este clima debilitante. ¿Cómo puede alguien ser inglés?

—¡Ah!, ¿pero usted llama a esto clima? —refunfuñó Morosini subiéndose el cuello del abrigo.

Londres se hallaba sumergida en una de esas brumas heladas cuyo secreto guarda celosamente, en las que se disuelven formas y edificios y en las que las más potentes farolas quedan reducidas a lucecitas amarillas y difusas que recuerdan la débil claridad de las velas.

—El señor se encontrará mejor cuando estemos en casa. Hemos conseguido convertirla en algo bastante coqueto, cosa de la que nunca me felicitaré bastante, dado el humor del señor Adalbert estos días.

—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Morosini mientras metía sus largas piernas en el coche de alquiler, cuya portezuela Théobald le había abierto.

—¿Es que el señor no lee los periódicos?

—Desde que salí de Venecia, no. He matado el tiempo durmiendo lo máximo posible y luchando contra el mareo. ¿Qué cuentan los periódicos?

—¡Pues el descubrimiento! El increíble descubrimiento que acaba de hacer en Egipto, en el valle de los Reyes, míster Howard Carter: la tumba de un faraón de la decimoctava dinastía con todo su tesoro intacto. ¡Es inaudito! ¡Prodigioso! ¡El descubrimiento del siglo!

—¿Y eso le molesta a su señor? Como buen egiptólogo, debería estar contento. Esa dinastía es su tema favorito, si no me equivoco.

—Sí, pero míster Carter es británico.

En vista de las dificultades circulatorias causadas por la niebla, Morosini dejó de hacer preguntas y el trayecto fue efectuado sin tropiezos hasta que Théobald detuvo el vehículo ante una vieja —y encantadora— casa de ladrillo rojo, que todavía conservaba su antigua verja de hierro forjado.

—Si el cielo nos concediera un día digno de tal nombre, cosa de la que empiezo a perder la esperanza, el señor podría ver que Chelsea es un barrio pintoresco y bastante agradable, un bonito y antiguo barrio aristocrático que con el tiempo se ha convertido en una especie de Montparnasse. Está lleno de estudios donde viven pintores, escultores y estudiantes de bellas artes, que crean a su alrededor una atmósfera despreocupada y bohemia y que...

—Su presentación es impecable —gruñó Morosini, interrumpiendo el arrebato lírico de Théobald—, pero ya lo conozco. Precisamente por eso estoy preocupado.

Sin ningún motivo. La antigua morada de Dante Gabriel Rossetti, llamada en otros tiempos casa de la Reina en recuerdo de Catalina de Braganza, no sólo era muy bonita sino agradabilísima. El viajero encontró a su amigo instalado ante un fuego chisporroteante, en medio de un auténtico mar de periódicos que escudriñaba con entusiasmo. Morosini encontró muy acogedor el salón donde se desarrollaba esa escena, no sólo por la presencia de grandes cortinas de terciopelo amarillo claro y de un archipiélago de alfombras de diferentes colores, sino porque una mesa puesta esperaba no lejos de la chimenea de mármol blanco.

—¡A la hora en punto! —exclamó Adalbert, estirándose la raya de los pantalones mientras se levantaba—. Con esta niebla es todo un récord. ¿Has hecho un buen viaje?... No, no has hecho un buen viaje —rectificó inmediatamente—. Y además, las preocupaciones te desbordan. Tienes un aspecto espantoso. Ven, te enseñaré tu habitación.

Théobald también había obrado maravillas allí: el fuego ardía junto a un buen sillón, y un ramo de margaritas otoñales corregía la severidad del mobiliario y de las cortinas de terciopelo verde.

—Me he enterado de que tú también tienes preocupaciones —dijo Aldo con una media sonrisa—. La tumba descubierta por ese tal Carter en los alrededores de Luxor.

