—Debería haberme presentado en cuanto usted ha dicho su nombre, excelencia. Le ruego me perdone esta transgresión de las buenas maneras. ¿Puedo preguntarle ahora qué busca usted en este almacén indigno de su interés?

—Todo y nada. ¡Vamos, señor Chang, no sea tan modesto! Tiene fama de ser un experto en antigüedades asiáticas, y aquí, entre objetos de un valor ciertamente mediano, veo algunas piezas dignas de otro decorado. Este broche de bronce incrustado de oro debió de fabricarse en algún lugar de su país entre los siglos X y XII —agregó, inclinándose sobre la figurita de un león alado colocada sobre una peana de terciopelo.

Yuan Chang no trató de ocultar su sorpresa.

—¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Está usted especializado en el arte de mi país?

—La verdad es que no, pero me intereso por las joyas antiguas de cualquier procedencia. Por eso me extraña que tenga aquí este broche sin protección alguna. Cualquiera podría robarlo.

Bajo las cejas entrecanas del chino brilló un destello.

—Nadie se atrevería a robar nada en mi morada. Y respecto a este león, suponiendo que tuviera ganas de comprarlo, lamento decirle que ya lo he vendido. ¿Desea usted ver alguna otra cosa?

—Me atraen sobre todo las piedras preciosas. De hecho, me he especializado en alhajas antiguas, preferentemente históricas. ¿No tendrá usted alguna... de jade, por ejemplo?

—No, ya se lo he advertido. A pesar de lo que le hayan dicho, mi negocio es modesto y yo...

No pudo terminar la frase. Unos chillidos agudos se elevaron detrás de la cortina, que una mano enérgica alzó con brusquedad para dar paso al superintendente Warren en persona, envuelto en su macfarlane y más parecido que nunca a un ave prehistórica.

—Lamento entrar en su casa sin haberme anunciado y sin guardar las formas, Yuan Chang, pero he de hablar con usted.

Si el chino estaba encolerizado, lo disimuló doblando la espalda en una profunda reverencia. En cambio, era evidente que la entrada violenta del policía no le producía ningún temor. El tonillo que Aldo captó en su voz sin inflexiones se asemejaba mucho más a la ironía.

—¿Quién soy yo para que el célebre superintendente Warren se digne ensuciar sus zapatos en el polvo de mi miserable establecimiento?

—No es un buen momento para intercambiar elaborados cumplidos, Yuan Chang. Tiene razón al pensar que necesitaba un motivo muy serio para venir aquí. Caballero —añadió Warren volviéndose hacia Morosini sin demostrar que lo había reconocido—, supongo que el taxi aparcado ante la puerta es suyo. ¿Puedo pedirle que me espere allí?

—¿Acaso tenemos que hablar usted y yo? —replicó Aldo con una altivez muy propia del personaje que representaba—. No soy más que un simple cliente... eventual.

—No lo pongo en duda, pero soy tremendamente curioso y todos los clientes del honorable Yuan Chang merecen mi atención. ¡Por favor!

Al tiempo que decía esto, abrió la cortina del pasadizo y Morosini se vio obligado a recorrerlo a pesar de que se moría de curiosidad. En la calle descubrió un potente automóvil negro y otro más pequeño, así como nuevos corros de chiquillos, esta vez mantenidos a distancia por dos policías de paisano, uno de ellos el inevitable inspector Pointer.

—¿Adónde vamos?—preguntó Harry Finch.

—A ninguna parte, amigo mío. Nos quedamos aquí. El funcionario de policía que acaba de entrar en la tienda me ha solicitado una breve entrevista.

—El superintendente Warren no es un tipo cualquiera. Es el mejor sabueso de Scotland Yard. ¡Un tipo duro como hay pocos!

—No sabía ese detalle. Al parecer el tal Yuan Chang es alguien importante.

—Nada menos que el rey de Chinatown. Debe de tener el alma más negra que su túnica, pero nadie ha logrado pillarlo con las manos en la masa. ¡Es más listo que una carnada de monos!

—Quizás han venido a detenerlo. Este despliegue de policías...

—No hay que exagerar, sólo son media docena. Y además, cuando el súper se desplaza a algún sitio, nunca va solo ni en bicicleta. Es cuestión de prestigio. Y en Limehouse el prestigio es primordial.

La espera se prolongó un buen cuarto de hora, pasado el cual Warren reapareció, le dijo unas palabras al oído a su fiel ayudante, se metió en el taxi y ordenó a Finch que lo llevara de vuelta a Scotland Yard. Hecho esto, cerró la mampara que los separaba del chófer y por fin se arrellanó cómodamente en su parte del asiento.

—Ahora vamos a charlar —anunció con un suspiro—. Confío en que usted sea más hablador que esa rata de Pekín de ojos rasgados.

—¿De veras esperaba hacerle hablar? ¿Y de qué?

—Podría contestarle que soy yo quien hace las preguntas, pero como no veo ningún inconveniente en informarle, le diré que no esperaba gran cosa. Quería ver su reacción cuando le comunicara las últimas noticias: esta madrugada la brigada fluvial de Wapping, que buscaba el barco de un traficante de opio, ha encontrado flotando en el río, cerca de la isla de los Perros, los cadáveres de dos orientales atados con cuerdas y estrangulados. Han sido identificados como los hermanos Wu, sin duda alguna los asesinos del joyero Harrison.

