—Sin embargo, no duda en incriminarlo y acusarlo del asesinato —dijo Aldo con sequedad.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dice a nosotros? ¿Por temor a unos dudosos anarquistas polacos? Primero: no tengo conocimiento de ninguna célula polaca; si se tratara de rusos, la cosa sería distinta. Segundo: disponemos de todos los medios para proteger eficazmente a lady Ferrals hasta que ese Ladislas y su banda estén a buen recaudo. Y tercero: ella se equivoca al creer que su padre, el conde Solmanski, es capaz de sacarla, sin una ayuda solvente, del atolladero en el que se ha metido.
—Esa ayuda solvente no le va a faltar. Le he aconsejado que acuda a sir Desmond Saint Albans.
—Esperemos, por su bien, que lady Ferrals le haga caso. Aunque lo dudo mucho, porque si llega a enterarse de las cualidades de sir Desmond se dará cuenta de que no podrá ocultarle la verdad. El hecho de que este abogado sea tan hábil a la hora de apretar las clavijas a los testigos se debe, sobre todo, a que antes ha interrogado a fondo a su cliente poniéndole toda clase de trampas. Aunque ella no lo quiera, tendrá que confesar. ¡Bueno, ya he llegado! —añadió Warren cuando el taxi se detuvo ante el centinela de Scotland Yard—. Gracias por sus informaciones. ¿Va a quedarse algún tiempo en Londres? Si piensa esperar a que se celebre el juicio de lady Ferrals, sus negocios pueden resentirse.
—De momento, de mis negocios sólo me preocupa la desaparición de la Rosa de York. Por lo tanto, comprenderá mi deseo de quedarme aquí un poco más. Con la esperanza —agregó con una sonrisa impertinente— de verlo triunfar cuando haya recuperado el diamante, cosa de la que estoy absolutamente seguro.
—¡Yo también! —replicó el otro devolviéndole la estocada—. Así tendremos ocasión de volver a vernos.
La mueca con la que el superintendente acompañó este comentario podía pasar por una sonrisa, pero Aldo tenía sus dudas. Más bien parecía una amenaza.
En el hotel lo esperaba una carta, mejor dicho, una nota, pues contenía un mensaje muy breve que, no obstante, hizo aparecer en su mente una retahíla de interrogantes.
«Lady B. fue trasladada hace quince días a una casa de reposo de una forma muy discreta. La familia no quería dar publicidad a su estado mental, que es deplorable. S. A.»
En ese caso ¿quién era la anciana que el infortunado Harrison había aceptado recibir en su joyería para que pudiera contemplar una gema ancestral?
5. Los invitados de la duquesa
Cuando, después de ser anunciados por un criado, Aldo y Adalbert penetraron en el salón donde la duquesa de Danvers reunía a sus invitados antes de la cena, al primero le vinieron ganas de dar media vuelta y huir a toda prisa. Ya mientras se dirigían allí no sentía mucho entusiasmo, pues la perspectiva de conocer a una americana tan rica como insoportable no le apetecía nada. Pero cuando desde el umbral reconoció a la dama que conversaba con la anfitriona y lady Winfield en un canapé de estilo Regencia, casi le invadió el pánico. Se detuvo en seco e hizo ademán de volverse. Al darse cuenta de ello, Vidal-Pellicorne se inquietó.
—¿Te pasa algo? ¿Qué es lo que ocurre? —le susurró manteniéndose de perfil.
—No debería haber venido. Es muy probable que esta velada sea una de las más desagradables de mi vida de anticuario.
—Lo siento, pero es demasiado tarde para irse.
En efecto, sus nombres, pronunciados por la voz potente del criado, habían resonado en la estancia y la anciana duquesa les dirigía, a través de sus impertinentes y del vasto espacio del salón, una sonrisa extasiada. No quedaba más remedio que cumplir con las normas de la etiqueta. Al cabo de un momento que le pareció demasiado corto, Aldo se inclinó sobre la mano de su anfitriona, que ya estaba diciendo:
—He aquí al caballero del que le había hablado, querida Ava. En cuanto a usted, querido príncipe, sé por lady Ribblesdale que ustedes dos se conocieron en América antes de la guerra.
—¿Lady Ribblesdale? —repitió Aldo con una mirada de interrogación mientras saludaba a la dama—. Creía recordar otro nombre, por otro lado inolvidable..., como la propia milady.
En efecto, unos diez años atrás, durante una estancia veraniega en Newport, la ciudad balneario de los millonarios neoyorquinos, Morosini había tenido el honor de ser presentado a la que era considerada la mujer más guapa de Estados Unidos, pese a haber cumplido los cuarenta: Ava Lowle Willing. Aunque dos años antes se había divorciado de John Astor IV, dicha señora seguía haciéndose llamar Mrs. Astor. A decir verdad, su ex marido ya no tenía modo de impedírselo, a despecho de que se había vuelto a casar enseguida, porque al regresar de su viaje de novios en Europa se le ocurrió la lamentable idea de embarcarse en el Titanic, donde murió como un gran señor después de haber obligado a su joven esposa a embarcarse en una chalupa de salvamento. Ava, que por cierto era madre de dos hijos, pasó por alto a la joven viuda y siguió siendo Mrs. Astor.
