—No puede serlo hasta ese punto —dijo lady Winfield—, y ha hecho muy bien en no contarle todo esto a la policía. Esos caballeros de Scotland Yard ya tienen de por sí bastante tendencia a tomar a las mujeres por locas.

La discusión prosiguió un rato más, pero Aldo se abstuvo de volver a intervenir. Aunque no sabía muy bien por qué, no paraba de darle vueltas a lo que había contado lady Danvers; quizá porque ni Anielka, ni la propia duquesa, ni el secretario de Eric Ferrals habían considerado oportuno mencionarlo ante la policía. Claro que ¿por qué iban a hacerlo? Sir Eric, poco amante de la costumbre inglesa de tomar las bebidas templadas, sobre todo la cerveza, se había buscado un juguete original, un curioso artilugio del que se ocupaba personalmente. No parecía nada grave. Faltaba saber si la máquina en cuestión era fiable y no presentaba algún defecto, como sucede a veces con los inventos cuando los sacan al mercado. Después de todo, quizá la duquesa, aunque no estuviera dotada de una inteligencia fuera de serie, tenía razón... ¡Claro que la estricnina era excesivo!

En vista de que las damas seguían dándole vueltas al posible matrimonio del duque de York y hasta empezaron a cruzar apuestas,[11] Morosini presentó una vaga excusa que ellas, enfrascadas en su discusión, apenas oyeron y se puso a buscar a Adalbert.

Lo encontró de pie detrás de la silla de su compañera de juego, que era lady Ribblesdale, metido en su papel de «muerto» vigilando su juego. Lo llevó a un lado.

—Acabo de enterarme de una cosa que me tiene preocupado —dijo.

Y sin más preámbulos contó la historia del armario frigorífico.

—¿No te parece raro que nadie lo haya mencionado después de la muerte de Ferrals?

—Pues no. El hecho de que prefiriera fabricar él mismo su hielo en vez de utilizar las barras que los repartidores llevan a diario a todas las grandes casas no tiene nada de extraordinario. Se preocupaba mucho por su salud y quizá temía que esas barras no estuvieran lo bastante limpias... No entiendo por qué te causa inquietud.

—No sé..., es una impresión. Si quieres que te sea sincero, me encantaría ver qué aspecto tiene ese trasto.

—Pues es muy sencillo: ve a ver a Sutton y pídele que te lo enseñe.

—¡Eso es lo último que haría! Supón..., y no pongas el grito en el cielo, es una simple hipótesis..., supón que el veneno hubiera sido vertido en el agua para el hielo.

Adalbert levantó las cejas hasta la mitad de la frente, lo que las hizo desaparecer bajo su mechón rebelde.

—¿Arriesgándose a matar a cualquiera? ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo? Supon que la duquesa, por ejemplo, hubiera aceptado que Ferrals echase un cubito en su vaso. Es poco probable, lo reconozco, pero así y todo...

—¿Y qué? Alguien decidido a matar no se anda con tantos remilgos. Y si no quiero dirigirme al secretario es por si yo tengo razón y él es el asesino.

—¡Tú desvarías! No tenía ningún motivo para asesinar a un hombre al que apreciaba y al que debía un puesto sumamente lucrativo. Aun admitiendo que hubiera sido él, habría hecho limpieza, digo yo. Habría cambiado el agua, por ejemplo... Tu elucubración sólo se sostiene, y no mucho, con el polaco como culpable, porque, como huyó nada más desplomarse Ferrals, evidentemente no se habrá limpiado nada. De todas formas, es una idea descabellada, ya que Ferrals era el único que tenía llave.

—¡No tanto! Y tengo intención de comprobarlo. Con tu ayuda o sin ella. Con llave o sin llave. Pero seguiremos hablando de esto más tarde. Tu compañera te reclama y no parece que esté de muy buen humor.

—¡Demontre, hemos perdido! Se pone a declarar a diestro y siniestro y después se extraña de que no le vaya bien.

—Oye, si no te importa, me voy a ir. Nos veremos en el hotel. Esta reunión se me está haciendo interminable y...

No pudo acabar la frase. Algo sucedía alrededor de la mesa hacia la que Adalbert se precipitaba. La voz furiosa de Ava Ribblesdale había roto el silencio que es de rigor en un salón donde se está jugando al bridge. A todas luces, discutía su derrota. Enseguida se hizo manifiesto que la emprendía tanto contra sus adversarios —Moritz Kledermann y un joven diputado conservador— como contra su compañero, al que acusaba de «haberle dejado un juego imposible de defender» y de «haber hecho sus declaraciones en contra del sentido común».

—¡Me niego a continuar jugando en estas condiciones! —exclamó, levantándose—. Mi juego quizás acostumbre a ser audaz, pero por lo menos es inteligente. Dejémoslo estar, caballeros.

Aldo, que había seguido a su amigo, se percató demasiado tarde de que había ido directo hacia el peligro, pues lady Ribblesdale, alejándose de sus compañeros con un gran revuelo de satén blanco y encaje negro, se dirigía hacia él. La temible señora lo asió del brazo con ademán perentorio y, obligándolo a girar sobre sus talones, le hizo volver por donde había venido.

—No debería haberme dejado llevar por mi pasión por este juego cuando todavía tenemos tantas cosas de que hablar —dijo, suspirando y dedicándole una sonrisa radiante—. Debe perdonarme por haberlo tratado antes con tanta dureza. Tenemos que ser amigos, y vamos a serlo, ¿no? Yo lo deseo de todo corazón.

