Además, a Aldo le parecía oír aún, en el fondo de su memoria, la voz grave de Simon Aronov en los sótanos de Varsovia: «Sepa que una orden negra va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo...» ¿Cómo era posible no ver una similitud, una extraña premonición por parte del custodio del pectoral? Así pues, sin siquiera conocerlo, detestaba a Mussolini porque instintivamente desconfiaba de él.
El sarcasmo contenido en su última frase hizo abrir los ojos con asombro a la condesa Orseolo.
—No me dirás tú, Aldo, que ya le eres hostil cuando lo que está haciendo es poner orden en el país. Que no tengáis ninguna afinidad, no lo pongo en duda, pero lo que hay que mirar es el objetivo perseguido. Ese hombre sólo desea la grandeza de Italia. Es un patriota, como tú. Ha combatido, como tú.
—Yo combatí contra el aburrimiento en el nido de águilas austríaco donde estaba prisionero. Mira, reconozco que Italia está disgregándose, derrumbándose bajo el peso de la corrupción y de las ansias comunistas, que ya era hora de que un hombre se decidiese a intentar poner un poco de orden en este caos. Pero no tengo la impresión de que éste sea el apropiado. Lo que sé acerca de sus métodos no me inspira confianza.
—Llegarás a confiar en él, créeme. Tengo amigos que lo conocen y aseguran que es un genio. De todas formas, no voy a Roma para verlo o para intentar conocerlo. Voy por Spiridion.
—¿Tu lacayo?
—Yo lo llamaría más bien mi mayordomo. Posee, no sé si te lo había dicho, una voz admirable, pero necesita trabajarla, amplificarla, perfeccionarla. Tiene un gran futuro ante sí y quiero ayudarlo a triunfar. Le he conseguido una audición con el maestro Scarpini y, naturalmente, voy a llevarlo. Si Scarpini muestra interés por él, Spiridion puede confiar en que llegará a cantar en los mejores escenarios líricos y yo tendré la satisfacción de haber descubierto a una nueva estrella.
El entusiasmo un poco delirante que manifestaba desagradó a Morosini, que no pudo renunciar al malévolo placer de arrojar un jarro de agua fría sobre esa hoguera demasiado ardiente para su gusto:
—¿Y quién va a pagar las clases? No creo que Scarpini las regale.
—Claro que no. Me encargaré yo de eso.
—¿Puedes permitírtelo?
—No te preocupes. Gracias a ti y a... ciertas inversiones prudentes, ya no tengo problemas de dinero. Puedo preparar el porvenir de Spiridion sin pasar apuros económicos. Además, él me resarcirá con creces.
—Siempre y cuando las cosas salgan bien. Las voces excepcionales escasean, incluso aquí. Te expones a que tu presupuesto mengüe considerablemente, y quizá por eso harías bien en reconsiderar mi propuesta. Tu viaje a Roma no me parece que sea un obstáculo infranqueable: llevas a tu griego, lo presentas; si se interesan por él, lo dejas, si fracasa, vuelves con él en espera de otra oportunidad y santas pascuas. Te pagaré, ¿sabes?
Adriana se arregló el velo que envolvía su minúsculo sombrero, se estiró los guantes, cruzó y descruzó las piernas, que seguían siendo muy bonitas, y finalmente sonrió con cierta incomodidad.
—Te conozco demasiado para ponerlo en duda y me gustaría poder ayudarte, pero por el momento es imposible. No puedo dejar a Spiridion solo en Roma. No conoce a nadie, estaría perdido...
—No es un niño, y no tiene aspecto de perderse fácilmente —protestó Morosini, recordando las facciones puras, el aire arrogante y la figura musculosa del griego—. ¿No crees que exageras un poco?
—No. Además de que no lo conoces, siempre has tenido prejuicios contra él. En realidad, cuando me alejo de él sólo hace tonterías, como si fuera un niño. Y como estoy segura del juicio de Scarpini, calculo que me quedaré uno o dos meses.
Morosini montó en cólera.
—¡No me dirás que vas a vivir con él! Y si es ésa tu intención es que has perdido la cabeza —le espetó con brutalidad—. Eres mi prima, llevamos la misma sangre, ¿y vas a amancebarte con un criado? ¡No creas ni por un momento que voy a permitírtelo!
Si pensaba herirla, se equivocaba. Ella se limitó a echarse a reír, aunque, a decir verdad, de un modo un tanto forzado.
—No seas tonto, Aldo. No viviré con él, aunque no sé qué tendría de raro; hace años que vive bajo mi techo sin que a nadie le parezca mal. ¿Adónde iríamos a parar si tuviésemos que alojar a los sirvientes a dos o tres kilómetros de nuestra casa? Pero admito que, si deja de pertenecer a mi casa, es preciso marcar ciertas distancias. Si Scarpini no puede alojarlo, le buscaré una pensión; en cuanto a mí, cuento con la hospitalidad de mis primos Torlonia. Son unos apasionados de la música, sobre todo del bel canto, y...
Continuó hablando, un poco en el tono de quien recita una lección, ensartando palabras, frases, razones que Aldo apenas escuchaba, sensible únicamente a la especie de júbilo que ese flujo verbal delataba: a todas luces, la sensata condesa Orseolo estaba exultante pensando en los días felices que iba a pasar en Roma con ese muchacho, apuesto y jovencísimo, al que Morosini habría jurado que la unía un sentimiento distinto del amor a la música.
