Y, sin dar a su adversario tiempo de respirar, Morosini salió del despacho, cuya puerta Vidal-Pellicorne sujetó justo antes de que le diera en las narices. Este último, prudente, pronunció unas vagas palabras de disculpa dirigidas al pterodáctilo, que parecía haber recibido los cuidados de un taxidermista. Acto seguido se lanzó tras los pasos de Aldo, pero la indignación hacía caminar a éste a tal velocidad que no lo alcanzó hasta después de cruzar el puesto de guardia.

Morosini estaba tan furioso que su amigo consideró más prudente llamar un taxi antes de intentar calmarlo. Lo que no fue fácil, pues Aldo, siguiendo la gran tradición italiana, expresaba su indignación con frases gráficas y coloristas sobre los dudosos orígenes de los ingleses en general y del superintendente Warren en particular.

Cuando por fin hizo una pausa para recobrar el aliento, Adalbert, que había esperado pacientemente el final de la tormenta, preguntó sin levantar la voz:

—¿Has terminado?

—¡Ni hablar! ¡Podría continuar echando pestes toda la noche! ¡Es indigno, es escandaloso, es...!

Iba a empezar de nuevo, pero Vidal-Pellicorne le hizo callar interrumpiéndolo con firmeza.

—¡Es normal, condenada muía italiana! Ese hombre es policía, y por añadidura de alto rango. Está al servicio de su país y debe respetar sus leyes.

—¿A eso lo llamas tú respetar las leyes, a dejar las manos libres a una criminal británica y encerrar a una desdichada inocente cuyo único error es ser polaca, igual que tú eres francés y yo italiano? ¡Aunque nos desgañotemos proclamando la verdad, no nos escucharán! ¡Así son los ingleses!

—Cuando se trata de una investigación policial, sucede lo mismo en París, en Roma y en Venecia, y tú deberías saberlo. Así que no te soliviantes.

—No me solivianto, pero me exaspera ver el poco caso que hacen a lo que decimos. ¿Y tú querías que le hablara del armario frigorífico de Ferrals? Me habría tomado por loco.

—Yo nunca he querido que le hablaras de eso. Ya sabes lo que pienso de esa historia abracadabrante.

—¡No tanto como parece! ¡Y lo demostraré!

—¡Señor, ten piedad!

Esa noche fue imposible sacarle una palabra más. Quizá por primera vez en su vida, Aldo Morosini estaba enfurruñado, pero, como eran cerca de las tres de la madrugada, Adalbert no se molestó más de la cuenta; tenía demasiado sueño para dar importancia a un arrebato de mal humor. Lo que le sorprendía —y lamentaba— era que Aldo se hubiera echado atrás tan deprisa en las decisiones que había tomado en relación con lady Ferrals.

Decididamente, cuando se dejaban llevar por el corazón, estos italianos se volvían imprevisibles.

A la mañana siguiente, eran un poco más de las nueve cuando un taxi dejó a Morosini ante la entrada principal del Victoria and Albert Museum, que no abría hasta las diez. El príncipe consideraba que ese museo constituía una excelente coartada en caso de que un esbirro de Scotland Yard todavía le siguiera los pasos. ¿Había algo más normal para un veneciano culto que ir a admirar el importante fondo de escultura italiana que se encontraba allí? Naturalmente, no pudo entrar, se hizo el sorprendido, miró su reloj y luego, como caminando sin un rumbo fijo, dio unos pasos por la acera para acercarse a la iglesia vecina, de estilo renacentista italiano, donde esperaba encontrar a Wanda.

Como no había entrado nunca en el Oratorio, le sorprendió su fasto; el interior era todo de mármol de diferentes colores. Sus dimensiones, así como la poco numerosa asistencia, le permitieron localizar enseguida a la persona que buscaba: arrodillada ante el comulgatorio, Wanda estaba recibiendo la hostia. Aldo rezó una breve oración, después fue a sentarse junto a una estatua de mármol que representaba a un apóstol y esperó a que terminara la misa. Acabó casi enseguida, pues en esa iglesia se celebraba una cada media hora.

Sin embargo, tuvo que armarse de paciencia, ya que Wanda, inclinada sobre el reclinatorio, se eternizaba rezando, y cuando por fin se levantó, fue para ir a buscar un cirio y encenderlo delante de la Piedad de la capilla de los Siete Dolores, cerca del lugar desde donde Aldo la acechaba. Al verla acercarse, advirtió que estaba llorando, pero, como nadie más iba a rezar ante la honorable copia de una obra de Francesco Francia, salió a su encuentro.

Estaba empezando otra misa en el extremo opuesto de la iglesia y era realmente el sitio ideal para hablar.

Al descubrirlo de pie detrás de ella, Wanda profirió un grito de ratón asustado y alzó hacia él un rostro abotargado por las lágrimas y tan doliente que Morosini sintió que lo invadía la inquietud.

—¿Qué le ocurre, Wanda? —preguntó con solicitud—. ¿Acaso tiene malas noticias de lady Ferrals? Venga a sentarse aquí—añadió, señalando un banco encajado entre la pared y un confesionario—. Estaremos tranquilos.

Ella se dejó llevar, quizá feliz en el fondo de su dolor de encontrar una mano amiga. La vida no debía de ser de color rosa en la casa del difunto sir Eric, habitada por el odio vigilante de su secretario. Una vez que estuvo instalada, él le asió una mano, cuya frialdad notó a través del guante de filadiz.

