Eso, Aldo lo creía a pie juntillas. Conocía lo suficiente a Dianora para imaginarla en su papel de madrastra; seguro que no había hecho ningún esfuerzo para granjearse la simpatía de una hija cuya presencia en el hogar paterno la envejecía.

—Por cierto —prosiguió Kledermann—, me gustaría que me contara cómo se las compuso Lisa para conseguir trabajar para usted.

Morosini contó entonces que se habían conocido en el Rio dei Mendicanti, adonde la joven había caído al retroceder para admirar mejor la estatua del Colleone en el momento en que él salía de la misa de boda de un amigo en San Giovanni e San Paolo.

—Fue un simple accidente —dijo para acabar.

—No lo crea —repuso el banquero riendo—. Cuando Lisa quiere algo, se las ingenia para conseguirlo. Y ya la ha oído, quería conocer al hombre que no había querido saber nada de ella, así que seguro que llevó a cabo una minuciosa investigación. No le quepa duda de que ese accidente no tuvo nada de fortuito. Estaba programado, como dicen los norteamericanos.

—¡Qué va, no exagere! No sabiendo nadar, se arriesgaba a ahogarse.

—¡Pero si nada mejor que una trucha! A los quince años ya atravesaba el lago de Zúrich de una orilla a otra. Le digo que lo tenía todo planeado. La identidad falsa y los documentos falsos también, por descontado. Y estoy convencido de que ha perdido usted a una valiosa ayudante. Pero a lo mejor ahora vuelve a su casa...

—Me extrañaría. Y de todas formas, en estas condiciones ya no quiero que continúe trabajando conmigo. Como todo buen veneciano, me gustan las mascaradas, pero no en mi casa. Necesito tener una confianza absoluta en mis colaboradores. Aunque eso no quiere decir que no la echaré de menos, claro. ¿Quiere que acabemos ahora con esto? —añadió, cogiendo el paquete que había dejado la joven.

—Con mucho gusto.

En los minutos que siguieron, Aldo olvidó un poco sus quebraderos de cabeza, como siempre que tenía la oportunidad de contemplar piedras perfectas. La diadema de la condesa Soranzo era una pieza deliciosa, compuesta de lazos de diamantes que sujetaban ramitas floridas armoniosamente dispuestas en torno de una soberbia piedra tabla que constituía el corazón de una margarita de perlas y diamantes. En cuanto a Kledermann, estaba al borde del delirio.

—¡Es magnífica! ¡Espléndida! ¡La alhaja de una reina! Quiero decir de una reina de verdad, y ha debido de brillar en frentes ilustres. ¡Me juego la cabeza a que es el Espejo de Portugal! Tiene que vendérmela.

—¿Y qué voy a decirle a lady Ribblesdale?

—Pues... que su amiga ya ha encontrado un comprador, o que se ha arrepentido y no quiere venderla..., qué sé yo. La americana nunca se enterará de que lo tengo yo. No se lo diré ni a mi esposa. Será la manera más segura de que reine la paz —añadió con una sonrisa—. De lo contrario, no pararía de acosarme para que la dejase llevarlo, y tengo la desgracia de ser demasiado débil con ella. ¿Qué le parece si me da un precio?

Desde que habían subido a sus habitaciones, Aldo no paraba de pensar. Su brutal separación de Mina —¿llegaría algún día a llamarla Lisa?— lo ponía en una situación difícil, ya que Guy Buteau se encontraba todavía en el hospital. Iba a tener que regresar a Venecia para velar él mismo por su tienda de antigüedades, hacerse cargo de los asuntos corrientes —gracias a Dios, su secretaria huida no era mujer de las que dejan desorden a su paso— y asistir a dos ventas anunciadas para final de mes, una en Milán y la otra en Florencia. Todo eso le dejaba poco tiempo para un tira y afloja con lady Ribblesdale. Además, la idea de que la diadema pasara a formar parte de una de las principales colecciones europeas le hacía bastante gracia. Sería más reconfortante que verla navegar por los salones sobre la cabellera ondulada de una beldad ya un poco pasada... En realidad, hacía rato que ya había tomado una decisión.

El trato quedó cerrado en un santiamén. No sólo Kledermann no discutió el precio pedido, sino que, tal como había anunciado, lo aumentó. En honor a la verdad, había que reconocer que Dianora no exageraba al afirmar que Moritz era un señor. Éste acababa de demostrarlo y Morosini, imaginando la alegría que muy pronto invadiría a María Soranzo, se sentía un poco menos triste de verse obligado a partir.

Porque, por primera vez en su vida, Aldo no estaba encantado de tener que volver a Venecia. Hasta entonces, cada regreso a casa le causaba una profunda alegría. Le encantaba su ciudad, su palacio y los que lo habitaban, la atmósfera de Venecia, su población animada, vistosa y, al mismo tiempo, muy digna. Nada que ver con Londres, que a él no le gustaba mucho. Y sin embargo...

Kledermann también iba a marcharse, pero con una disposición de ánimo distinta; él tenía lo que quería y la brevedad de su entrevista con una hija a la que llevaba dos años sin ver no parecía traumatizarlo en exceso. Resumía el suceso en dos escuetas frases: «Lisa es así. Es inútil interponerse en el camino que ella ha escogido.» Para ese suizo tranquilo y ponderado, lo importante debía de ser que gozara de buena salud y estuviera satisfecha de su suerte.

