—¿Tanto lo quiere?

—Yo creo más bien que tiene miedo. Su guardiana encontró en su cama una nota redactada en polaco amenazándola de muerte si hablaba.

—¿Y su padre? ¿Qué hace? ¿Qué dice?

—Sigue hecho una furia. Yo creo que ha sido fundamentalmente a causa de él por lo que ha decidido estar enferma y tener así prohibidas las visitas. En cuanto la tenía delante, empezaba a reprenderla. Está convencido de que sabe dónde se esconde Wosinski y la hostiga.

—¿Y usted qué cree?

—Que Solmanski no se equivoca y que lady Ferrals oculta algo.

Adalbert opinaba lo mismo, con la diferencia de que a él le parecía inútil mortificar a la joven. Se podía confiar en Scotland Yard y en Warren, completamente decidido a apresar al polaco.

—Si pudiera atrapar a todo el grupo que aterroriza a tu amiguita, sería mucho mejor; al menos la pobre podría respirar. Pero no te aconsejo que te lances a perseguirlos en solitario.

El arqueólogo había pedido perdón por la historia del armario frigorífico y desde entonces miraba a su amigo con un respeto nuevo, lo que ciertamente no desagradaba a Morosini. Éste, haciendo un ademán arrogante y mirando a Adalbert con sus brillantes ojos azules, susurró:

—No tendrás el valor de abandonarme, ¿verdad? Siempre he creído que éramos más o menos socios.

—En el asunto del diamante, sí, pero yo nunca me he enrolado en el cuerpo de caballeros al servicio de la encantadora Anielka.

—Reconozco que te he tenido un poco abandonado estos últimos días, pero, no sé por qué, me da la impresión de que esos dos asuntos están relacionados. Por cierto, ¿cómo lo llevas?

—Voy avanzando, voy avanzando. Creo que Simon tiene razón al afirmar que la Rosa nunca ha salido de Inglaterra. El duque de Saint Albans la heredó de su madre, pero no la transmitió a su descendiente. Por una especie de milagro que debo agradecer a mi amigo Barclay, el arqueólogo, he encontrado su pista a principios del siglo XIX. Parece ser que el príncipe regente se la regaló a su amante favorita, Mrs. Fitzherbert. Después se hace de nuevo la oscuridad más absoluta. Pero ese resultado me ha animado y no pierdo la esperanza de desentrañar este nuevo misterio. Es curiosa la tendencia de esa joya real a ir a parar a manos de las «reinas de la mano izquierda»... Cambiando de tema, ¿qué te parece si nos mudamos? Estoy un poco harto de la vida de hotel. Por no hablar de que, dadas nuestras actividades más o menos... regulares, tendríamos el campo más libre.

La proposición no entusiasmó a Morosini. Además de que siempre le había gustado la atmósfera impecable de los hoteles de Cesar Ritz, no veía ninguna razón convincente para trasladarse a una vivienda desconocida y poco de su gusto, con la obligación de buscar personal y todos los pequeños inconvenientes que ello presentaba.

—Tendría sentido si tuviéramos que quedarnos meses en Inglaterra, pero, en lo que a mí respecta, voy a tener que resignarme a volver a Venecia. Tengo un comercio del que debo ocuparme. En cuanto al asunto del diamante, Warren se lo toma como un asunto personal y es normal. Nosotros lo hemos avisado, pero le corresponde a él proteger a lord Desmond e impedir que la bonita Mary y Yuan Chang perjudiquen a nadie. Al fin y al cabo, nosotros buscamos el diamante auténtico, no el falso.

—No tendrás intención de marcharte antes del juicio... Quizá seas testigo, supongo que ya lo sabes.

—No tengo ganas de irme. ¿Tú cuándo crees que se celebrará el juicio?

—Antes de enero no creo. Me he informado. Y todavía hay que darse por satisfechos: si se tratara de una paresa de Inglaterra, exigiría más tiempo, pues habría que reunir al Parlamento, pero siendo la esposa de un simple baronet, aunque famoso, el procedimiento es un poco más rápido. En cuanto a las investigaciones para recuperar la Rosa, me temo que tengamos para una buena temporada, puesto que la bomba preparada por Simon nos ha explotado en la cara. Así que yo busco una casa, hago venir a mi fiel Théobald, acompañado si es necesario de su gemelo, y estaré a las mil maravillas. Sin contar con que ellos dos representan una fuerza nada desdeñable en caso de que surja algún problema.

Aldo rumió la idea durante unos instantes. No era tan mala, puesto que presentaba la ventaja de disminuir sus gastos al tiempo que protegía más su libertad.

—De acuerdo —dijo—. Pero yo me quedo aquí unos días más porque espero a Guy Buteau con la alhaja de la que he hablado a lady Ribblesdale. Además, te confieso que Kledermann me intriga. Un banquero de clase internacional, metido en grandes negocios, y se queda en Londres donde no parece divertirse mucho. ¿Por qué?

—Ya te lo ha dicho: espera que la Rosa reaparezca porque está interesado en comprarla. Tú conoces mejor que yo la pasión de los grandes coleccionistas.

—Es posible. Pero, aunque sea así, tengo la extraña sensación de que me observa.

Vidal-Pellicorne soltó una carcajada.

