—¿Es eso cierto?
—¡Ya lo creo! Unos pocos segundos de conversación con él le permitirán calibrar al personaje.
Un caballero de pelo y bigote entrecanos, cuyo nombre Morosini había olvidado pero que era primo de la duquesa, se aproximó a ellos para rogar a sir Desmond que se uniera a los «bridgistas». Además de que un jugador de su categoría no podía sino ser solicitado, en su mesa hacía falta un cuarto. El letrado se levantó y pidió excusas diciendo:
—Me habría gustado charlar más rato con usted, príncipe, pero espero que tengamos otra ocasión de hacerlo, y en caso contrario la buscaré. Debemos volver a vernos.
—No creo que esa perspectiva le guste a lady Mary.
—Su antipatía no durará, pues como muchas mujeres es bastante versátil. Y además, olvidará la historia del brazalete en cuanto lo vea a usted como un cazador de piedras preciosas. Quedará fascinada.
—Imaginaba que lady Mary sería más tenaz en su rencor.
—¡En absoluto! Ya me ocuparé yo de que eso no ocurra. ¿Por qué no viene con su amigo, el del nombre impronunciable, a pasar un fin de semana campestre en nuestra casa de Kent? Me agradaría mostrarle mi colección de jades.
El motivo de la repentina cordialidad de su tono, de ese deseo de estrechar lazos, tan inesperado en un hombre más bien antipático y distante, se hizo evidente en cuanto hubo pronunciado la palabra «jade». Por lo visto, sir Desmond pertenecía a esa clase de coleccionistas cuyo anhelo consiste en hacer admirar sus tesoros. Y dado que el destino de Anielka iba a depender en gran parte del talento de su abogado defensor, Aldo pensó que no debía desdeñar aquella invitación.
—¿Por qué no, si la señora de la casa no va a considerarnos unos intrusos insoportables? De hecho, habíamos decidido quedarnos un tiempo más en Londres.
—¡Estupendo! Naturalmente, no va usted a librarse de una andanada de preguntas referentes a la Rosa de York, pero, si me permite un consejo, saldrá bien de la situación si le da a entender que siempre ha tenido la certeza de que se trata de una imitación. Cosa que por mi parte también me inclino a creer. Ya voy, amigo, ya voy.
Las últimas palabras iban dirigidas al hombre del bigote, que, al hallar sin duda demasiado prolongada la espera, volvía a la carga. El abogado fue a su encuentro y ambos se dirigieron al primer salón, dejando a Morosini bastante sorprendido por la afirmación final de sir Desmond. ¿De dónde había sacado éste la convicción de que la piedra era falsa? ¿Sería únicamente el deseo muy natural de tener paz en el hogar? ¿O sería acaso...?
«¿Sería acaso qué? —masculló Aldo entre dientes—. Ya es hora de que pongas freno a tu imaginación, muchacho, y de que no te dejes influir por esta atmósfera turbia en la que vives desde hace unos días —se dijo—. El hecho de que ese desgraciado esté unido a una mujer medio loca que prefiere el fan-tan al bridge y que frecuenta de noche los barrios de mala reputación no justifica que le adjudiques pensamientos inconfesables. En realidad, su peor defecto es el de tener cara de pocos amigos, pero tampoco eso es culpa suya.»
Sin embargo, abandonando su taza fría y su sillón, Aldo fue a plantarse de nuevo ante el retrato del hijo de Nell Gwyn. Ese cuadro le atraía de un modo irracional. Tal vez se debiera a aquella mirada burlona, a aquella sonrisa insolente, como si ese Saint Albans lo desafiara a descubrir un secreto que él poseía desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, si alguien podía haber sabido qué derrotero había tomado el diamante era él, pues sin duda alguna lo había poseído.
En esa ocasión, la voz que fue a sacarlo de su abstracción fue una voz femenina, amable y regocijada: la de lady Winfield.
—Se diría que este cuadro le apasiona, querido príncipe. No resulta muy halagador para nosotras, pues nuestra única compañía masculina es la del general Elmsworth, que duerme ya como un tronco.
En efecto, un pequeño círculo de señoras se había formado alrededor de la duquesa y del general en cuestión, beatíficamente adormilado en una poltrona. Aldo rió.
—De acuerdo, lady Winfield, es una situación muy triste y estaré encantado de intentar ponerle remedio. Pero ¡qué ocurrencia la de instalar mesas de bridge! Eso acaba con cualquier velada.
—Pues resulta indispensable si uno quiere que la gente acuda a su casa. Este juego lo ha invadido todo.
Cuando su anfitriona lo invitó a sentarse junto a ella en el sofá y le pidió afablemente que «le diera un poco de conversación», Morosini no tardó en echar de menos la compañía del duque retratado al óleo en el cuadro. Hasta comenzó a sentir envidia del general, pues las damas no hacían más que intercambiar chismes londinenses relacionados con el palacio de Buckingham. El de esa noche concernía al duque de York, segundo hijo de Jorge V y la reina Mary, y podía resumirse en esta frase: «¿Se casará ella con él o no?» «Ella» era Elizabeth Bowes-Lyon, una encantadora joven de la alta nobleza de Escocia, hija del conde de Strathmore, de la que Bertie[10] estaba enamorado desde hacía dos años, aunque ella no parecía apreciar en lo que valía el gran honor que eso constituía. Su actitud no facilitaba la tarea a ese príncipe bastante seductor pero afligido de una timidez tan grande que le hacía tartamudear. Además, era un zurdo contrariado y padecía del estómago desde la infancia. Estas dolencias no le permitían mostrarse alegre con frecuencia, mientras que su amada era toda encanto, simpatía y alegría de vivir.
