—Perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber una cosa. Conocía bastante bien a su secretaria y me pregunto cuál es su verdadero aspecto. ¿Hay... una gran diferencia?

Bajo sus tupidas cejas, los ojos del notario chispeaban de curiosidad amistosa, a la que Aldo respondió con una sonrisa impertinente.

—Una gran diferencia. La suficiente para sentir cierto pesar, si he de ser sincero. Pero ya es demasiado tarde para los dos. Hasta pronto.

A pesar de lo que le había dicho a Celina, al día siguiente Aldo acompañó a Zian cuando éste fue a montar guardia a casa de la condesa Orseolo. Aunque su misión fuera transitoria y sólo tuviera que pasar allí las noches, el gondolero de los Morosini no quería instalarse sin que su señor y la vieja Ginevra hubieran efectuado una especie de inventario.

No fue en balde. El salón de música donde Adriana estaba habitualmente, tan agradable con sus sedas de color hoja seca y sus faldas de terciopelo turquesa sobre las mesas redondas, no había cambiado desde la última visita de Aldo. En cambio, nada más entraron en el saloncito contiguo, Ginevra señaló con un brazo vengador, en el mejor estilo Celina, un gran espejo oval con un marco dorado un poco deslucido, sin duda bonito pero del siglo XIX y bastante vulgar, colgado en el lugar de un soberbio espejo veneciano del siglo XVI. Faltaba asimismo un antiguo fanal de galera, bajo el que el padre de Adriana se instalaba para escribir cuando estaba en esa estancia, que servía a la vez de despacho y de biblioteca.

Al constatar aquello, Aldo notó que estaba poniéndose de mal humor.

—¿Hace mucho que no están esos objetos?

—Dos meses —respondió la anciana sirvienta—. Hacía falta dinero para el viaje a Roma y las clases del miserable. Está arruinándola, excelencia, y cuando lo haya hecho del todo, la tirará como se tira un par de calcetines rotos —añadió, bufando como una gata furiosa.

—Si yo puedo impedirlo, esté segura de que no lo conseguirá. ¿Quién vino a buscar estas cosas, su anticuario milanés, ese tal... Sylvio Brusconi?

—Sí, y se las llevó de noche.

Morosini empezaba a estar preocupado. Adriana tenía que sentirse culpable para actuar de ese modo. Hasta entonces, como sabía que de vez en cuando hacía una incursión en la compraventa de objetos antiguos, la había ayudado, en caso necesario prestándole dinero, pero tratándose de piezas de esa importancia no habría dejado de dirigirse a él. El hecho de que hubiera acudido a Brusconi, gracias al cual había conseguido dinero durante la guerra para sobrevivir, era más que significativo: Spiridion la tenía agarrada, y muy bien agarrada. Debía de estar loca por él. Y a su edad, eso era más que peligroso.

Como Ginevra se había puesto a llorar, sentada en el borde de una silla, posó sobre su hombro una mano firme y tranquilizadora.

—Lamento no haberme enterado antes de esto, pero no esté triste. Esta noche me voy a Milán; mañana veré a Brusconi, y quizá pueda recuperar el espejo y el fanal.

—Oh, no se tome esa molestia, don Aldo. Si se los devuelve, volverá a venderlos al cabo de una semana.

—Entonces no se los devolveré. Por lo menos hasta que haya recobrado el juicio. No desespere, Ginevra. Y trate de llevarse bien con Zian, es un agradable muchacho.

Tres días más tarde, Morosini regresó de Milán bastante satisfecho: no sólo se había llevado algunas importantes piezas de la subasta, sino que había conseguido arrebatarle los despojos de Adriana a su colega Brusconi, un hombre que no le era simpático, aunque no tuvo más remedio que reconocerle cierta honradez: era un pillo que sabía manejar de maravilla a las personas con dificultades económicas, pero no las estafaba. Con un hombre de la fuerza de Morosini, no se le ocurría pasarse de listo, pues éste conocía el valor de las cosas. Además, el veneciano disponía de bazas importantes: su gran prestancia, su encanto personal y su título de príncipe. Brusconi supo conformarse con un beneficio ínfimo, en espera de una posible vuelta de tortilla en un futuro incierto.

Aldo estaba, pues, muy contento, pero todavía lo estuvo más al ver la sorpresa que lo esperaba: su tía abuela, la marquesa de Sommières, había llegado el día anterior acompañada de su inseparable Marie-Angéline du Plan-Crépin, y se podía oír a Celina bramar la gran aria de Norma desde el Gran Canal.

Encontró a la anciana y a su satélite en el salón de las Lacas, donde Zaccaria les servía devotamente champán pese a no ser mucho más de las cinco de la tarde. Pero el vino de los reyes era la única bebida que soportaba la marquesa aparte del café con leche de la mañana y estaba totalmente descartado servirle otra cosa en las comidas o a la hora del té, «esa insoportable infusión de la que los ingleses te vierten cubos enteros a cualquier hora del día».

—¡Por fin estás aquí! —exclamó la marquesa atrayéndolo hacia su vasto regazo, en el que brillaban largos collares de oro, perlas y piedras finas—. ¡Empezábamos a perder la esperanza de volver a verte algún día!

