—¡Pues claro que lo sé! Sea como sea, no tuvo necesidad de mirar dos veces para comprender lo que hacían. Y fue un golpe tan fuerte que salió corriendo.

—¿A pesar del reuma? Debió de ser una especie de curación milagrosa —ironizó Morosini reprimiendo con dificultad su cólera, pues no ponía en duda ni por un momento el informe de la vieja Ginevra, una de esas fieles sirvientas a la antigua usanza que se entregan en cuerpo y alma a los que sirven y que conocía a Adriana desde la cuna.

—¡No está bien reírse de eso! —protestó Celina—. La pobre no se atrevió a subir a su habitación. Se quedó en la cocina hasta la hora de la primera misa en Santa María Formosa, adonde fue a derramar todas las lágrimas de su cuerpo. Y ahora la abandonan en esa gran barraca, donde a buen seguro se morirá de miedo pensando que su querida señora esta condenándose en Roma.

—¿No se queda nadie más? La pobre Ginevra ya no debe de poder hacer gran cosa en la casa.

—Iba una mujer todas las mañanas para hacer las tareas domésticas, pero doña Adriana la ha despedido. Lo han tapado todo con sábanas y han cerrado las salas de recibir, Ginevra tendrá bastante con la cocina y su dormitorio...

Aldo ya no escuchaba. Dio media vuelta para dirigirse a su gabinete de trabajo, descolgó el teléfono y pidió el número de su prima esperando que no se pusiera el amalecita. Por suerte, fue Adriana quien respondió. Un poco jadeante, seguramente por haber subido de cuatro en cuatro los peldaños de su magnífica escalera gótica.

—Dime, Adriana, ¿cuándo te vas?

—Creía que te lo había dicho. Pasado mañana.

—¿Y dejas tu palacio sin otra vigilancia que la de esa desdichada Ginevra, que apenas se sostiene sobre las piernas? Es muy vieja para una tarea tan ruda; todavía hay muchas cosas bonitas en tu casa.

Se produjo un silencio, inmediatamente animado por la respiración un poco agitada de la condesa.

—No dispongo de medios para tomar personal suplementario. Así que vamos a limitarnos a cerrarlo todo lo mejor posible y encomendarnos a la gracia de Dios.

—No parece una medida muy efectiva. Harías mejor en decirme la verdad, o sea, que Spiridion te cuesta una fortuna. Y a mí no me hace gracia eso...

—Porque no lo conoces. Tiene un corazón de oro y te aseguro que me lo devolverá todo...

—Con creces, ya me lo has dicho. Y si no te devuelve nada, te encontrarás arruinada, así que intenta al menos proteger lo que te queda. Los ladrones existen, incluso en Venecia.

Adriana, en el otro extremo del hilo, empezaba a ponerse nerviosa.

—Pero bueno, ¿qué quieres que haga? Me marcho dentro de unas horas y no tengo tiempo de tomar otras disposiciones. Le diré a Ginevra que intente hacer venir a uno de sus sobrinos de Mestre, pero si no se le paga...

—No pagarás nada. Dile a Ginevra que enviaré a Zian a dormir a tu casa mientras tú estés fuera. Zaccaria intentará encontrar una compañera para la pobre anciana. En cuanto al dinero, no te preocupes. Me lo devolverás cuando Spiridion el Magnífico haya hecho correr sobre ti un río de oro. Y no me des las gracias si no quieres .oír cosas desagradables.

Celina lo había seguido y escuchaba desde el umbral de la habitación. El le dirigió una mirada sombría.

—¿Estás satisfecha?

—Sí. Así está mucho mejor y dejaré de preocuparme por Ginevra. Pero ¿has dicho la verdad?

—¿Sobre qué?

—¿Tienes realmente intención de ir a buscarla si se queda demasiado tiempo allí?

—Por supuesto. No me apetece que el honor de la familia sirva para desempolvar las tablas sobre las que se supone que el griego va a triunfar, ni, sobre todo, que esa loca se arruine por él.

—Ya lo está en gran parte. Mañana, cuando Zian vaya a instalarse, ve a echar un vistazo a Cà Orseolo. Según Ginevra, tendrás sorpresas.

—No tengo la costumbre de ir a husmear a casa de la gente en su ausencia... ¡Ah, no! ¡Basta de protestas! Ahora me voy al despacho del señor Massaria a ver si él puede conseguirme una buena secretaria.

—¿Por qué no un secretario? Los hombres trabajan en general mejor que las mujeres y no intentan seducir a su jefe.

—Mina nunca ha intentado seducirme.

—No, y ha hecho mal, porque era una persona como Dios manda. Deberías haberte casado con ella.

Por toda respuesta, Morosini se limitó a encogerse de hombros, prefiriendo guardar sus pensamientos para sí. ¿Casarse con Mina, con sus trajes sastre en forma de cucurucho de patatas fritas, su aspecto a medio camino entre cuáquera y maestra, sus cabellos tan estirados que parecían pintados sobre el cráneo y sus enormes gafas? ¡Ridículo! Es verdad que, si hubiera sido diferente, no la habría contratado, y habría sido una lástima. Había sido una colaboradora inigualable. La echaría mucho de menos.