—Cuéntemelo todo. Sabe que puede confiar en mí y que deseo ayudarla.

—Lo sé, lo sé, príncipe, y me alegro mucho de verlo. ¡Mi pobre ángel! ¡Es tan desdichada! Cada vez soporta peor esa espantosa prisión, y cuando fui a verla ayer, la encontré tan pálida, con sus hermosos ojos enrojecidos y su pobre cuerpecito sacudido por escalofríos... Está enfermando, seguro. Y no es de extrañar, encerrada entre cuatro paredes y horribles barrotes que apenas le dejan ver un trozo de cielo gris, ella que no puede vivir sin estar al aire libre y sin jardines... Está debilitándose, príncipe, debilitándose, y tal vez muera antes incluso de que la juzguen.

Wanda rompió a llorar desconsoladamente, y de vez en cuando interrumpía los sollozos para invocar a la Virgen y a algunos santos polacos. Intuyendo que ese torrente de palabras y de lágrimas aliviaba a la pobre mujer,Aldo dejó que pasara la tormenta. Sabía muy bien que Anielka se había equivocado al suponer que la prisión podía ser un refugio. Era demasiado joven para saber que, una vez cerrada, ese tipo de trampa no se abre fácilmente.

—¿No cree —dijo finalmente— que sería hora de que ese tal Ladislas Wosinski diera señales de vida? ¿A qué espera para venir a representar el papel de valiente caballero? ¿A que los jueces se pongan la peluca y la toga roja para decidir si su señora debe ser colgada o no? Si la quiere y tiene alguna idea del lugar donde se encuentra ese joven, debe decírmelo inmediatamente. Dentro de muy poco será demasiado tarde.

—Pero es que no lo sé. Se lo juro delante de la Santísima Virgen, que está escuchándome. Si me ve en este estado es porque tengo mucho miedo. Si supiera dónde está, iría a verlo ahora mismo para contarle lo que mi pobre niña está padeciendo, porque seguro que ni se lo imagina. Los periódicos ya no hablan del asunto y Ladislas debe de pensar que la policía sigue investigando. Y por lo tanto que es mejor continuar escondido...

—¡Pero eso es una tontería! Debería darse cuenta de que, cuando la policía ha entregado a un supuesto culpable, se esfuerza mucho menos en buscar otro. Por cierto, supongo que lady Ferrals ha visto a su nuevo abogado. ¿Está satisfecha?

—Dice que parece muy hábil, pero que es muy duro, que la acosa a preguntas.

—¿Y qué hace el conde Solmanski? ¿El también espera la ayuda celeste? Rezaba mucho, según me dijeron, después del secuestro de su hija el día de su boda.

—Está muy enfadado, mucho. No ha aportado ninguna ayuda a mi pobre ángel. Sólo ha ido a verla una vez a Brixton y fue cruel. Llamó a su hija de todo, le reprochóhaberse comportado como una desgraciada criatura sin voluntad, una tonta... y le hizo preguntas. Quería saber dónde estaba el joven enamorado.

Conociendo al falso conde polaco y los fines que perseguía casando a su hija con Ferrals, Morosini no ponía en duda el comentario de Wanda. Solmanski debía de estar furioso por que el regreso del estudiante nihilista hubiera venido a obstaculizar el mecanismo tortuoso pero delicado de sus maniobras. En Venecia, Simon Aronov había predicho la muerte de Ferrals porque era necesaria para que Solmanski pudiera disponer de la fortuna de su yerno, pero no entraba en sus planes que Anielka se viera implicada en ella de una u otra forma.

—No puedo censurárselo. Es natural que piense ante todo en salvar a su hija. Dejémosle, pues, actuar a su manera y veamos lo que podemos hacer nosotros.

Wanda alzó hacia la Piedad unos ojos anegados en lágrimas y unas manos implorantes.

—¡Eso es lo terrible! ¡Que no podemos hacer nada, Santa Madre de Dios!

—¡Pues claro que sí! Ésa es la razón por la que he venido esta mañana: tiene que introducirme en su casa para que pueda inspeccionar el gabinete de trabajo de sir Eric.

—¿Entrar en la casa? —susurró Wanda, aterrorizada;—. ¡Eso es imposible! Míster Sutton no lo permitirá.

—No hay que pedirle permiso. Vamos, no es tan difícil... Lo único que le pido es que se las arregle para que esta noche la puerta de las cocinas no esté cerrada. También tiene que explicarme dónde se encuentra esa habitación y el dormitorio de Sutton. Necesito conocer las costumbres de los criados y sus horarios para estar seguro de no encontrarme con nadie. La vida de Anielka quizá dependa de lo que encuentre.

Ella no contestó, muda por el espanto que Morosini pudo leer en sus ojos de un azul de azulejo.

—Créame, Wanda —insistió—, ya es hora de que deje a un lado sus sueños de amores románticos y mire de frente la realidad. Lo que le pido no le hará correr un riesgo muy grande. No tendrá más que bajar a las cocinas cuando todo el mundo esté acostado y abrir la puerta. Después volverá a su cuarto. Yo me encargo del resto. ¿A qué hora cierran las puertas en su casa?