—Tiene algunas buenas razones para hacerlo: podrías haberte casado con su hija y fuiste el amante de su mujer. Falta saber cuál de las dos suscita su interés.

—Espero que ninguna, y sobre todo no la segunda. No, yo me inclinaría más por el experto en joyas antiguas. Cuando estamos juntos, no hablamos de otra cosa.

—Pues ya está, eso lo explica todo. Voy a escribir a Théobald y después empezaré a buscar una vivienda adecuada.

Mientras su amigo salía del hotel con paso alegre silbando una canción de Phi-Phi, una opereta que causaba furor en París desde el final de la guerra, Aldo decidió subir a su habitación. La sacrosanta hora del té se acercaba y los habituales empezaban a llegar. Como había visto desde detrás de la planta que lo protegía de las miradas a la duquesa de Danvers y a lady Ribblesdale —tocado de violetas de Parma y sombrero de terciopelo negro guarnecido con trencilla dorada—, permaneció escondido hasta que se hubieron encontrado con la joven maître y se dirigió hacia el ascensor. No tenía ningunas ganas de chismorrear. Además, la ex Mrs. Astor empezaba a ponerse pesada llamándolo por teléfono con los pretextos más diversos, pero en realidad para saber si lo que estaba esperando llegaba. De modo que Aldo se hallaba dividido entre la impaciencia por ver llegar a Buteau y el arrepentimiento de haber hablado de la diadema de su vieja amiga Soranzo.

Sin embargo, si pensaba disfrutar tranquilamente del saloncito que compartía con Adalbert, se equivocaba de medio a medio. Antes de que hubiera tenido tiempo de instalarse junto a una ventana que daba a la frondosa vegetación de Green Park, el teléfono sonó. En el otro extremo del hilo, la voz untuosa, casi episcopal, del encargado de la recepción le informó de que una joven dama que acababa de llegar preguntaba por él. Se trataba de la señorita Van Zelden y...

—Ya bajo —dijo, antes de colgar el aparato para salir precipitadamente, espoleado por una súbita inquietud que podía resumirse en una sola pregunta: ¿qué había venido a hacer Mina, su secretaria, a Londres, cuando él esperaba a Guy Buteau? ¡Ojalá no le hubiera pasado nada a éste! Desde que lo había encontrado en París en una situación cercana a la miseria, Aldo velaba por su antiguo preceptor con un afecto casi filial.

Pero era Mina. Cuando Aldo llegó al vestíbulo, enseguida la vio con esa vestimenta a la que su jefe aún no había logrado hacer que renunciara: traje sastre grisáceo en forma de saco, apenas iluminado por una blusa blanca de piqué, zapatos planos y sombrero de fieltro encasquetado hasta las grandes gafas de cristales brillantes, bajo el que apenas sobresalía un severo moño destinado a disciplinar una cabellera roja que, mejor tratada, indudablemente no habría carecido de belleza. Un amplio guardapolvo cubría vagamente la larga figura informe.

El suspiro resignado de Morosini se transformó súbitamente en un resoplido de cólera ante la visión del espectáculo que estaba presenciando: plantado delante de Mina, pero medio doblado por la cintura, Moritz Kledermann se desternillaba de risa. Mina, consternada, se esforzaba en calmarlo sin lograr su propósito. ¡Aquello era intolerable! Aldo salió disparado hacia el banquero y lo agarró de un brazo.

—¿No le da vergüenza burlarse así de esta pobre chica? Lo tenía por un hombre de mundo, pero la verdad es que se comporta de un modo indigno. Y usted, Mina, ¿por qué se queda ahí? Venga conmigo y dígame qué es lo que ocurre. Esperaba al señor Buteau.

—Hubo que llevarlo al hospital de San Zanipolo porque sufrió un ataque de apendicitis. No se preocupe, todo ha ido bien, pero alguien tenía que venir.

Al borde de las lágrimas, Mina se dejaba conducir por su jefe hacia un sillón, pero Kledermann, a quien el breve diálogo entre ambos parecía haber calmado, los siguió de inmediato e incluso se interpuso entre ellos.

—¡Un momento! Quiero una explicación —dijo.

—¿Ya se ha reído bastante? —repuso Aldo con desprecio—. Si alguien tiene que pedir cuentas, soy más bien yo por haberlo encontrado burlándose de mi secretaria. Debería considerarse afortunado de que no le haya partido la cara, aunque voy a hacerlo de un momento a otro si no nos deja tranquilos. Mina acaba de llegar de un largo viaje y necesita descansar.

—¿Mina? ¿Mina qué, por favor? —preguntó el banquero en tono de guasa.

—No sé qué le puede importar, pero en fin... Mina van Zelden. La señorita es holandesa. ¿Ya está satisfecho?

Aquello era a todas luces surrealismo puro, pues de pronto Kledermann se mostró profundamente apenado.

—Que te hayas cambiado el nombre puedo comprenderlo, pero que te atrevas a renegar de tu país es imperdonable. ¿Te da vergüenza ser suiza? Y quítate ahora mismo esas ridículas gafas, quiero verte los ojos.

La joven obedeció, pero mantuvo la mirada gacha; ya no sabía qué hacer y se sentía terriblemente incómoda.