Esa beldad, dotada de un enorme poder de seducción, no dejaba de ser una arpía sin corazón que nunca había querido ni a su marido ni a sus hijos, y ni siquiera a sus amantes. Solamente le interesaba su propia persona. Por añadidura, y a pesar de que pertenecía a una de las mejores y más acaudaladas familias de Filadelfia (los Lowle Willing afirmaban ser descendientes de varios monarcas ingleses y de un soberano francés), de niña la habían mimado terriblemente sin enseñarle ni pizca de educación, y por desgracia conservaba algunos rasgos de su infancia. Aldo recordaba con horror una cena en casa de los Vanderbilt en la que Ava, sentada al lado de una noble dama inglesa —cosa que detestaba porque prefería la compañía masculina—, había exclamado al levantarse de la mesa: «¡Me pregunto dónde habré oído decir que lady X... es divertida y ocurrente!» Naturalmente, había provocado un silencio glacial. En lo que se refería al propio Aldo, Ava se obstinaba en creer que se pasaba el día haciendo equilibrios sobre una góndola, mientras cantaba O sole mio acompañándose con la guitarra. Y se lo repetía como si fuera una broma estupenda, lo que tenía el don de ponerlo fuera de sí.
Si Aldo confiaba en que la decena de años transcurridos la habrían calmado, se equivocaba por completo. Ava lo acogió proclamando en voz muy alta:
—¡Pero si es mi pequeño príncipe gondolero! ¡Estoy encantada de volver a verlo, querido!
—Yo también, lady... Ribblesdale. ¿Lo he dicho bien? —contestó, decidido a hacerle frente y a responder a una insolencia con otra, aunque eso desluciera su reputación de caballero galante.
—¡Sí, señor! —admitió ella con una sonrisa radiante—. Es un marido muy decorativo y muy rico, pero que no tendré el placer de presentarle. Antes de que nos casáramos, era un compañero la mar de alegre y daba unas fiestas impresionantes, pero ahora no hay manera de sacarlo de esa horrorosa mansión solariega de estilo Tudor que posee en el condado de Sussex y donde ha sustituido la música de los violines del baile por la lectura en voz alta de los clásicos. Lo que resulta una lata, incluso con una voz tan bonita como la suya. Así pues, de cuando en cuando vengo a distraerme a Londres. Me gustaría hacerlo mucho más a menudo, pero él no puede vivir sin mí.
—¡Cómo le comprendo! Ni siquiera debería permitir que se alejara de él un instante. ¿Me permite presentarle a mi amigo Adalbert Vidal-Pellicorne? Es un egiptólogo francés muy reputado.
—¿Qué tal, caballero? Un egiptólogo resulta siempre divertido, aunque los ingleses aventajan bastante a los franceses en ese arte.
—Digamos que disponen de más medios, lady Ribblesdale —repuso Adalbert—. Por lo demás, creo recordar que Champollion, el hombre que descifró los jeroglíficos, era francés.
—Sí, ¡pero hace ya tanto tiempo de eso! Además, la piedra Rosetta está aquí, en el Museo Británico. Pero, si es ésa su profesión, ¿qué hace usted aquí, en este salón? Mi hija Alice se encuentra en Egipto con nuestro queridísimo amigo lord Carnavon, y sigue con interés sus excavaciones en el Valle de los Reyes.
—¿Su hija es arqueóloga?
—¡Dios santo, no, qué horror! ¿Se la imagina cavando en la arena? Lo que ocurre es que siente pasión por ese país porqué está convencida de haber vivido en él durante una vida anterior, en la que a pesar de ser hija de un sumo sacerdote de Amón seguía la doctrina solar de Akenatón. Hasta tiene sobre esa cuestión unas pesadillas muy divertidas.
Aquella verborrea habría podido proseguir durante mucho tiempo si la duquesa no llega a intervenir, con una dulzura llena de firmeza, levantándose y expresando su deseo de presentar a los recién llegados a los demás invitados.
—Serán vecinos de mesa —dijo a lady Ribblesdale a guisa de consuelo—, de modo que tendrán tiempo de conversar.
Antes de recorrer el salón, tomó el brazo de Aldo, que se sentía abrumado al pensar en el calvario que iba a ser para él la cena. Esa idea le hizo saludar sin darse cuenta a una docena de personas, y no recobró plena conciencia de sus actos hasta que se encontró estrechando la mano de Moritz Kledermann.
—Encantado de conocerlo —declaró el banquero suizo sin el menor entusiasmo—. Es una sorpresa inesperada que aprecio en lo que vale. Al parecer tenemos amigos comunes.
—Así es —contestó Morosini, recordando a tiempo que en la boda de Anielka con Eric Ferrals la duquesa de Danvers y Dianora Kledermann ocupaban posiciones privilegiadas—. Supongo que, al igual que yo, lamenta usted el trágico destino de sir Eric... y de su joven esposa.
Un brillo de curiosidad teñida de asombro apareció en los grises ojos del zuriqués.
—¿Acaso la cree usted inocente?
—Estoy convencido de ello —dijo Aldo con firmeza—. Piense que aún no tiene veinte años, y creo que en este asunto es sobre todo una víctima.
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