—A las once, salvo cuando míster Sutton dice que volverá tarde. Entonces lo espera el mayordomo.

—¿No se ausenta nunca?

—Casi nunca. Es el guardián de la mansión hasta que se celebre el juicio y se toma muy en serio su papel.

—De todas formas, no estaré mucho tiempo: un cuarto de hora..., o media hora quizá. ¿Me ayudará? Estaré en su casa... pongamos a las doce y media.

—¿Y si míster Sutton sale?

—En ese caso, telefonee al Ritz. Si no estoy, deje su nombre. Yo entenderé lo que pasa y pospondremos la operación hasta mañana a la misma hora. ¡Un poco de valor, Wanda! Espero sinceramente poder serle útil a su «ángel». Pregúntele si no a la Madona qué piensa ella.

En esta materia, Wanda no necesitaba que nadie la alentara, y cuando Morosini se alejó de ella estaba casi prosternada delante de la Piedad y abismada en una plegaria cuyo fervor debía de ser comparable a su miedo. Con todo, le había hecho una buena descripción del interior de la casa.

Para descargar su conciencia, Aldo entró en el museo y se detuvo unos instantes delante de la Lamentación sobre Cristo muerto, de Donatello, como si hubiera ido exclusivamente a eso; luego dio media vuelta y se marchó.

En vista de que el tiempo se mantenía claro, aunque frío, decidió volver a pie. Tal vez un poco de ejercicio calmaría ese deseo lancinante que tenía de ir a la prisión de Brixton con la esperanza de ver a Anielka. Una idea tan estúpida como descabellada, puesto que no tenía permiso de visita, pero saberla enferma y sin duda atemorizada le hacía recuperar, intacto, su primer impulso amoroso hacia ella, y quería olvidar las mentiras y las contradicciones que le había dicho desde su primer encuentro. Así pues, cuando llegó al final del camino acariciaba la idea de acercarse a Scotland Yard a fin de pedirle a Warren otro pase. No era muy buena idea, teniendo en cuenta cómo se habían despedido la noche anterior, ¡pero tenía tantas ganas de verla!

Un acceso de amor propio lo salvó del ridículo cuando pensó que esa noche trabajaría para ella y que eso debería bastar por el momento. Si las cosas salían como él esperaba, quizá fuera como triunfador a ver al superintendente. El permiso deseado le sería concedido entonces automáticamente, a fin de que pudiera llevar la buena noticia a la querida prisionera.

Los escasos transeúntes que quedaban en Grosvenor Square no prestaron mucha atención a ese hombre con traje de etiqueta, sombrero de copa, capa negra y bufanda blanca sobre los hombros y bastón en la mano, que daba un apacible paseo respirando el aire vivificador de la noche. Ese tipo de noctámbulo no era excepcional en aquel barrio elegante, al que los caballeros regresaban con frecuencia a pie de su club cuando el tiempo lo permitía. Pero nadie, ni siquiera el policía que se cruzó con él acercando un dedo al casco a modo de saludo, habría imaginado que éste se disponía a penetrar indebidamente en una morada ajena. El boato era, en el fondo, una excelente coartada, y para justificarlo Morosini había ido a pasar la velada al Covent Garden, donde había matado el tiempo en compañía del ballet Giselle. Vidal-Pellicorne, que estaba pasando el día con un colega del Museo Británico, no había aparecido y Aldo había cenado solo en el hotel.

Eran algo más de las doce y media cuando, tras comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.

En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido..., pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.

«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro, los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido, se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.

Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico, que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.

«Pensemos un poco. Las paredes no son tan gruesas... Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes llenos de libros.»

Después de quitarse la capa y el sombrero y de dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió, girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.

Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría decía:

—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!

Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.

—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con calma.

—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios... ¿Qué esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte...

—Sé que no es una caja fuerte, sino una nevera eléctrica. En Estados Unidos creo que lo llaman frigorífico por el nombre del inventor. Es la única razón de mi presencia aquí.

Mostraba una desenvoltura que distaba mucho de sentir por la razón más tonta del mundo: resulta difícil darse aires de grandeza cuando uno está en calcetines, aunque sean de seda, delante de un hombre cuyos ojos están clavados en ese detalle.

—¿En serio? ¿Y cree que me lo voy a tragar? —dijo Sutton.

—Debería hacerlo. Y añado que, si tuviera usted la llave para abrir este mueble, me iría estupendamente. También me gustaría comprender por qué a nadie, ni siquiera a usted, se le ha ocurrido mencionárselo a la policía.

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Era el juguete de sir Eric. Sólo él ponía agua y sólo él se la servía. No creerá que el veneno estaba ahí y que mi jefe se envenenó, ¿verdad? Invéntese otra cosa si quiere que le deje irse.

—¡Pero si yo no tengo ningunas ganas de irme! Incluso me alegraría mucho sí cogiera ese teléfono para rogarle al superintendente Warren que se sumara a nuestra animada reunión. Claro que habría que encontrar la llave...

—¿Qué cree? ¿Que voy a bajar la guardia para manejar el teléfono? Tenga la seguridad de que lo haré en cuanto me haya dicho la verdadera razón de su presencia aquí.

—¿Qué es usted, escocés o irlandés, para ser tan terco? Si le parece bien, puedo llamar yo. Estoy seguro de que el ptero... el superintendente va a encontrar apasionante este armario. Entre tanto, si me lo permite, voy a bajar los brazos y a ponerme los zapatos. Dispare si se le antoja, pero yo tengo frío en los pies.

Uniendo el gesto a la palabra, Morosini se calzó. El otro parecía perplejo y masculló, expresando su pensamiento en voz alta:

—Esta historia es demencial. Me siento más inclinado a pensar que continúa usted buscando su famoso zafiro.

—¿En una nevera? Porque reconoce que ese mueble es una nevera, ¿no?

—Lo reconozco, pero ¿quién demonios le ha hablado de ella?

—Va a sorprenderle: ha sido la duquesa de Danvers. Ella cree que el hielo que fabrica esa máquina puede ser nocivo. La idea de un veneno ni siquiera le pasa por la mente; ella piensa únicamente en el procedimiento de fabricación, pero yo he sacado otras conclusiones.

—¿Cuáles?

—Muy sencillo. Ese mueble no está protegido por una cerradura con secreto, supongo, sino que para abrirlo basta una simple llave... que hay que encontrar. A no ser que se consiga abrir con una herramienta. Una vez hecho, nada más fácil que vaciar la bandeja del hielo y volver a llenarla de agua mezclada con estricnina.