—¡Estupendo! Pues no tiene más que venderlo.
—No resulta tan fácil. Su yerno no cesa de camelarla para que se lo regale a la hija. Y, como es lógico, vigila a su suegra. Si pusiera en venta la alhaja, estallaría un drama.
—¿Crees que sería capaz de...?
—¿Matarla? No, es demasiado buen cristiano, pero sería capaz de secuestrarla. De ahí la visita tan discreta que ella me hizo a primera hora de la mañana, mientras su yerno estaba en misa. Le prometí que haría lo posible por encontrar un comprador interesante, quizás aprovechando la cantidad de entendidos que se han reunido aquí para la venta de la Rosa. Pero me avergüenza un poco confesar que hasta esta noche no me había acordado del asunto.
—Bueno, pues aquí tienes la ocasión. Aprovéchala.
—Hay un pequeño problema. Estoy casi seguro que se trata del Espejo de Portugal, pero no tengo ninguna prueba..., dejando aparte, claro, el hecho de que es gafe.
—¡Ah, ése también!
—Es bastante corriente con esas piedras casi legendarias. El diamante Sancy, por ejemplo, no es una excepción, de modo que lady Ribblesdale no debería envidiar tanto a su prima. En cuanto al Espejo, pasó a manos de Felipe II de España a raíz de su enlace con María de Portugal, que murió dos años después de la boda. Seguidamente, formó parte del tesoro inglés hasta el reinado de Carlos I, que fue decapitado. Su esposa, hija de Enrique IV de Francia, después de huir a su patria con todas sus alhajas y verse reducida a la miseria, tuvo que ceder el diamante al cardenal Mazarino. Y por fin, María Antonieta lo incluyó entre sus muchos aderezos. Reconozco que esta trayectoria es como para que la americana dé brincos de alegría, aunque como es suspicaz, igual que todas las de su clase, no querrá tener el diamante si no puede proclamar toda su historia. Y ocurre que, a partir de 1792, esa historia es una incógnita incluso para mi vieja amiga. Su marido nunca quiso decirle de qué manera obtuvo la joya. La verdad es que preferiría que se dirigiera a un coleccionista acostumbrado a callar, como Kledermann. Además, él posee uno de los dieciocho Mazarinos, entre los que en una época figuraron el Espejo y el Sancy.
Se interrumpió. Por lo visto, lady Danvers opinaba que el oporto ya había circulado bastante entre sus invitados varones, y había enviado al mayordomo para reclamar su presencia junto a las señoras.
—El recreo ha terminado —susurró Vidal-Pellicorne—. Pero, si yo estuviera en tu lugar, estudiaría cuidadosamente el asunto, porque esa chiflada es capaz de pagar una fortuna.
—Estoy tentado de hablarle del asunto a Kledermann. Al fin y al cabo, la competencia no puede perjudicarme, y si él se interesa por el diamante, es posible que ella aumente la puja.
Na obstante, Aldo tuvo que aplazar la conversación con Kledermann, ya que durante la cena, que había reunido sólo a unos pocos comensales, se habían dispuesto varias mesas de bridge en uno de los salones, y nuevos invitados habían hecho su aparición. Las partidas se estaban organizando y Aldo vio, un tanto contrariado, que el zuriqués estaba ya instalado. Por su parte, Morosini no era aficionado a este juego, que encontraba demasiado lento y absorbente; él tenía preferencia por las emociones más fuertes y trepidantes del póquer. Claro que cuando era necesario hacía el cuarto en una mesa de bridge, pero esta vez, al constatar con alivio que su perseguidora se disponía a jugar, pasó al otro salón, donde los convidados se limitaban a conversar de mil naderías mientras tomaban café y licores, reunidos en torno a la dueña de la casa.
Con una taza en la mano y un poco aburrido —Adalbert era un entusiasta del bridge—, Morosini empezó a recorrer el salón, bastante sobrecargado de molduras doradas del período Victoriano, pero cuyas paredes exhibían varios artísticos óleos, entre los que había paisajes y retratos. Uno de estos últimos atrajo su atención por su factura y el tipo de personaje que representaba. A juzgar por la riqueza del cuadro, se trataba de un hombre de alto rango o incluso de sangre real. El modelo tenía los rasgos de la familia Borbón y se parecía bastante al rey Carlos II,[8] aunque la espesa cabellera pelirroja y rizada que enmarcaba su rostro y cierto matiz de vulgaridad en la sonrisa y la expresión resultaban desconcertantes al no casar con su supuesto linaje. Cuando Aldo se inclinó para tratar de descifrar la firma del artista, a su espalda una voz se lo aclaró.
—Kellner pinxit. Como sin duda sabe, era el pintor favorito del rey Jorge I, pues ambos eran alemanes.[9] La figura resulta pintoresca en todos los sentidos, ¿no cree?, aunque su ascendencia también lo era.
Al volverse a mirarlo, Morosini reconoció al nuevo lord Killrenan. Este sostenía como él una taza de café, y una sonrisa esquinada animaba su semblante macizo y poco expresivo.
—Es un encuentro inesperado, lord Desmond. ¿Cómo es que no le he visto en la cena?