De pronto se había puesto a hablar en un tono confidencial, dulce y persuasivo, como si esa amistad que reclamaba fuese para ella de una importancia vital. Y entonces Morosini comprobó el gran poder de seducción que esa mujer imprevisible era capaz de desplegar cuando quería molestarse en hacerlo.

—¿Quién podría declinar tan encantadora invitación? No tenemos ninguna razón para no ser amigos.

—¿Verdad que no? ¿Y me buscará lo que tanto deseo? Verá, príncipe, al pedirle que haga para mí un pequeño milagro..., porque sé muy bien que no debe de ser fácil..., al pedírselo, digo, obedezco a un impulso profundo, casi vital. Por supuesto, tengo diamantes de sobra—añadió, levantando como por descuido la deslumbrante cascada que iluminaba su escote—, pero son piedras modernas, y quiero al menos uno que tenga alma..., una auténtica historia.

—No estoy seguro de que haga bien. Las piedras que proceden de tiempos inmemoriales suelen llevar el reflejo de la sangre, de las lágrimas, de las catástrofes que han causado, y si...

Ella lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Hay quien cree que tengo muchos defectos, pero nadie ha puesto nunca en duda mi valor. No me da miedo nada, y menos aún esa presunta maldición que tienen las joyas famosas y que sólo existe en la imaginación popular. Desde que su suegro le regaló el Sancy, a mi prima no le ha pasado nada malo, sino todo lo contrario. Bien, ¿qué me dice?

—¿Qué quiere que le diga? Conozco un diamante tabla antiguo y un poco más importante que ese que no la deja dormir. Al parecer perteneció a la Corona inglesa antes de pasar a manos del cardenal Mazarino. Digo «al parecer» porque no puedo ofrecerle ninguna garantía de que sea lo que yo creo. Si es ése, no se sabe qué fue de él desde 1792.

—¿Lo llevó María Antonieta?

—Así lo creo, en efecto, pero siempre y cuando...

—Deje de repetir todo el rato lo mismo. ¿Dónde está?

—En Venecia, en casa de una amiga.

—Entonces salgo mañana para Venecia con usted.

Aldo sonrió contemplando el rostro de su compañera transfigurado por la pasión: sus ojos negros centelleaban, las aletas de su nariz se estremecían, y se humedeció dos o tres veces los labios con la punta de la lengua.

—No, imposible. Su propietaria sólo está dispuesta a venderlo en el más absoluto secreto y la presencia de usted sería demasiado reveladora.

—En tal caso, vaya a buscarlo, haga que lo traigan, qué se yo..., pero arrégleselas para que lo vea. Por cierto, ¿cómo se llama?... Sí, ya sé, si es el que usted cree.

—El Espejo de Portugal. Mire, lady Ava, voy a intentar que mi apoderado lo traiga, pero debo pedirle que tenga un poco de paciencia. No se pasea una pieza de ese valor a través de Europa sin tomar algunas precauciones. Y sobre todo le pido que no hable de esto con nadie, de lo contrario no habrá trato posible entre nosotros. No quiero que mi emisario corra ningún riesgo. ¿Me ha entendido bien?

Lady Ribblesdale clavó la mirada en los ojos claros de Morosini, al tiempo que le apretaba una mano con una fuerza que le sorprendió.

—Tiene usted mi palabra. Haré que le lleven una nota al Ritz diciéndole dónde y cómo puede reunirse conmigo. En cualquier caso, gracias por anticipado por tratar de complacerme. Ahora vayamos a beber algo fuerte. Estas emociones hacen que el cuerpo me lo pida.

Mientras mantenían esta conversación habían llegado a un invernadero que prolongaba el salón donde estaba la duquesa. Dieron media vuelta y salieron de él charlando de futilidades, y hasta que no los vio lejos, Moritz Kledermann no salió de detrás de las altas plantas donde se había escondido. Entonces fue a sentarse en un sillón de rota forrado de chintz con estampado de flores, sacó un puro de un bolsillo interior de su esmoquin, lo encendió y, recostándose en el sillón, se puso a fumar con voluptuosidad. Sonreía.

Entre tanto, en el coche que los llevaba al hotel, Adalbert y Aldo reanudaban la conversación en el punto donde la habían dejado.

—A ver, tú que no te andas con rodeos, ¿a qué te referías antes cuando me has dicho que ibas a entrar en casa de Ferrals con o sin mi ayuda?

—No veo que la frase requiera ninguna explicación. Me parece que es clarísima —masculló Morosini—. De todas formas, añado que preferiría contar con tu ayuda. Desgraciadamente no poseo tus dotes de cerrajero.

—Justo lo que me imaginaba. No te falta osadía, ¿sabes? ¿Por qué no recurres a tu amiga Wanda?

—Sentiría causarle algún problema. Además, su abnegación ciega me inspira una confianza limitada. Con esa clase de mujeres nunca se sabe qué puede pasar. Si encontramos algo, es capaz de arrodillarse para dar gracias al Cielo y despertar a toda la casa. También he pensado en Sally, la camarera amiga de Bertram Cootes, pero eso nos obligaría a ponerla al corriente de la historia y no quiero hacerlo. Así que, como ves, sólo quedas tú —concluyó Aldo con serenidad.