La noticia era de aúpa y Morosini tardó unos segundos en asimilarla del todo, el tiempo de que su compañero sacara una pipa y una tabaquera, y después de cargar con esmero la cazoleta la encendiera lanzando una espesa vaharada de humo acre. Aldo empezó a toser.

—¡Por todos los santos del paraíso! ¿Qué mete ahí dentro? ¿Excrementos de vaca?

El pterodáctilo se echó a reír.

—¡Qué delicado es usted! Es tabaco francés, ese que en las trincheras los soldados llamaban «culo gordo». Me aficioné a él en el Somme. Despeja la mente de un hombre casi tan bien como un buen whisky.

—Bueno, digamos que exagero. Pero, si lo he entendido bien, su investigación ha terminado puesto que los asesinos han muerto, ¿no?

—No ha hecho más que empezar. Su muerte corrobora algo de lo que nunca habíamos dudado, y es que trabajaban simplemente por encargo.

—Y usted cree que Yuan Chang podría ser...

—¡Yo ya no creo nada de nada! —gritó de repente Warren—. No estoy aquí para rendirle cuentas. En cambio, tengo bastantes preguntas que hacerle a usted. La primera de todas: ¿qué hacía usted en la tienda de Yuan Chang?

—Es muy sencillo. Además de usurero, es anticuario, como yo. Y en esta profesión uno siempre está de caza —dijo Morosini con desparpajo.

—¿En serio? ¿No esperaría por casualidad averiguar algo sobre cierto diamante desaparecido? Vamos, príncipe, no me tome el pelo. Y dígame, ¿cómo ha descubierto a Yuan Chang?

Morosini vaciló un instante, justo el tiempo de idear una mentira convincente.

—La muerte de Harrison ha dado pie a muchos rumores. El hotel Ritz está lleno de gente que ha venido a Londres para la subasta. También hay periodistas, y han hablado de los asesinos diciendo que por lo visto eran orientales. Alguien mencionó el nombre de Yuan Chang y, como es natural, me entraron ganas de ir a conocerlo.

—Mmm... Tendré que contentarme con esta respuesta, aunque no me convence. Pero le diré una cosa: ignoro a qué está jugando, pero me huelo que no le disgustaría encontrar la Rosa de York. Por consiguiente, y le ruego tome buena nota de ello, no quiero por nada del mundo que se inmiscuya en una investigación en la que nosotros trabajamos. ¿Entendido?

—¡Me guardaré muy mucho! —repuso Morosini, que empezaba a sentirse irritado.

Entre Aronov, que quería impedirle que se ocupara de Anielka, y este polizonte desabrido que le prohibía buscar el diamante, la vida se le iba a poner difícil. Tendría que actuar con mucho tino.

—De todos modos —dijo—, debería tener en cuenta mi posición. He venido a Londres con el encargo de comprar la Rosa de York para un cliente muy noble cuyo nombre no puedo revelar.

—Ni yo se lo pregunto.

—¡Pues es una suerte que respete mi secreto profesional! No obstante, comprenda que me resulte desagradable quedarme de brazos cruzados sin hacer nada por encontrar esa piedra cargada de historia.

—Si se empeña en buscarla, puede acabar en el Támesis con una cuerda alrededor del cuello, como los hermanos Wu, o con un cuchillo clavado en la espalda. Aunque si eso le divierte... Pero cambiemos de tema. Ayer noche esperaba su visita después de la que usted realizó en Brixton. ¿No tiene nada que contarme?

—Sí, y desde luego pensaba informarle de ello hoy mismo.

—¿Después de su paseo por Chinatown? —inquirió Warren con sorna—. Bueno, ¿qué dice nuestra preciosa viuda?

Morosini repitió a grandes rasgos el relato de Anielka, lo que le produjo la satisfacción de ver cómo los ojos del pterodáctilo se volvían, en la medida de lo posible, aún más redondos. El superintendente emitió un ligero silbido.

—¿De modo que ella considera la cárcel un refugio contra una especie de terroristas decididos a proteger a uno de los suyos contra viento y marea? Es un argumento nuevo y no del todo idiota. Siempre y cuando sea verdad, claro.

Respecto a lo último, el príncipe anticuario no estaba muy seguro. Incluso constituía su peor tormento, pero, como no quería bajo ningún concepto hablar de sus conversaciones con Wanda y con John Sutton, se abstuvo de mencionarlas y dejó que transcurrieran los segundos. Warren, que chupaba con furia su pipa, parecía inmerso en un cúmulo de reflexiones del que salió para refunfuñar:

—Si quiere saber mi opinión, es posible que esta historia rocambolesca esté destinada exclusivamente a usted. La verdad es quizá más simple y más femenina: lady Ferrals se encontró con su antiguo enamorado y el fuego oculto bajo las cenizas comenzó a arder otra vez. Ignoro lo que ocurrió entre ellos en Grosvenor Square, pero me inclino a pensar que tuvieron una aventura, y ahora la hermosa Anielka querría salvarse a sí misma y salvar a su amante.