Casi inmediatamente, la imagen fachosa de la falsa holandesa desapareció empujada por otra: una deslumbrante muchacha vestida de terciopelo verde, cuyos ojos parecían grandes violetas surgiendo de un joven y tierno musgo. A ésa sí que quizás hubiera pensado en hacerla su mujer. El problema es que no quería saber nada de él. El juicio severo que había pronunciado en Londres no dejaba duda alguna a ese respecto: para ella era un mujeriego incorregible y nada la haría cambiar de opinión. Suponiendo que él quisiera...

—Lo cual no es el caso —dijo en voz alta mientras se ponía un impermeable y una gorra. Ya era hora de zanjar ese asunto y pasar a otra cosa.

Tras estas tajantes palabras, salió al viento y la lluvia que desde hacía días azotaban Venecia, anegando sus tejados rosa y sus campanarios con una obstinación digna de un otoño londinense. Descartando utilizar el motoscaffo o la góndola, cubiertos con lonas, fue por las calles hasta el Rialto, junto al cual se encontraba el despacho de su notario, el señor Massaria. El mismo que, el día de su regreso de la guerra, había ido a proponerle, para salvarlo de la ruina, que contrajera matrimonio con una desconocida, una joven suiza, hija de un banquero coleccionista, a la que se le había metido en la cabeza integrarse en Venecia como una piedra en un muro por la sencilla razón de que le gustaba Venecia.

Envuelto en su orgullo, aferrado a su honor, que rechazaba un matrimonio por dinero, Morosini se había negado en redondo. Y seguía sin lamentarlo, ya que esa postura había incitado a Lisa a convertirse en Mina para ver de cerca cómo era un personaje tan curioso. Tal como la conocía ahora, sin duda lo habría despreciado si hubiese aceptado. ¿Qué pareja habrían formado?

Eso fue lo que, al cabo de un momento, le contó a su viejo amigo, que lo escuchaba tranquilamente con los codos apoyados en su viejo sillón de piel negra y las manos unidas por la yema de los dedos, el semblante grave pero con un brillo de diversión en el fondo de los ojos y un ligero temblor de barbilla que muy bien podían ocultar el deseo de reír.

—Así que he venido por dos cosas —concluyó con un suspiro—. La primera es preguntarle si estaba usted al corriente del montaje de la señorita Kledermann.

La gravedad desapareció mientras el notario replicaba:

—¿Yo? ¿Al corriente? ¡De ninguna manera! Conozco bastante bien, creo, a Moritz Kledermann, y teniendo en cuenta a la vez sus cualidades y sus dificultades de entonces, forjamos aquel plan sin entrar demasiado en detalles.

Él se tomó su rechazo como debía ser tomado, con respeto y comprensión, y ahí acabó todo.

—¿Y a ella no la había visto nunca?

—No tuve ocasión. Si no, ya supondrá que la habría reconocido a pesar de su disfraz. ¿Qué otra cosa quería preguntarme?

—No se trata de una pregunta, sino de un favor que quiero pedirle. Necesito a alguien para reemplazar a... Mina, y he pensado que usted es el más calificado para ayudarme a encontrarlo. Tiene que ser alguien de confianza, por descontado.

—Su profesión hace que no sea tarea fácil. Claro que, una vez el señor Buteau restablecido, podrá encargarse de formar a esta nueva colaboradora.

—No me parecería mal que fuese un hombre. E incluso me pregunto si, después de todo, no sería preferible.

—¿Por qué no? En tal caso, tengo un joven pasante más aficionado a la historia y al arte que al derecho, y quizá podría ser la solución. Lo que ocurre es que ahora se encuentra ausente; ha tenido que ir a Sicilia por un asunto familiar.

—¿Un siciliano? ¡Qué horror! ¿Me ve a mí con un mafioso? —dijo Morosini, riendo.

—No tema. Se trata de la herencia de una tía que vivía en Palermo, pero es un veneciano de pura cepa. Tal vez resulte difícil convencer a su padre, un colega mío que desea que el muchacho lo suceda. Pero, después de todo, quizá sólo sería para una temporada, y su reputación profesional será una garantía para él. ¿Quiere que lo intentemos? Creo que estará de vuelta dentro de unos diez días.

Aldo reprimió una mueca. Diez días eran una eternidad teniendo en cuenta que él tenía que ir a Milán dos días más tarde, pero, puesto que no había alternativa, cerraría la tienda hasta su regreso y santas pascuas.

—Ya veremos cuando vuelva. Perdone por haberle robado parte de su tiempo —añadió, constatando que el teléfono había sonado en el despacho por lo menos tres veces sin que el señor Massaria respondiera.

—¡Faltaría más! Ya sabe lo mucho que me gusta charlar con usted. Me recuerda la época en que nuestra querida princesa Isabelle recurría a mí. Una época realmente feliz —añadió con un suspiro que traducía toda la nostalgia, toda la melancolía de un amor que jamás se había atrevido a decir su nombre.

—Para ella también —aseguró Aldo amablemente—. Sé que apreciaba mucho los ratos que usted pasaba con ella.

Fue mágico. El afable rostro, sobre cuya nariz redondeada cabalgaban unos lentes, se iluminó como si una súbita luz acabara de alumbrarlo desde el interior. El viejo y fiel enamorado de Isabelle Morosini iba a vivir durante semanas, meses quizá, con esa alegría que acababa de darle. Contento de sí mismo, Aldo se despidió, pero, en el momento en que se disponía a salir del despacho, el señor Massaria lo retuvo poniéndole una mano sobre el brazo.