—¿Y no asistí a su boda?

—Sí, pero con una segunda intención. Además, ahora no queda gran cosa de esa unión.

—No queda absolutamente nada. Lady Ferrals está en la cárcel, expuesta a ser...

—Ejecutada por asesinato. Lo sé. Desde que se fue, he seguido la prensa inglesa. Debe de sentirse muy desdichado. Eso explica por qué intenta convencerme de que vuelva: mi marcha le ha obligado a irse de Inglaterra, cuando usted no tenía ningunas ganas de hacerlo, reconózcalo.

—Es verdad, no lo niego. Aparte de la situación de lady Ferrals, me retenían otros intereses.

Lisa le dirigió por primera vez una sonrisa, pero cargada de ironía.

—¿El famoso diamante del Temerario, que robaron delante de sus narices y desgraciadamente al precio de una vida humana? No me diga que espera que aparezca.

—¿Por qué no? Los de Scotland Yard no han perdido la esperanza. Incluso tienen una buena pista, así que no es tan descabellado. De todas formas, mi amigo Vidal-Pellicorne sigue allí y me mantendrá informado.

—Entonces, todos contentos... Creo que ha llegado el momento de despedirnos. Supongo que espera al señor Vauxbrun, ¿no?

—Así es. ¿Y usted?

—A mi primo Gaspard Grindel. Dirige la sucursal francesa del banco Kledermann y es un buen amigo.

Lisa se volvió, dando a entender que la conversación había terminado. Sin embargo, Morosini experimentaba una curiosa dificultad para alejarse. No resulta fácil borrar dos años de vida en común y de fiel colaboración. Quiso ganar unos minutos más.

—¿Es una indiscreción preguntarle cuáles son sus planes?

—No tengo ni idea.

—¿Podrá... olvidar Venecia?

Ella respondió con una risa ligera, chispeante de alegría y terriblemente burlona.

—¿Es una manera indirecta de preguntarme si podré olvidarle a usted?... ¡Yo creo que sí! En el caso de Venecia será más difícil, claro. De momento, iré a pensar en ello en Viena, a casa de mi abuela. ¡Ah!, ahí está Gaspard.

La puerta giratoria acababa de dejar paso a una especie de dios nórdico, rubio y gris, exhibiendo una sonrisa radiante que a Aldo le pareció antipática. Al ver a su prima conversando con un desconocido, se detuvo frunciendo el entrecejo, pero Lisa hizo un ademán indicándole que se acercara. La joven presentó a los dos hombres, anunciando a Morosini como un amigo al que había conocido en Venecia durante su última estancia, tras lo cual tendió la mano a este último, que se inclinó y no tuvo más remedio que volver a su mesa.

En ese momento, Gilíes Vauxbrun (Napoleón en la madurez vestido en Savile Row) se dirigía hacia él después de haber estrechado la mano a Albert Blazer. Pero, mientras se acercaba, su mirada no se apartaba de Lisa, cuya mesa se hallaba separada de la de Aldo por unas plantas con flores.

—¿Hay una parisina a la que todavía no conozco? —susurró con expresión golosa—. Es encantadora, deberías presentármela.

—Para empezar, es suiza, y para acabar, la conoces.

—¿Yo? La recordaría.

—Quiero decir que la conociste —masculló Morosini— cuando se llamaba Mina van Zelden y era mi secretaria.

—¿Cómo?

—Has oído bien. Esa que ves ahí vestida por Madeleine Vionnet o Jean Patou y que está besando a ese armario rubio es Mina. Debo decirte que su verdadero nombre es Lisa Kledermann, que es hija...

—¿Del banquero coleccionista?

—¡Premio! Ahora, si quieres que te cuente la historia, apresúrate a ofrecerme algo de beber. Lo necesito urgentemente.

Mientras Aldo relataba a su amigo los sucesos de las últimas cuarenta y ocho horas, la sala iba llenándose de gente: políticos que saludaban al presidente del Consejo, Raymond Poincaré, que acababa que sentarse a una mesa con dos secretarios de Estado, algunos acompañados de mujeres destacadas, en especial la cantante Marthe Chenal y la poetisa Anna de Noailles, que iba con una corte de admiradores, el escritor Henry Bordeaux, el poeta Paul Géraldy... Otros más anónimos, pero con esa alegría en el semblante de quien se dispone a comer bien. El murmullo de las conversaciones no tardó en aislar a Gilíes y Aldo, impidiendo a este último oír lo que Mina y su primo se decían.

Éstos no se entretuvieron. Se marcharon los primeros, saludados por Albert y seguidos con la mirada por Aldo, que no pudo evitar que se le encogiera un poco el corazón cuando los cristales giratorios de la puerta engulleron a la bonita muchacha vestida de terciopelo verde a la que quizá no volvería a ver jamás. Tras dejar el cubierto en el plato, todavía medio lleno, encendió un cigarrillo, absorto en la contemplación de aquella puerta por la que ya no pasaba nadie. Vauxbrun también dejó de trocear su perdiz con coles.

—¿Sigues enamorado de tu polaca? —preguntó.

—Creo... que sí —dijo distraídamente.

El anticuario hizo una seña al camarero para que llenase las copas.

—Después de todo, es cosa tuya —dijo, antes de introducir otro tema de conversación.

Pero cuando, llegada la noche y un poco antes de las ocho y media, Aldo montó, en el andén 7, en el Orient-Express que iba a llevarlo a Venecia, aún no había conseguido apartar de su mente a la que nunca más volvería a ser Mina. Tenía la desagradable impresión de que acababan de robarle algo.

