—Así está mejor, pero quiero que me mires para explicarme cómo es que estás con este hombre al que un día hicimos el honor de ofrecerle tu mano y que ni siquiera quiso verte.
De pronto, Mina se rebeló.
—Precisamente por eso he querido conocerlo y me las he arreglado para que no pueda establecer ninguna relación con lo que soy en realidad. Además, nunca te oculté que me encantaba Venecia y que quería vivir allí. Así que me las ingenié para conocer al príncipe, sobre todo cuando me enteré del apasionante oficio que ejercía.
—¿Y qué esperabas? ¿Seducirlo? ¿Disfrazada de esta guisa? ¡Es grotesco!
—Escogí este aspecto porque la seducción no entraba en mis planes, y menos aún cuando me di cuenta de que las mujeres iban tras él.
—Entonces, ¿por qué no te fuiste?
—No lo sé... Bueno, sí. Quise ver cómo era y fui castigada por mi curiosidad porque me enamoré. No de él, no, sino de su casa, de las personas que viven en ella y que son adorables... Padre, ¿por qué has tenido que estar hoy aquí?
—¿No creen que ahora me toca hablar a mí? —intervino Morosini, al que el éstupor había reducido al silencio hasta ese momento—. Están aquí los dos lanzándose a la cara no sé qué reproches incomprensibles y yo me quedo alelado escuchándolos. Tengo derecho a una explicación, así que, si no les importa, vayamos a sentarnos allí, junto a aquellas aspidistras, y hablemos. Tengo la impresión de estar en un manicomio. Y si no aclaramos esto, el que va a volverse loco soy yo.
Los otros dos lo siguieron y se instalaron alrededor de una mesa, a la que se acercó un camarero para preguntar si deseaban tomar algo.
—Buena idea —aprobó Morosini—. Tráigame un aguardiente..., pero sin agua. ¿Y usted, Mina? ¿Un chocolate?
—Me llamo Lisa.
—No quiero saberlo. Un chocolate, amigo. Aquí lo hacen excelente y a la señorita le encanta.
—Por lo menos en ese aspecto no ha dejado de ser suiza —suspiró Kledermann—. ¡Siempre es un consuelo! Yo tomaré lo mismo que el príncipe.
—Perfecto. Y ahora, a ver, ¿dónde nos habíamos quedado? Si he interpretado bien su intercambio de palabras, usted, querida Mina, es...
—Ya le he dicho que me llamo Lisa.
—Y yo no quiero conocerla con ese nombre. La señorita Kledermann es una completa extraña para mí. En cambio, sentía mucho aprecio y amistad por Mina van Zelden, y mis allegados también. De modo que aguante un poco más que sigamos siendo el uno para el otro lo que éramos hace sólo diez minutos. Es decir, un jefe y su... secretaria perfecta. Debería utilizarla, Kledermann. Supera cualquier elogio. A veces es un poco arisca, pero de una eficiencia impecable.
Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de lágrimas y, aunque se esforzó en volver la cabeza, Morosini no pudo evitar admirarlos. ¡Señor! Tenían exactamente el mismo color que las violetas. Dos lagos oscuros y aterciopelados, bordeados de espesas pestañas. Desde el fondo de su memoria se elevó de pronto la voz de la señora de Sommières, su sensata y perspicaz tía abuela, diciéndole: «Por más que te empeñes en no verla como una mujer, lo es. ¡A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar!» Tía Amélie había sugerido que quizá Mina estuviese enamorada de él, pero en eso se equivocaba, porque acababan de dejarle claro lo que retenía en su casa a la hija del riquísimo banquero zuriqués: el encanto de su morada y de sus sirvientes unido a otro poderosísimo, el de Venecia.
—Vamos, no llore —dijo—. Adoptar una identidad falsa no es un crimen tan grave..., aunque yo me sienta ofendido.
—Acaba de decir que sentía aprecio y amistad por mí —susurró Mina—. ¿Significa eso que, ahora que sabe la verdad, ya no siente lo mismo?
—¿Qué verdad? Usted ha querido ver qué clase de hombre era y ha llegado a la satisfactoria conclusión de que se hallaba ante un mujeriego que no le inspiraba desconsuelo alguno, pero cuyo ajetreo le divertía observar. Una especie de insecto curioso. Mientras tanto, yo le otorgaba mi confianza. Lo que queda de eso, soy incapaz de decírselo. Necesito como mínimo una noche para saber exactamente cuál es mi situación. Pero, antes de separarnos, tenemos un asunto entre manos que debemos dejar resuelto. ¿Ha traído lo que le pedí al señor Buteau?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se inclinó para coger el neceser de piel que había dejado a sus pies.
—No lo abra aquí. Le agradezco que haya realizado este viaje en tan peligrosa compañía. Como sin duda imagina, si se me hubiera puesto al corriente del contratiempo sufrido por mi amigo Guy, no le habría permitido ocupar su lugar. Este tipo de transporte es demasiado peligroso para una muchacha.
—¡No sé por qué no habría de hacerlo! —repuso Mina, recuperando de pronto su aplomo y sus reacciones habituales—. No hace mucho llevé de París a Venecia una joya igual de importante, si no más.
—¿Cuál? —no pudo evitar preguntar Kledermann, cada vez más interesado en esa parte de la conversación—. ¿Otra joya real?