Los dos hombres se despidieron amigablemente. Aldo fue invitado con una apacible cordialidad a visitar la gran morada de los Kledermann en Zúrich.

—Mi mujer, a la que debió de conocer cuando vivía en Venecia, estará encantada de recibirlo y de hablar de otros tiempos con usted —aseguró el banquero con la santa inocencia de un marido que no conoce a fondo a su esposa.

Aldo, por supuesto, prometió ir, pero jurándose no hacerlo por nada del mundo. No dudaba ni por un instante de la buena disposición de Dianora hacia él, pero lo que quería por encima de todo era estar lo más lejos posible de ella.

Una vez liberado de su visitante y de la diadema Soranzo, Aldo escribió a lady Ribblesdale una de esas mentiras que constituyen la base de toda sociedad llamada civilizada: la informaba de unas dificultades inesperadas que habían surgido con el propietario de la diadema y que lo obligaban a volver a Venecia de inmediato para tratar de resolver el conflicto. Tras añadir a esto algunos cumplidos tan discretos como bien escogidos, el escritor consideró, no sin satisfacción, que acababa de poner fin a un asunto bastante mal iniciado y que, con un poco de habilidad, no volvería a oír hablar de la ex Mrs. Astor.

Acababa de terminar esta pequeña obra maestra cuando Adalbert, con las mejillas sonrosadas y los ojos animados, hizo su entrada trayendo consigo los húmedos olores de la calle. El arqueólogo estaba de un humor excelente; acababa de encontrar en Chelsea, en Cheyne Walk, una encantadora casa antigua con un estudio que había albergado hasta su muerte al pintor Dante Gabriel Rossetti.

—He pensado que te encontrarías a gusto entre las paredes de un artista de origen italiano, y ya verás, estaremos como reyes en cuanto Théobald haya tomado posesión del lugar.

—No lo dudo ni por un momento, pero desgraciadamente lo disfrutarás solo porque yo tengo que volver a casa.

Acto seguido, le contó el suceso que había cambiado sus planes de arriba abajo para imponerle la prosaica tarea de ocuparse de su negocio.

—Sin contar con que vas a tener que buscar otra secretaria —suspiró Vidal-Pellicorne—. ¿Es fácil allí?

—¡Qué va! Y en cuanto a encontrar otra Mina, es pedir un imposible. Piensa que hablaba cuatro idiomas, conocía la historia del arte tan bien como yo y distinguía una turmalina de una amatista. Además de ser ordenada, alegre y tener sentido del humor bajo su apariencia arisca. Oírla reír era un auténtico placer, quizá porque era bastante raro. ¿Dónde quieres que encuentre una joya así?

Mientras Aldo hablaba, Adalbert lo observaba con una vaga sonrisa y los ojos muy abiertos.

—Parece difícil, pero ¿por qué no intentas recuperarla? A lo mejor vuelve a Venecia, puesto que,' al parecer, fue su amor por la Serenísima lo que la llevó a tu casa. Supongo que tendrá allí cosas por las que siente apego y que querrá recuperar. Ya que tienes que ir, prueba fortuna.

—No creo que funcionara. Ahora que me he enterado de quién es, nuestras relaciones ya no serían las mismas. En fin, más vale que me resigne. Lo que me fastidia es que no tengo ni idea de cuándo podré volver.

—Pues cuando Buteau se haya recuperado. Con o sin secretaria, conseguirá salir adelante; al fin y al cabo, no diriges una fábrica. Dentro de unas semanas como máximo estarás aquí. De momento puedo proseguir solo nuestras indagaciones.

—Ya sé que puedo contar contigo, pero me molesta faltar a mi palabra con Simon Aronov.

—Mientras no hayamos descubierto la verdadera Rosa de York, no tienes nada que reprocharte. A decir verdad, yo creo más bien que lo que te fastidia es alejarte de Brixtonjail.

—Sí. He acabado por comprender que no puedo esperar gran cosa de Anielka, puesto que nunca llegaré a saber a quién ama de verdad, pero me habría gustado tanto ayudarla a salir de este mal paso...

—En eso también trataré de reemplazarte. Me las arreglaré para entablar buenas relaciones con su abogado y te mantendré al corriente.

—Te lo agradezco, pero si ese condenado Ladislas se cruzara en tu camino no lo reconocerías, ya que no lo has visto nunca. A mí no se me escaparía. Además, está también el caso Yuan Chang-lady Mary, que me habría gustado seguir de cerca...

—¡Sí, hombre!, ¿y por qué no todo el trabajo de Scotland Yard? Esa historia ya no es cosa nuestra, así que olvídate. Y en lo que se refiere a Anielka, no será juzgada ni mañana ni pasado. Vamos, ve a hacer las maletas. Mientras tanto, yo llamaré a recepción para que te hagan las reservas de trenes y barco. ¡Cuanto antes estés en casa, mejor!

Adalbert impartía órdenes con tanto brío que Morosini, ofendido, no pudo evitar comentar:

—¡Caramba, voy a acabar por creer que te alegras de librarte de mí!