SEGUNDA PARTE

La sangre de la Rosa

Otoño de 1922

                                                                                     8. Una petición de socorro

El suave aroma del café de Celina llenaba el salón de las Lacas, donde Aldo acababa de comer en compañía de su prima Adriana. La comida había sido, como siempre, un éxito. Feliz de volver a ver a un señor al que seguía llamando su «niño», la cocinera de los Morosini daba libre curso a su talento y su inspiración, y tanto sus platos como su café habían alcanzado el grado de sublime. Sin embargo, Morosini no llegaba a experimentar la euforia que habitualmente le producía la buena mesa. Mientras removía en una minúscula taza de porcelana francesa el untuoso brebaje, mantenía clavada en su prima una mirada cargada de furia que la hacía pasar del gris azulado al verde: por primera vez, Adriana se negaba a ayudarlo.

El día anterior había ido al hospital San Zanipolo con la esperanza de traerse a Guy Buteau, operado hacía diez días, pero el cirujano había manifestado su deseo de que el paciente se quedara cuarenta y ocho horas más para efectuar ciertas comprobaciones; después, todo iría bien si el antiguo preceptor era razonable y respetaba una convalecencia de tres semanas como mínimo antes de reanudar sus actividades normales.

Aquello suponía una contrariedad para Morosini, pues tendría que cerrar la tienda para acudir a dos importantes ventas anunciadas en Milán y en Florencia respectivamente con unos días de intervalo. No obstante, se había guardado de manifestar su preocupación a su amigo Guy, ya suficientemente apenado. La marcha de Mina le había afectado mucho, y como sabía por experiencia el minucioso trabajo que exigía una de las tiendas de antigüedades más famosas de Europa, se había mostrado inquieto.

—¿Cómo se las va a arreglar, Aldo? Están las dos subastas a las que tenía que asistir, y el señor Montaldo llega de Cartagena para recoger el aderezo mongol que compramos hace tres meses...

—No se atormente. Le pediré ayuda a mi prima Adriana. No será la primera vez que se queda a cargo de la tienda, y además se entenderá muy bien con el señor Montaldo. Lo seducirá y quizás hasta consiga venderle otras piezas.

Ese optimismo no duró mucho; justo el tiempo de sentarse a la mesa con Adriana. Nada más empezar a hablar, ésta lo interrumpió.

—Lo siento, Aldo, pero me voy a Roma pasado mañana.

—¿A Roma? No me dirás que vas a unirte a la tropa de aduladores de Mussolini...

En los últimos días de octubre de 1922, Italia vivía una profunda transformación que el estado de anarquía reinante en el país desde la guerra, un estado ante el que el rey Víctor Manuel III se mostraba impotente, había hecho necesaria. Unos ex combatientes reducidos a la miseria y al paro, una pequeña burguesía arruinada por la caída de la moneda y una creciente agitación obrera hacían alzarse en el horizonte el espectro del bolchevismo. Entonces había aparecido un hombre, un maestro hijo de campesinos romañeses que se había hecho periodista, un ex combatiente en el que había arraigado la idea de que una nación armada y movilizada representaría el mejor ejemplo para una comunidad democrática. Así, el 23 de marzo de 1919 Benito Mussolini había fundado en Milán los primeros «fascios» de combate, compuestos de antiguos soldados con aspiraciones más bien antinómicas en las que trataban de concurrir el nacionalismo puro y duro y un vago socialismo republicano. El uniforme de estos «fascistas» era una camisa y un gorro negros, su arma preferida la violencia, y sin embargo, ante ellos las multitudes se alzaban en masa, ávidas de un orden olvidado hacía tiempo y animadas por un ardiente deseo de ver a la debilitada Italia levantarse de nuevo para recuperar el esplendor perdido y el poder de la Roma antigua.

En el congreso de Nápoles, el que se hacía llamar el Duce se sintió suficientemente fuerte para exigir la disolución de la Cámara y su propia participación en el poder. A continuación, organizó la marcha sobre Roma (27-29 de octubre de 1922). Tal vez el rey habría podido detener el avance de aquellos locos demasiado populares, pero hubiera sido necesario hacer intervenir al ejército, proclamar el estado de sitio, y Víctor Manuel no quiso. El 30 de octubre, pidió a Mussolini que formara el nuevo gobierno y el romanes cambió la camisa negra por el chaqué, el pantalón de rayas y el sombrero de copa.

Naturalmente, los intelectuales, de izquierdas y no tan de izquierdas, los librepensadores, la Iglesia y las clases elevadas de la sociedad no veían sin cierta inquietud que el poder hubiera caído en manos de gente de la que no resultaba difícil imaginar que planeaba instaurar una dictadura tan rígida quizá como la de los soviets. Sin embargo, eran bastantes los que, por patriotismo y por añoranza de la grandeza pasada, concedían el beneficio de la duda a ese Mussolini que se creía una encarnación de una leyenda cesariana. Con todo, Mussolini respetaba el juego de la legalidad. Se pudo ver a sus milicias desfilar hasta el Quirinal para rendir homenaje al rey, depositar una corona en el monumento al soldado desconocido y por último asistir en la iglesia de Santa María degli Angeli, con el nuevo gobierno, a una misa de réquiem presidida por los reyes. Sí, todo eso era bello, noble, pomposo, grandilocuente incluso, y al príncipe Morosini no le gustaba la grandilocuencia. Tan poco como el aspecto brutal, vulgar y arrogante del nuevo dirigente. Ya se hablaba de disturbios sofocados de forma sangrienta, de estudiantes encarcelados, maltratados, de intervenciones de una policía paralela que, demasiado segura de un poder que deseaba que fuera total, elaboraba listas y hacía fichas para vigilar mejor a los que parecieran respirar a otro ritmo.