—No le gusta —sentenció lady Danvers—. Todo el mundo pudo darse cuenta el pasado febrero en la boda de la princesa Mary, en la que ella era dama de honor. Yo nunca la había visto tan triste.
—Pues no podrá escapar —aseguró lady Airlie, que era amiga íntima de la Reina—. Su Majestad la ha escogido para su hijo, y cuando ella quiere algo...
—¿De verdad cree que sería deseable obligarla a dar su consentimiento? Ya sé que, aunque parezca encerrado en sí mismo, el príncipe es un joven encantador y haría cualquier cosa para que su mujer sea feliz, pero una muchacha es un ser frágil...
—¡Elizabeth no! —protestó lady Airlie—. Al contrario, es muy fuerte. Su salud moral está a la altura de su salud física y sería una compañía perfecta para Alberto.
—Eso no lo discuto, y estaría totalmente de acuerdo con usted si se tratara del heredero del trono, pero es muy poco probable que el príncipe de Gales no reine, y sin embargo aún no se ha casado. En tales condiciones, no hay ninguna razón para casar al pequeño de forma precipitada.
Créanme, acabo de tener delante de los ojos la prueba del desastre que puede provocar un matrimonio en el que se ha obligado a una criatura de diecinueve años a casarse con un hombre que no era de su agrado. ¡Aunque Dios sabe que el pobre Eric Ferrals estaba profundamente enamorado!
Un concierto de protestas saludó la declaración de lady Clementine. ¿Cómo se le ocurría establecer una comparación entre la unión de un hombre ya maduro con una joven extranjera que no lo conocía, y un proyecto de matrimonio concerniente a la familia real inglesa? ¿En qué estaba pensando la duquesa al establecer semejante paralelismo? ¡Era en verdad inconcebible! Además, la mayoría de aquellas damas estaban convencidas de la culpabilidad de Anielka y así lo manifestaban, cosa que consiguió despertar al general y resultó al punto insoportable a Morosini, que logró controlar el tumulto.
—¡Señoras, señoras, por favor! Intenten ver las cosas desde un punto de vista menos apasionado. Es cierto que Su Gracia acaba de hacer alusión a un caso extremo que sería chocante si lady Ferrals hubiera matado a su esposo, pero en lo que a mí respecta estoy convencido de lo contrario.
—¡Vamos, príncipe! —exclamó lady Winfield—. ¡Eso es negar la evidencia! Nuestra querida duquesa vio a esa desgraciada tender a su esposo un papelillo contra la migraña, que éste vertió en su vaso y que lo mató en el acto. ¿Qué más necesita?
—Un verdadero culpable, lady Winfield. Estoy convencido de que en ese papelillo no había ninguna sustancia nociva. Yo sospecharía más del criado que sirvió el vaso. Nadie lo vigilaba, así que muy bien pudo echar lo que se le antojara. Con un poco de habilidad, no es una cosa difícil.
—Yo soy bastante de su parecer, querido príncipe —intervino de nuevo la duquesa—, y me pregunto si esa manía que tenía el pobre Eric de añadir su preciado hielo a las bebidas que tomaba en su despacho no le resultó fatal. Personalmente, no le tengo ninguna confianza a esa máquina que había hecho traer de Estados Unidos e instalar detrás de la biblioteca, y que trataba con tanta reverencia como si hubiera sido una caja fuerte.
—No digas tonterías, Clementine —le dijo lady Airlie—. Un trozo de hielo nunca ha matado a nadie, y lo que encontraron en el vaso era estricnina.
—¿De qué máquina habla, duquesa? —preguntó Morosini, intrigado.
—De su pequeño armario para enfriar y hacer hielo. Es un invento reciente, incluso en Estados Unidos, y el de Eric es sin duda el único que existe en Inglaterra. Él estaba muy orgulloso de tenerlo y afirmaba que su hielo era mejor que cualquier otro y que le daba al whisky un sabor especial, pero, además de que a nosotros, los ingleses, no nos gusta mucho tomar las bebidas muy frías, a mí ese artilugio me parecía un juguete un poco infantil. Eric tenía unos gustos bastante estrafalarios.
—¿Le ha hablado de él a la policía?
—¡Dios santo, no! A nadie se le ha ocurrido hacerlo, dado que Eric no permitía a nadie manipular ese objeto cuya llave guardaba personalmente y que él mismo echaba el hielo en el vaso que le presentaba el sirviente antes de servir el alcohol. En aquel momento, conmocionados como estábamos, no nos acordamos de ese detalle, pero después me ha entrado la duda: quizás ese hielo fabricado artificialmente sea nocivo.
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