—Es delirante. ¿Pero tú me ves yendo a forzar una puerta provista de sólidas cerraduras en pleno Grosvenor Square?
—Como si no supieras que las puertas de las cocinas están mucho menos protegidas y se encuentran en el sótano.
Por toda respuesta, Vidal-Pellicorne masculló algo ininteligible y poco amable, y volviendo la cabeza hacia el otro lado se quedó absorto en la contemplación de las calles de Londres, sumidas a la vez en la oscuridad y en la niebla. Morosini no insistió e hizo lo mismo; le pareció preferible dejar que la idea fuera abriéndose camino en la cabeza de su amigo, pero estaba casi seguro de que había ganado la partida, pues Adal difícilmente se resistía al atractivo de una aventura un poco arriesgada.
Cuando estaban a punto de llegar, el arqueólogo salió de su meditación para sugerir, con la esperanza de hacer pensar en otra cosa a Aldo:
—Yo creía que teníamos que ir a dar una vuelta por el Támesis, a fin de penetrar por el río los secretos del Crisantemo Rojo.
—Lo uno no quita lo otro, o sea que cada cosa a su tiempo. No vamos a atacar sin preparación la mansión Ferrals; hay que ir por lo menos a reconocer los alrededores. Mientras tanto, nos agenciaremos una barca para mañana por la noche. ¿Satisfecho?
—¡No doy crédito a mis oídos! Ahora resulta que, en lugar de una, tendremos dos fantásticas ocasiones de que la policía nos eche el guante. ¡Estoy entusiasmado! ¡Doy saltos de contento!
Antes de acostarse, Morosini escribió una larga carta a su antiguo preceptor y siempre amigo Guy Buteau, que lo ayudaba en Venecia a administrar su tienda de antigüedades. Gran experto en piedras antiguas y de una fidelidad a toda prueba, Guy era el hombre ideal para ir a tratar discretamente con la anciana marquesa Soranzo y llevar después sin contratiempos hasta Inglaterra la joya que ésta deseaba vender. Además, le encantaba viajar.
6. Preparados para la guerra
La noche, liberada de la niebla por un viento que debía de venir del polo, era glacial pero de una pureza desacostumbrada, y si algunos jirones brumosos se deslizaban a ras del agua era a causa del ambiente húmedo, como si el Támesis expulsara humo. Por una vez, levantando la cabeza se podían ver las estrellas extendiendo sobre Londres su titilar, tan raro en esa época del año, pero ninguno de los tres hombres de la barca pensaba en contemplarlas. Morosini y Vidal-Pellicorne remaban con la energía de quien siente la necesidad de entrar en calor. En cuanto a Bertram Cootes, sentado en la proa de la embarcación, escrutaba las orillas negras, salpicadas de vez en cuando por la llamita mortecina de una farola.
La presencia del periodista había resultado ser indispensable. Ir a un sitio en taxi es una cosa, pero ir al mismo sitio por el río y a oscuras era otra muy distinta. Sobre todo para unos extranjeros.
—A partir de Tower Bridge, en especial desde que se llega a los muelles, todas las orillas se parecen. Aunque hayas localizado perfectamente la casa, jamás llegaremos sin ayuda de un nativo. De día no sería fácil, pero alrededor de medianoche...
Como Aldo había admitido que era lo más sensato, se disponían a telefonear al cuartel general del periodista cuando éste se había presentado por iniciativa propia para ponerse a disposición de aquellos recién conocidos tan generosos como eficientes. Había pensado que, si deseaba proseguir su investigación sobre el diamante robado en los barrios bajos, valía más aprovechar la presencia providencial de esos dos hombres que parecían no tener miedo de nada. Así pues, con las orejas un poco gachas pero rebosante de buena voluntad, había ido a ofrecer su profundo conocimiento de la ciudad, jurando por lo más sagrado que nunca más tendrían que «tener miedo de su miedo».
Una vez perdonado, había demostrado una buena voluntad conmovedora encontrando un pequeño lanchón de fondo plano que fueron a buscar al muelle de Santa Catalina, justo al lado de la Torre de Londres, donde acostaban los grandes navíos cargados de té, de añil, de perfumes, de maderas preciosas, de lúpulo, de carey, de nácar y de mármol. Sin duda alguna era el muelle más atractivo del Támesis y en él era posible alquilar una barca sin exponerse a que lo desvalijaran a uno. Se remaba, además, sin demasiada dificultad: la marea, a la sazón estacionaria, no tardaría en bajar y los ayudaría.
—¿Qué vamos a buscar? —refunfuñó Adalbert, tirando de los remos—. ¿De lo que tienes ganas es de visitar un garito clandestino o de comprobar que allí hay un fumadero de opio?
—No lo sé, pero algo me dice que explorar la guarida subterránea de Yuan Chang no será una pérdida de tiempo. ¿Está muy lejos aún? —añadió, dirigiéndose a Bertram.
—No mucho. Ésa es la gran escalera de Wapping. ¡Un pequeño esfuerzo más!