Un tanto irritado, puso fin a la conversación con la excusa de que tenía una cita con su notario. Se levantó, acompañó a su prima hasta la góndola que la esperaba y la besó deseándole un buen viaje.
—Da señales de vida de vez en cuando —dijo.
Entró en casa mucho más descontento de lo que quería confesarse a sí mismo. «¿De qué mujer fiarse, Dios mío, si el parangón de las viudas de Venecia, la ejemplar Adriana, con su belleza un poco severa de madona contemplativa, se ponía al borde de la cincuentena a andar de picos pardos como una criatura cualquiera?»Como quería mucho a su prima, se reprochó ese juicio temerario, y al encontrarse en el vestíbulo con la persona olímpica y, sobre todo, la mirada interrogadora de su fiel Zaccaria, se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y declaró, suspirando:
—En fin, tendré que ingeniármelas para encontrar un ayudante para el señor Buteau cuando pueda reincorporarse al trabajo. La condesa se marcha a Roma y estará más de un mes allí.
No tuvo tiempo de decir nada más, y el mayordomo tampoco, pues una voz furiosa se alzó en la vasta sala:
—¡Jamás hubiera creído que viviría lo bastante para ver con mis propios ojos un escándalo como ése! ¡Doña Adriana tiene que haberse vuelto loca! Madonna Santissima! ¿Quién habría imaginado semejante conducta por parte de tan gran dama?
Cual una fragata arribando a puerto con empavesada de gala, Celina, apenas contenidos los oropeles multicolores que le gustaba vestir por el delantal blanco almidonado y estirado sobre su vasta persona, las cintas de la cofia revoloteando movidas por el viento de su cólera, acababa de salir del cortile que llevaba directamente a la cocina. Zaccaria, su esposo, intentó atraparla al vuelo, pero ella lo rechazó enérgicamente y se plantó delante de Aldo clamando:
—Y tú, príncipe Morosini, tú, su primo, ¿vas a dejarla hacer eso?
Era inútil preguntar qué entendía por «eso». Celina, reconocida como la mejor cocinera de Venecia, era una potencia dotada de un servicio de información que le permitía saber todo lo que pasaba en la ciudad sin moverse del palacio Morosini.
—Deberías calmarte, Celina —dijo Aldo, esforzándose en mostrarse despreocupado—. Y sobre todo no prestar tantos oídos a tus chismosas favoritas. Lo interpretan todo al revés y creo que eso es lo que han hecho en este caso. Doña Adriana va a pasar unos días en Roma para confiar a su lacayo a un famoso maestro de canto.
—¿Su lacayo? —repuso en tono irónico la voluminosa napolitana—. ¡Querrás decir su amante!
—¡Celina! —dijo Morosini con severidad—. Sabía que eras charlatana, pero no que tuvieras la lengua afilada. ¿De dónde has sacado eso?
—No he tenido necesidad de sacarlo de ningún sitio. Toda Venecia lo comenta. Si te digo que se acuesta con Spiridion es porque la pobre Ginevra ha venido esta mañana a llorar en mi hombro. Como sabía que doña Adriana comía hoy aquí, confiaba en que al menos tú conseguirías impedir que hiciese esa... esa... indecencia. Pero lo único que a ti se te ha ocurrido decirle es «buen viaje», sin intentar siquiera por un instante retenerla.
—Yo no puedo retenerla. Es viuda, libre, mayor...
—Eso sí, y desde hace bastante. Te aseguro que tu pobre madre, nuestra santa princesa Isabelle, habría sabido decir lo que corresponde, y lo que corresponde es esto: una mujer de cincuenta años y un petimetre de treinta casan mal..., por muy bien que se entiendan en la cama.
—¡Pero bueno! —replicó Morosini, enfadado—. ¡No puedes creer una cosa así! No te ciegues: Ginevra es vieja, está celosa de la influencia que ha adquirido ese muchacho, al fin y al cabo antipático, pero de ahí a afirmar que es su amante hay un buen trecho. ¡No habrá hecho de carabina, digo yo!
—Ella no ha hecho nada, pero ha visto —le declaró Celina en un tono dramático, acompañado de un gesto acusador hecho con el brazo—. Ha visto a la que ella llamaba su pequeña madona entre los brazos del amalecita, como ella dice. Fue una noche en que el reuma le impedía dormir, ¡pobre anciana! Bajó a la cocina para calentarse un vaso de leche. Era muy tarde y Ginevra pensaba que todo el mundo dormía. Pero, al pasar por delante de la puerta de doña Adriana, seguramente mal cerrada, vio un poco de luz y, sobre todo, oyó ruidos... extraños. Suspiros, gemidos... Un poco preocupada por si la condesa estaba enferma, empujó la puerta...
—Y echó un vistazo, ¿no? —dijo Aldo con ánimo burlón—. Y por pura curiosidad, porque no creo ni por un instante que estuviera preocupada. Si los ruidos que oía eran los que imagino, no tienen nada que ver con el dolor, y tú lo sabes perfectamente.
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