—No invierta los papeles, tía Amélie. Cuando pasé por su casa a mi vuelta de Inglaterra, Cyprien me dijo que «viajaban por Italia» sin precisar dónde...

—Le habría sido imposible, porque hemos hecho mucho camino. Acuérdate de que debías ir en septiembre a Inglaterra. Así que Plan-Crépin y yo fuimos a aburrirnos a base de bien a casa de lady Winchester, pero como tú no estabas en ninguna parte, ni en el Ritz ni fuera de él, nos vinimos a Venecia..., donde nos enteramos de que acababas de partir para Inglaterra. Como, según Mina y el señor Buteau, no ibas a quedarte más de quince días o, como mucho, tres semanas, pasamos veinticuatro horas en el Danieli antes de ir a hacer nuestro pequeño recorrido por la península. Hemos estado en Florencia, en Siena, en Perugia y, por último, en Roma, que hemos tenido la desdicha de ver invadida por una horda de hormigas negras que nos han parecido tremendamente antipáticas. ¡Hasta querían comprobar nuestra identidad con el pretexto de que éramos extranjeras! ¿Se puede concebir algo semejante? Los clientes del hotel Quirinal... y los demás estaban escandalizados, e incluso se preguntaban en qué estaba pensando el rey para encomendarse a ese Mussolini.

—Creo que no tenía elección —dijo Aldo, suspirando—. Italia vivía en un gran desorden desde la guerra y la amenaza bolchevique, pero dudo que este orden le convenga durante mucho tiempo.

—Convendrá a los que se enriquezcan. Y, créeme, habrá bastantes. Volviendo a Marie-Angéline y a mí, en vista del panorama nos apresuramos a tomar el primer tren para Venecia, de donde tú habías vuelto a marcharte.

—Menos mal que esta vez han tenido la buena idea de esperarme. No se imaginan el placer que me produce su presencia. Espero que se queden algún tiempo, aunque noviembre no es el mes más agradable, con las grandes mareas que a menudo nos traen l'acqua alta[12]

Marie-Angéline, a la que aún no se la había oído, dejó escapar un suspiro de entusiasmo.

—Reconozco que me encantaría. Cruzar la Piazza San Marco sobre pequeños puentes de tablas que hacen de aceras debe de ser una experiencia muy divertida.

—Siempre he pensado, Plan-Crépin, que alimenta secretamente un gusto perverso por la aventura —dijo la marquesa—. Por cierto, Aldo, tu amigo Buteau ha vuelto, esta mañana del hospital. No tiene muy buena cara, pero yo creo que dentro de unos días estará totalmente recuperado: Celina está ocupándose de él.

—Voy a subir a cambiarme, pero antes pasaré por su habitación.

Estaba escrito, sin embargo, que Morosini no llegaría tan pronto a sus aposentos. Estaba atravesando el vestíbulo en dirección a la escalera cuando Zian saltó de la góndola que apenas se había ocupado de amarrar. Parecía muy alterado, y las noticias que llevaba justificaban su estado.

—¡Han entrado a robar en el palacio Orseolo! —espetó sin más preámbulos—. Cuando he llegado para pasar allí la noche, he encontrado a Ginevra llorando, rodeada de tres o cuatro mujeres del barrio que se lamentaban. Había también dos policías que intentaban averiguar algo en ese concierto de clamores, pero yo he comprendido enseguida lo que ha pasado: han roto las vitrinas donde estaba la plata en un lado y pequeñas joyas preciosas en el otro. ¡Se lo ruego, excelencia, venga! Esos policías son capaces de detenerme.

—Vamos. ¿Cuándo crees tú que ha pasado?

—De día, desde luego, durante una de las interminables visitas que la vieja Ginevra hace a la iglesia. Va por lo menos tres veces al día.

—¿Y nadie ha visto nada?

—Ya sabe que hay un muro de jardín delante del palacio. En cualquier caso, una cosa es segura: no ha sido forzada ninguna cerradura aparte de la de los muebles. Se diría que los ladrones tenían las llaves.

Zian no exageraba. En casa de Adriana reinaba una atmósfera de fin del mundo, en medio de la cual se movía el comisario Salviati intentando imponer un poco de calma. Éste acogió la llegada de Morosini con un visible alivio, en gran parte porque esa aparición atrajo la atención de las plañideras: Ginevra, transformada en fuente, se arrastró de rodillas para asirle la mano y suplicarle que pusiera fin a las fechorías del amalecita, súplica repetida a coro por sus compañeras.

—Me alegro de verle, príncipe —dijo Salviati—. Quizás usted consiga sacar algo en claro de estas locas. Y explicarme quién es ese amalecita.

—He venido para eso, pero, si quiere un buen consejo, mande a Ginevra y a sus amigas a prepararse un café a la cocina y, de paso, a prepararnos uno para nosotros.

Dicho y hecho. Una vez que se hubieron deshecho de la horda, los dos hombres recorrieron las diferentes habitaciones del palacio ante el cual había ahora dos policías apostados. En unas palabras, Aldo había resumido la situación, identificado al misterioso amalecita, y hablado de la ausencia de su prima y de las razones altruistas que la motivaban. La pasión de la condesa Orseolo por la música era conocida en toda Venecia y permitía arrojar un velo púdico sobre la realidad de sus relaciones con su excesivamente seductor lacayo.