Unos minutos más tarde, la barca era amarrada silenciosamente a una anilla colocada a este efecto junto a la entrada redonda del túnel que tanto intrigaba a Morosini. El agua llegaba casi a la altura del umbral. Aldo y Adalbert pusieron pie a tierra y, dejando a Bertram a cargo de su esquife, se adentraron bajo la casa. La oscuridad era profunda, pero, gracias a la linterna que de vez en cuando el arqueólogo encendía durante breves instantes, pudieron avanzar sin peligro de caer sobre el suelo viscoso. Debían de estar a la altura de la sala de fan-tan, pues se oía el parloteo excitado de los jugadores.
El túnel, en suave pendiente, no era largo. Desembocaba en unos escalones que conducían a una puerta de madera tosca, por debajo de la cual se filtraba una luz amarillenta y que estaba cerrada con llave. Sin decir nada, Adalbert sacó algo de un bolsillo, se agachó delante de la cerradura y se puso a hurgar dentro con toda la delicadeza deseable para evitar hacer ruido. Fue rápido. Al cabo de unos segundos, el batiente se abrió para dejar paso a un corredor débilmente iluminado por un farol chino colgado del techo.
Morosini emitió un ligero silbido de admiración.
——¡Qué habilidad! ¡Qué maestría! —susurró.
—Ha sido un juego de niños —repuso su compañero con desenvoltura—. Esta cerradura no tiene ningún misterio.
—¿Y una caja fuerte? ¿Sabrías abrirla?
—Depende... Pero, chisss... No estarlos aquí para charlar.
Al pasillo sólo daba una puerta, enfrente de la pared mugrienta, tras la que se encontraba la sala de juego. Alguien hablaba al otro lado, y, aunque sin entender muy bien lo que decía, Aldo creyó reconocer a Yuan Chang.
De pronto se oyó otra voz. Una voz de mujer, deformada y amplificada por la cólera.
—¡No se burle de mí, viejo! Yo he pagado por el trabajo y en estos momentos no tengo nada. Quiero lo que habíamos acordado.
—Fue demasiado impaciente, milady. Y ese impulso que la hizo venir sin esperar a que yo la llamara es muy peligroso.
—¿Acaso no comprende mi impaciencia?
—Siempre es mala consejera. Y ahora no se le ocurra quejarse de haber sido atacada al salir de aquí.
—¿Está totalmente seguro de que no tuvo usted nada que ver?
Se produjo un silencio que a Morosini le pareció más inquietante que los gritos. No había duda posible: la mujer era Mary Saint Albans. Aldo se sentía confundido por su audacia. El asunto del que trataba debía de ser muy importante para que se atreviera a plantarle cara a ese chino, más peligroso que una serpiente de cascabel. Maquinalmente, tocó dentro de su bolsillo el arma que había tenido la precaución de llevar y que no vacilaría en utilizar si era preciso acudir en auxilio de aquella loca.
De pronto se oyó arrastrar una silla y después crujir el entarimado. Seguramente Yuan Chang estaba acercándose a su visitante, pues su voz llegó más clara.
—¿Puedo preguntar qué insinúa? —dijo.
—Está muy claro, y debería haber sospechado que me jugaría una mala pasada. No pagué suficiente, ¿verdad?
—Fui yo quien estableció el precio que me pareció razonable.
—¡Vamos! Sólo era razonable porque usted pensaba ganar algo más. ¡Era tan fácil!, ¿verdad? Yo vine a traerle el dinero, usted me dio lo que yo venía a buscar y despues envió a sus hombres tras de mí para recuperar el diamante.
Los dos hombres que escuchaban tuvieron que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de estupor, pero no era ni el lugar ni el momento de cambiar impresiones. Yuan Chang se había echado a reír.
—Es muy inteligente para ser una mujer, sobre todo una mujer tan codiciosa —dijo con un desdén divertido—. Pero no presuma tanto de ello, porque en realidad ha hecho exactamente lo que yo esperaba que hiciera.
—¿Lo admite, entonces?
—¿Por qué iba a molestarme en negarlo? ¿Cómo no se dio cuenta antes de que la suma que pedí era a todas luces insuficiente para pagar la vida de un hombre?
—En ningún momento se habló de matar. Yo pensaba...
—Usted deja de pensar con claridad en cuanto hay joyas de por medio. Usted no tenía que preocuparse de los medios, pero ahora son tres hombres los que han caído, no sólo el joyero. He tenido que hacer ejecutar a los hermanos Wu, mis fieles servidores, porque, después de haberle quitado la piedra, olvidaron traérmela. Ya ve a lo que lleva el afán de lucro. Afortunadamente, mi gente los seguía y les echaron el guante en el momento en que iban a embarcar en un navío para ir al continente. Una idea estúpida que les ha costado la vida. La policía fluvial los ha encontrado en el Támesis.
—He leído los periódicos, y debería haber sospechado que era cosa suya, pero su organización no me interesa. Yo quiero el diamante.
—¿Tiene ganas de sufrir otra agresión nocturna? Mi intención es quedarme esa piedra algún tiempo más e incluso estoy dispuesto a devolverle su dinero.
—¿Significa eso que quiere otra cosa? ¿Qué?
—Ah, veo que está volviéndose comprensiva. En realidad, me conoce lo suficiente para saber que no tengo ningún interés en conservar indefinidamente ese diamante que usted tanto ansía. Esos... perendengues occidentales no representan gran cosa para mí.
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