—¡Una suerte increíble! —suspiró Vidal-Pellicorne, alzando los ojos hacia el techo—. Una tumba intacta, la de Tutankamon, un faraón sin demasiada importancia que sólo reinó ocho años, pero que durante ese tiempo amasó un impresionante tesoro funerario. Cuando pienso en Loret, mi querido maestro, que está allí trabajando con tesón sin obtener grandes resultados, es para echarse a llorar. Claro que nosotros, pobres franceses, no nos beneficiamos de la generosidad de un mecenas como lord Carnavon... Me gustaría mucho ir a ver todo eso de cerca.

—¿Y qué te lo impide? ¿Has avanzado algo en el asunto de la Rosa?

—La verdad es que no. He explorado dos caminos que han resultado ser callejones sin salida y le he escrito a Simon para preguntarle si tiene otros indicios. Te confieso que empiezo a desanimarme.

—¿Y el asunto de Exton Manor? ¿No hay ninguna novedad?

—Ninguna. El matrimonio Killrenan parece vivir en una armonía perfecta. Yuan Chang ha tenido algunos problemas que han debido de retrasar sus planes, eso es cierto, pero te lo contará el pterodáctilo, lo he invitado a cenar. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?

Por toda respuesta, Aldo le tendió la carta de Anielka.

—Sí —dijo Adalbert, devolviéndosela—. A ella tampoco se le arreglan las cosas. El juicio se celebrará dentro de diez días. Al verte la cara, he lamentado un poco haber invitado a Warren, pero ahora empiezo a pensar que he hecho bien.

—Ha sido una idea excelente. Necesito urgentemente un permiso de visita para Brixton.

—Ya lo supongo. En fin, instálate y descansa un poco. Cenaremos a las ocho.

Ser policía no impide ser un hombre de mundo, y el esmoquin del superintendente no tenía nada que envidiar a los de sus anfitriones.

—Me alegro de verlo —dijo, estrechando la mano a Morosini—. He aceptado venir esta noche porque llegaba usted. Lady Ferrals nos está causando grandes problemas.

—Yo creía haber aportado una prueba de su no culpabilidad demostrando cómo había sido envenenado su esposo.

—Sabe muy bien que es insuficiente. Sigue existiendo una certeza casi total de su complicidad con otro criminal, suponiendo que lo haya. Además, un criado jura haber visto varias veces a lady Ferrals sola en el despacho de su esposo.

—Supongo que, estando en su propia casa, tenía todo el derecho a ir a las habitaciones que quisiera.

—Entonces, ¿por qué sigue negándonos, a su padre, a su abogado y a mí, su ayuda para encontrar a ese condenado polaco?

—Tal vez hable conmigo. He venido porque he recibido esta carta.

Warren la leyó rápidamente y se la devolvió a su propietario.

—Mañana tendrá un permiso de visita. Me encargaré de que un ordenanza se lo traiga. Más vale que lo sepa: sufrió una verdadera crisis de desesperación cuando se enteró de que usted se había marchado a Venecia.

—¿De desesperación?

—Pregunte al señor Saint Albans, él se lo confirmará. No, gracias —añadió dirigiéndose a Vidal-Pellicorne, que le tendía una copa de champán—. Sólo bebo vino en la mesa, y no siempre.

De hecho, bebía mucho más de lo que comía sin que su comportamiento se viera afectado por ello. No sin cierta sorpresa, Aldo, que optó por guardar silencio durante la mayor parte de la cena, se percató de que en su ausencia el arqueólogo y el policía habían trabado vínculos de amistad. Quizá resultaba difícil de entender, pero era un hecho que podía tener su utilidad. Los dos hombres hablaron del asunto de la tumba egipcia, que, a juzgar por lo que decían, apasionaba a toda Inglaterra. Delante de su invitado, Adalbert se guardaba de manifestar su frustración. El diálogo era cortés, amable, incluso erudito cuando Adalbert llevaba la batuta, pero al cabo de un rato Morosini se hartó. Aprovechando que el superintendente atacaba el rosbif, sin el cual no hay comida digna para ningún buen inglés, dijo: