—Bueno, si quieres que te diga la verdad, me alegraré de no seguir oyéndote lamentarte sin una razón de peso. Además..., no he perdido la esperanza de que la suerte, si te das un poco de prisa, te dé un empujoncito haciendo que te encuentres con Mina en el tren o en el barco. Porque, si quieres saber mi opinión, lo que más te fastidia es haberla perdido.

—¡Tú estás loco!

—De eso nada. Lo quieras o no, y aunque sólo sea por comodidad, le tienes apego. De modo que, si llegas a encontrártela, trágate el orgullo e intenta entenderte con ella. Porque yo creo que es la mejor manera que tienes de volver pronto.

Al día siguiente, Aldo tomaba asiento en el boat-train que le permitiría ir, vía Dover, a Calais y París, donde sólo haría una breve escala antes de montar en el Simplon-Orient-Express. Ni siquiera tendría el consuelo de ir a comer a casa de tía Amélie. En esa época del año, debía de estar viajando por alguna parte de Europa.

Se había negado a que Adalbert lo acompañara. Detestaba las despedidas en un andén, donde los minutos se hacen, según los casos, demasiado cortos o interminables. Además, entre hombres era bastante ridículo, y la visión de Vidal-Pellicorne agitando un pañuelo mientras el convoy se ponía en marcha no tendría efecto alguno en su humor taciturno, que la perspectiva de un viaje empeoraba. Por si fuera poco, hacía un tiempo espantoso; la combinación de lluvia y viento iba a hacer que el canal de la Mancha estuviera en su mejor forma para zarandear los estómagos de los pasajeros.

Aldo salió bastante bien parado. Una vez en París, facturó el equipaje en la estación de Lyon y, con las manos libres y tiempo disponible, fue en taxi a la calle Alfred-de-Vigny, donde, como suponía, sólo encontró a Cyprien, el viejo mayordomo. La señora marquesa y la señorita Plan-Crépin estaban en Italia.

—Con un poco de suerte, las encontraré en mi casa —dijo Morosini, reconfortado por esa idea.

Después de asearse un poco, telefoneó a su amigo Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, y quedó con él para comer. Se encontrarían a las doce y media en el restaurante Albert, uno de los mejores de París, que se hallaba situado en los Campos Elíseos, enfrente del Claridge.

Dado que el otoño parisino estaba siendo más clemente que el de Londres, el viajero hizo que lo dejaran en la plaza de la Concordia con la intención de recorrer a pie la avenida más bonita del mundo. Pensaba saborear en paz los juegos de un sol suavizado por las frondosas ramas de los árboles. Le gustaba detenerse junto a los tiovivos, donde los niños, montados en caballos de madera, intentaban atrapar unos aros de hierro con una varilla bastante parecida a una lezna de zapatero; el que ensartaba más al cabo de unas vueltas ganaba el reconocimiento general y un pirulí. Sin embargo, esa mañana no había casi nadie; la grisura inglesa debía de haber viajado en el mismo barco que Morosini, pues de pronto el cielo se encapotó, se levantó viento y empezó a llover. En vista de lo cual, echó a correr en dirección al restaurante, adonde llegó con antelación.

La sala estaba todavía vacía, pero un deferente maître condujo al recién llegado a la mesa reservada por el señor Vauxbrun y le informó de que «el señor Albert» estaría encantado de ir a saludarlo un poco más tarde. Morosini no era un desconocido en aquella casa, a la que había ido en varias ocasiones durante sus estancias en París. En cuanto al «señor Albert», que sería un día el célebre maître de Maxim's, era un suizo de Thun que había pasado por diferentes hoteles y restaurantes de lujo antes de abrir su propio establecimiento y de convertirse en el mejor anfitrión de París.

Acababa de hacer su aparición y se disponía a acercarse a la mesa donde Morosini leía un periódico para matar el tiempo cuando la puerta giratoria se abrió, dejando paso a una joven alta y delgada, muy elegante, que vestía un conjunto de terciopelo verde oscuro con aplicaciones de piel de zorro tan roja, aunque menos dorada, que la masa brillante de sus cabellos, sobre los que llevaba un sombrerito también de terciopelo.

—¡Albert, espero que no me niegue su hospitalidad! —exclamó la recién llegada—. Es horriblemente vulgar llegar con antelación, pero se ha puesto a llover cuando he salido de Guerlain y he pensado que aquí es donde mejor estaría para esperar a mi primo Gaspard.

—Señorita Lisa, ¿es usted? —dijo Albert Blazer, precipitándose hacia la joven para liberarla de los paquetes atados con cintas que llevaba en las manos—. ¡Qué placer tan insospechado! Se hace usted muy cara de ver. Han pasado por lo menos..., sí, por lo menos dos años desde la última vez que vino. ¿Me permite preguntarle dónde se había metido?

—Bueno, he ido un poco de aquí para allá... Y ahora estoy en París de paso, para hacer unas compras.

—¿Todavía no se ha casado?

—¡Oh, no, líbreme Dios! Espero que me ponga en un rincón tranquilo. Hay siempre tanta gente en su restaurante...