—Sencillamente porque no estaba. No he podido asistir porque un asunto importante me ha retenido en Old Bailey. ¿Le interesa este retrato?
—Hay que distraerse con algo en un salón, pero reconozco que me intriga un poco. Ha mencionado usted que los orígenes del modelo eran... pintorescos, ¿verdad?
—Por decirlo suavemente. Su madre había sido vendedora de naranjas y después actriz antes de convertirse en la favorita del rey Carlos II, de modo que es hijo de la famosa Nell Gwyn, pero su padre lo nombró duque de Saint Albans.
Morosini levantó una ceja con aire irónico.
—¡Igual que usted! ¿Será uno de sus antepasados?
—¡No lo quiera Dios! No desearía ser descendiente de la excesivamente famosa Nellie ni a cambio de un título ducal. Provengo de otro Saint Albans, que en el siglo XII fue médico de un rey de Francia antes de afincarse en Inglaterra. ¿Y si nos sentáramos? Estaríamos más cómodos para charlar, y además este café ya está frío.
Mientras se dirigían a un par de sillones, Aldo echó una última ojeada al bastardo real. Recordó lo que le había dicho Aronov en el coche cuando hablaban de la Rosa de York. «Un rumor cortesano insinúa que Buckingham perdió la joya jugando a las cartas contra Nell Gwyn, que a la sazón era la favorita del rey Carlos y esperaba un hijo de él.» Ese personaje de aspecto algo chulesco, cuyo nombre el Cojo no había mencionado, sin duda había poseído el diamante. De improviso, Aldo se dijo que acaso las investigaciones de Adalbert en Somerset House proporcionarían información.
En el ínterin, podía resultar útil hacer hablar al Saint Albans que tenía a mano, fuera o no descendiente del hijo de Carlos II.
—Como lady Mary no lo acompaña, ¿me permite preguntar por ella? Espero que no esté indispuesta.
—No, pero esta clase de reuniones no le gustan mucho y no le tiene simpatía a lady Danvers, con la que yo mantengo una excelente relación, casi de parentesco. Es la primera vez que me alegro de que mi esposa no esté conmigo, pues me temo que no siente demasiado aprecio por usted..., creo que a causa de una pulsera que se negó a venderle.
—Lo lamento de veras, pero no pude hacer otra cosa. Las órdenes del vendedor eran muy estrictas: bajo ningún concepto debía vender el brazalete a un inglés, ya fuera hombre o mujer.
—Nunca he comprendido el motivo de esa prohibición.
Morosini se echó a reír.
—Entre mis atribuciones no consta la de descubrir los secretos de mis clientes. Lo mismo que un médico o un abogado, estoy obligado por el secreto profesional.
—No me cabe duda. Pero es cierto que Mary no tiene suerte. Empezaba a olvidar a Mumtaz Majal para poner sus esperanzas en la Rosa de York, cuando de pronto ésta desaparece. Pero usted acaba de mencionar mi profesión y me parece que debo darle las gracias, pues lady Ferrals me ha dado a entender que le había recomendado que me confiara su defensa. ¡Ignoraba que mi nombre fuera conocido en Venecia!
—Y no lo es. Me he limitado a transmitirle a lady Ferrals el consejo de un amigo cuya identidad no voy a revelar pero que admira su gran talento. Aunque, como no tiene el honor de conocer a la inculpada, me encargó que le aconsejara que cambiase de abogado defensor. Y eso es todo. Por consiguiente, no me debe usted ningún agradecimiento.
Con los codos apoyados en los brazos del sillón, Saint Albans juntó la punta de los dedos de ambas manos y apoyó en ellas la boca con gesto meditabundo.
—Quizá no, en efecto. Se trata de un caso interesante y halagador, pero que posiblemente no hará que aumente mi reputación. Esa joven es desconcertante, y reconozco que, después de haber hablado con ella, todavía no he decidido la estrategia que utilizaré ante el tribunal. Cuando uno la ve, juraría que es inocente, pero al escucharla es difícil formarse una opinión.
—¿Ya ha interrogado usted a Wanda, su doncella?
—No, tengo intención de hacerlo mañana.
—Pues después de hacerlo todavía le costará más sacar el agua clara. A mi juicio hay que confiar en Ani... en lady Ferrals y tratar por todos los medios de encontrar al polaco.
—¡Por descontado! Pero dígame, príncipe, ¿usted conoce bien a lady Ferrals?
—¿Quién puede jactarse de conocer bien a una mujer? Empezamos a tratarnos unas semanas antes de su boda.
—Una boda en la que el amor no tenía mucho que ver. Le confieso que ésta es una de las circunstancias que me estorbarán ante el tribunal si no consigo que mi clienta modifique su actitud, pues no es capaz de disimular la aversión que le inspiraba su marido. Al fiscal de la Corona no le costará nada convertir esa aversión en odio, reforzado por las relaciones adúlteras con ese polaco fantasma.
—El padre de lady Ferrals acaba de llegar a Londres. ¿Lo ha visto usted?
—Todavía no. Estamos citados para mañana.
—Es posible que ese encuentro le anime a usted —dijo Aldo con una sonrisa irónica—. Es un hombre que sabe lo que quiere y que siempre ha impuesto su voluntad a su hija.
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