—Uno, eso a usted no le importa —gruñó Morosini—, y dos, nadie ha hablado aquí de joyas reales.
—¡Vamos, hombre! ¿Cree que no sé lo que hay ahí dentro? —dijo el banquero señalando el bolso de su hija—. Se dispone a vender una pieza cargada de historia a una criatura medio loca en cuyas manos será imposible que se sienta bien. ¿Lo ha pensado detenidamente? ¿El Espejo de Portugal sobre la cabeza de una hija del corned-beef, de los cacahuetes o de yo qué sé qué delirante producto americano?
—¡Es increíble! —exclamó Morosini—. ¿De dónde demonios ha sacado eso?
Kledermann frunció los ojos.
—Del invernadero de la duquesa, amigo mío. Escondido detrás de unas gardenias, en un rincón al que me había retirado para fumar un puro, tuve el privilegio de escuchar su conversación con la temible Ava. Juro que no lo hice expresamente.
—¿Igual que su hija tampoco ha venido expresamente a espiarme a mi casa? ¿Es una manía de familia o qué?
—Digamos que ha sido un cúmulo de circunstancias. Vamos, Morosini, demuestre que es un buen jugador, enséñeme el Espejo.
—No lo llame así. No estoy seguro de que lo sea.
—Yo lo estaré. No olvide que poseo dos de sus hermanos Mazarinos. Por éste estoy dispuesto a hacer locuras, y sin saber el precio que va a pedir por él, lo doblo.
—¿Está loco?
—Cuando se trata de piedras, siempre lo estoy. Por otro lado, si me la vende a mí, se ahorrará pasar por una situación incómoda. Esas norteamericanas tienen la fea costumbre de regatear como usureros. Ésta le hará bajar el precio, délo por seguro. Piense en su vieja amiga.
—Usted no me conoce.
—Tal vez, pero sé que es un caballero. Y ella no. Además, le aseguro que guardaré el secreto, cosa bastante dudosa en el caso de esa mujer, y que el diamante encontrará en mi casa un marco digno de él. Entonces, ¿qué? ¿Me lo enseña?
—Aquí no, desde luego. Mina...
No pudo continuar. Súbitamente roja de ira, ésta, después de levantarse bruscamente, apartó la bandeja sin preocuparse de los desperfectos que causaba, puso el neceser sobre la mesa, lo abrió, sacó un paquete envuelto en papel corriente y cuidadosamente atado y lo arrojó sobre las rodillas de Morosini.
—¡Vuestras joyas! ¡Vuestras malditas joyas!... Es lo único que cuenta para los dos, ¿verdad? Pues os dejo en su compañía. ¡Y que lo paséis bien!
Antes de que los dos hombres hubieran podido reaccionar, había cerrado el neceser y se había alejado de la mesa a toda prisa, haciendo ondear tras de sí su amplio guardapolvo. Aldo se dispuso a ir tras ella, pero Kledermann lo retuvo.
—No vale la pena. Suponiendo que la alcanzara, cosa que me extrañaría porque corre más que Atalanta y ya debe de haberse metido en un taxi, no la haría cambiar de opinión. Sé de lo que hablo: es mi hija y es tan terca como yo.
—Pero bueno, ¿deja que se vaya así, sin saber adónde va y en una ciudad que no conoce?
—Lisa conoce Londres como la palma de su mano y tiene amigos aquí. En cuanto a saber adónde va, muy listo tendría que ser el que consiguiera averiguarlo. Lo único seguro es que usted y yo tardaremos en volver a verla —concluyó el banquero con una flema absolutamente helvética que a Morosini le pareció insoportable.
—¿Y se queda tan tranquilo? ¡Es monstruoso! Esa pobre criatura puede quedarse sin dinero y yo me siento responsable. Además, le debo algo..., me refiero al dinero, claro.
Kledermann dio unas palmaditas en la mano de su compañero para serenarlo.
—No se preocupe por eso. Mi hija posee una fortuna personal de la que dispone desde que es mayor de edad. La recibió de su madre, una condesa austríaca que era una mujer adorable pero de salud frágil.
—¿Una condesa austríaca rica? Cuesta creerlo teniendo en cuenta que el país está arruinado desde la guerra, al igual que Alemania.
—Tal vez el país esté arruinado, pero siguen existiendo particulares acaudalados y los Adlerstein son unos de ellos, así que no se angustie por Lisa.
—Es usted un padre muy raro. Hace aproximadamente un año y medio que su hija trabaja para mí y no creo que haya salido de Venecia en todo ese tiempo. ¿No la ve nunca?
Una o dos pequeñas arrugas que se formaron en la frente de Kledermann indicaron a su interlocutor que acaso se preocupaba más de lo que quería reconocer. Sin embargo, su voz sonó igual de firme que siempre cuando respondió:
—No. No ha vuelto a venir a casa desde que, después de su negativa..., que comprendo y que, en definitiva, le hace honor..., le presenté a otro candidato. Veneciano también, puesto que esa ciudad le chifla, y éste estaba conforme. Lisa se rió en sus narices y después hizo las maletas. Ese incidente coincidió, además, con una agarrada con mi segunda esposa. Nunca se han llevado bien y yo creo que se detestan.
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