—Por supuesto que sí. Acompáñeme, por favor. La pondré en la rotonda. Es el lugar donde instalo a mis clientes preferidos.

Albert fue directo a una mesa cercana a la que ocupaba Morosini, quien, sin saber muy bien qué actitud adoptar, dudaba entre esconderse detrás del periódico o acercarse a ella. Si Albert no la hubiera llamado Lisa, habría tenido dificultades para reconocer a la ex Mina en aquella bonita mujer que llevaba con tanta gracia una creación a todas luces de alta costura. El rostro era el mismo y a la vez muy diferente. Las pecas continuaban presentes en la naricilla recta, pero ningún cristal demasiado brillante ocultaba la luminosidad de los ojos violeta, bajo las espesas pestañas oscurecidas por un maquillaje tan ligero como el que acentuaba los contornos de la risueña boca. El escote del vestido mostraba un cuello largo y delgado, hasta entonces acortado por unas blusas y unas chaquetas cerradísimas. La verdad es que era increíble. ¿Qué demonios había podido empujar a esa encantadora criatura a disfrazarse de ese modo durante casi dos años?

Aldo decidió levantarse e ir a saludarla. Al reconocerlo, ella palideció y retrocedió instintivamente.

—Póngame en otro sitio, Albert. Más cerca de la entrada.

Ya estaba dando media vuelta cuando Aldo llegó a su altura.

—Por favor, no se vaya. Me marcharé yo, pero concédame unos instantes. Me parece... que es necesario. Que nos lo debemos los dos... ¿Le importa dejarnos solos un momento, Albert? Yo acompañaré a la señorita Kledermann a su mesa —añadió dirigiéndose al suizo, desconcertado por lo imprevisto de lo sucedido.

—Por supuesto, príncipe..., si la señorita Kledermann está de acuerdo, claro.

La joven sólo vaciló dos o tres segundos.

—¿Por qué no? Acabemos con esto, ya que todavía no ha llegado nadie. Pero no hay ninguna razón para que se prive de comer aquí. Bastará con que Albert nos aleje.

Se sentó abriendo más ampliamente el cuello de piel del abrigo y de su piel se desprendió un perfume fresco y ligero, un verdadero perfume de muchacha que el sensible olfato de Aldo identificó. Era Después del Aguacero, o sea, el más indicado para la ocasión. Durante un momento, Morosini se quedó contemplando a su compañera en silencio.

—Bueno —se impacientó ella—, ¿qué tiene que decirme?

—En este momento, no gran cosa. La miro e intento comprender.

—¿Comprender qué?

—Cómo ha podido tener valor para enterrarse viva bajo los increíbles atuendos que nos obligaba a soportar.

—Era imprescindible para lograr el objetivo que me había propuesto; es decir, conocerlo desde dentro y, sobre todo, introducirme en el magnífico palacio Morosini, uno de los más hermosos de Venecia y el que más me atraía. Quería entrar, vivir allí... y también ver de cerca a un hombre que, estando arruinado, había preferido trabajar a pactar un matrimonio ventajoso. Una rara avis.

—Eso lo entiendo, pero ¿por qué el disfraz? ¿Por qué no preparó un encuentro con un nombre falso? Lo tenía todo para seducirme —añadió con mucha dulzura. Una dulzura que ella rechazó.

—¿Para conseguir qué? ¿Convertirme en una de sus amantes?

—¿Me ha conocido muchas?

—No, pero he tenido conocimiento de una o dos aventuras: una aquí y la otra en Milán. No han durado mucho y ninguna ha ido a vivir al palacio. Y eso es justo lo que yo quería: integrarme en sus paredes antiguas, impregnarme de su atmósfera cargada de historia, permanecer a la escucha de lo que cuentan. Eso sólo era posible convirtiéndome en lo que elegí ser: una secretaria cualquiera, insignificante pero inteligente y capaz. El tipo de personaje del que cuesta trabajo separarse. Y me he visto recompensada por los pequeños inconvenientes que he tenido que sufrir. Para empezar, estaba Celina, cálida, generosa, a la vez volcán y cuerno de la abundancia. Irresistible. Y luego el majestuoso Zaccaria, y Zian, el gondolero, y las camareras gemelas... Su prima también, con su pasión por la música y los objetos bellos... En el fondo tengo que darle las gracias. En su casa he sido feliz.

—Entonces, vuelva. ¿Por qué hay que destruirlo todo? Reincorpórese a su puesto. Usted será diferente, claro, pero...

Morosini acababa de aprisionar con un gesto vivo la mano de su compañera, pero ella la retiró inmediatamente y lo interrumpió:

—No. Ya no es posible. La gente se burlaría y yo no podría soportarlo. De todas formas, seguramente no me habría quedado mucho tiempo más.

—¿Por qué? ¿Estaba harta de ese disfraz?

—No, pero trabajar con un soltero es una cosa que cambia cuando éste se convierte en un hombre casado.

—¿De dónde ha sacado que iba a casarme?

—¿Acaso no estaba pensando en ello la primavera pasada, cuando fui a casa de la señora de Sommières? Estaba muy enamorado de esa condesa polaca.