El tiempo estaba empeorando. El cielo se cubrió de masas negras y las islas Orcadas se envolvieron en su manto de volutas brumosas. Abajo, en la pequeña rada, la tripulación del Robert-Bruce ya había subido a bordo y, después de izar el ancla, se despidió con un silbido de la sirena. Sin duda iba a estallar una tormenta y por consiguiente el barco tenía que encontrar un refugio más seguro. El carruaje también se puso en marcha para llevar de nuevo a Morosini a la capital de las Tierras Altas, Inverness, que se hallaba a unos doscientos kilómetros de distancia.

Si el tiempo no se hubiera estropeado, el viaje habría sido agradable, pues la carretera se dirigía hacia el sur bordeando el mar. Aldo se esforzó en no pensar en el amigo al que no volvería a ver más, para concentrarse en la subasta que sir Desmond acababa de mencionar, la de una alhaja histórica de gran valor llamada la Rosa de York. Se trataba de un diamante cabujón de buen tamaño, que en otros tiempos constituía el centro de un aderezo cuyos otros elementos habían desaparecido sin dejar rastro y que representaba las armas de la familia de York. En aquel entonces la joya se llamaba la Rosa Blanca, y había sido regalada al duque de Borgoña, Carlos el Temerario, por su tercera esposa, la princesa inglesa Margarita, con ocasión de sus esponsales, celebrados en Damme el 3 de julio de 1468. Después de la desastrosa batalla de Grandson, la alhaja se había esfumado junto con la mayor parte de los tesoros de Carlos el Temerario.

Pero la historia del diamante no comenzaba con la dinastía inglesa, sino que se remontaba a una época casi inmemorial. El cabujón había sido traído de la India por las caravanas de la reina de Saba, y ésta se lo había regalado al rey Salomón. Entonces fue engastado junto con otras once piedras preciosas en una gran placa de oro llamada pectoral del Sumo Sacerdote y elaborada por orden del Rey Sabio para el Templo de Jerusalén.

Después de haber padecido muchos avatares, el pectoral seguía existiendo, si bien le faltaban algunas piedras. A la sazón pertenecía a un hombre extraordinario, fuera de lo común: un judío cojo y tuerto, muy rico pero sobre todo muy culto y misterioso, conocido como Simon Aronov. Una noche de la última primavera, Aldo Morosini había sido invitado a reunirse con él en una vivienda secreta, a la que llegó después de un largo recorrido por las bodegas y los sótanos existentes bajo el gueto de Varsovia.

Lo que Simon Aronov quería era muy sencillo: que ese europeo experto en joyas antiguas le ayudara a recuperar las cuatro piedras que faltaban en el pectoral. Le movía una ambición muy noble, ya que una tradición judía auguraba que Israel recobraría su patria y su soberanía cuando se le devolviera, completamente restaurado, ese símbolo de las Doce Tribus.

Aronov no había escogido al azar al príncipe anticuario. La familia materna de Morosini poseía desde hacía siglos una de las cuatro piedras arrancadas al pectoral, un zafiro llamado el zafiro visigótico o la Estrella Azul, y el judío esperaba conseguir que su huésped se lo vendiera, pues ignoraba que su última propietaria, Isabelle Morosini, había sido asesinada por el delincuente que lo robó. Esa noche, el judío y el príncipe cristiano sellaron un pacto que resultó fructífero, porque dos meses más tarde, en la isla-cementerio de San Michele, en Venecia, Simon Aronov recibía de manos de su emisario el zafiro rescatado gracias a una loca aventura[1]  que había costado varios muertos, ya que desafortunadamente las gemas arrancadas al pectoral atraían la desgracia.

La Rosa de York era, pues, la segunda pieza que faltaba, y la prensa británica, imitada por los principales diarios europeos, proclamaba a bombo y platillo que la subasta tendría lugar el 5 de octubre en la sala Sotheby's, aunque nadie sospechaba en absoluto que la joya que se iba a licitar no era la auténtica, sino una copia admirable fabricada en sus menores detalles mediante un procedimiento que sólo el propio Simon Aronov conocía.

El razonamiento de éste era muy sencillo. Como tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas, cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la persona interpuesta de Aldo Morosini. Este se proponía, nada más regresar a Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además, los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.

Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante del hotel Caledonian.

Transido de frío, pues la temperatura había bajado de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional, cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.

Como este último pormenor no era nada habitual en él, Aldo decidió abordarle para conocer la razón de una expresión tan sombría.

—¡Vaya, vaya! —exclamó mientras se sentaba en el taburete contiguo al de su amigo e indicaba con un gesto al barman que le sirviera lo mismo—. ¿A qué viene esa cara tan seria?

Adalbert Vidal-Pellicorne se sobresaltó, pero enseguida desplegó aquella sonrisa que raramente abandonaba sus labios. Él era el compañero más agradable del mundo: siempre optimista y sin cambios bruscos de humor, desde hacía unos meses él y Aldo habían trabado una amistad que, originada al principio por pura necesidad, se iba afianzando de continuo, con gran satisfacción por ambas partes, aunque su primer encuentro, propiciado por Simon Aronov, había tenido lugar en unas circunstancias bastante pintorescas. Vidal-Pellicorne era uno de los escasos hombres en quien el Cojo confiaba ciegamente, a pesar de que tanto el aspecto como la conducta del primero eran muy originales, por no decir extravagantes.

Físicamente, a sus cuarenta años aparentaba tener treinta. Alto y tan esbelto que producía la impresión de carecer de esqueleto, bajo su espeso y rizado cabello rubio, siempre despeinado, mostraba una faz de querubín, unos ojos azules y cándidos y una sonrisa angelical, cosa que no le impedía ser sagaz como un lince, fuerte como una roca y estar dotado de una habilidad manual realmente notable. Arqueólogo de profesión, sentía preferencia por la egiptología y conocía a fondo el mundo de las piedras preciosas. Escribía muy bien, se vestía con elegancia y poseía todas las cualidades de un epicúreo, de un perfecto hombre de mundo, de un hábil prestidigitador y de un cerrajero tan competente que habría suscitado la envidia del mismísimo Luis XVI. Gracias sobre todo a esas variadas aptitudes, Morosini había podido recuperar el zafiro y devolvérselo a Simon Aronov. Morosini quería mucho a su amigo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, y valoraba el hecho de tenerlo como compañero en la peligrosa búsqueda del pectoral.

Adalbert no respondió a la pregunta de Aldo y se limitó a ampliar su sonrisa.

—Bueno, ¿qué me dices del entierro? —inquirió, apartándose con un gesto maquinal el mechón que continuamente le caía sobre una ceja—. ¿Qué tal ha ido?

—Lo sabrías si me hubieras acompañado.

—¡Habría sido pedirme demasiado, muchacho! Sólo he venido a este país medio salvaje para hacerte compañía. Además, me horrorizan los entierros.

—Para ver éste, valía la pena desplazarse. Ha sido de una sencillez llena de grandiosidad y de color local, y además me ha deparado una sorpresa.

—¿Buena o mala?

—No muy terrible. Aunque ya sabía que los Saint Albans pertenecían a la familia de sir Andrew, ignoraba que eran sus herederos directos. Ahora son el conde y la condesa de Killrenan. Esa descendencia no debe de gustarle mucho a mi viejo amigo. Los encuentro muy antipáticos a los dos, pese a que ella es muy bonita.

—Sir Andrew tenía que haber pensado antes en su descendencia y haber tenido hijos —dijo Adal, repitiendo sin saberlo el comentario del duende de la landa.

—Alguien me ha dicho lo mismo esta mañana. Verás qué aspecto tienen los condes el día de la subasta en Sotheby's. Quizás incluso los veas antes, porque lady Mary todavía no ha digerido el asunto del brazalete.

—¿Crees que pujarán por la Rosa?

—Ella seguro que sí; se pone en trance en cuanto ve una joya. En cuanto a él, no tengo ni idea: colecciona jades raros, pero tal vez esté enamorado, y como parece un abogado bastante rico...