—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en broma.

—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—. No deseo que se sepa mi dirección.

Aldo no insistió y el resto del trayecto transcurrió en silencio.

Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a su propio vehículo.

—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor? —preguntó el conductor con una pizca de malicia.

—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha parecido muy valiente.

—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den miedo. Dígame solamente su nombre... o el que le parezca.

Cuando Harry Finch dejó a su pasajero, eran poco más de las dos de la madrugada. Vidal-Pellicorne todavía no había vuelto, y Morosini se dijo que tal vez estaba en una taberna intentando levantarle el ánimo a Bertram, de modo que decidió no esperarle e irse a dormir. El día había sido largo y duro, y notaba que necesitaba descansar. La aventura que acababa de vivir le tenía más preocupado de lo que hubiese querido, tal vez porque en la historia que le había contado Mary había algo raro. Ciertamente, esa hermosa mujer le inspiraba más desconfianza que simpatía. También sentía hacia ella un vago rencor que no habría existido si continuara llamándose Mary Saint Albans, pero ahora llevaba el apellido de un hombre al que él siempre había querido y respetado. Le resultaba desagradable que ese apellido se encontrara a merced de una redada de la policía en un tugurio sospechoso. El anciano lord Killrenan, aquel enamorado del mar y de los viajes, siempre se había sentido atraído por la magia de las tierras orientales, pero su atracción no tenía nada que ver con la afición de su heredera por un pintoresquismo que rozaba la depravación.

—El pobre sir Andrew no quería a su familia —declaró Aldo hablando con su cepillo de dientes—, y aún la habría querido menos si hubiese sabido la verdad. Debe de estar revolviéndose en la tumba.

Una vez acostado, Aldo descubrió que la fatiga no siempre aporta el sueño. En su interior se habían agitado tantas emociones contradictorias que no podía eliminarlas y, cuando por fin consiguió dormirse, tuvo una pesadilla en la que Anielka, lady Mary, Aronov, los chinos y un estudiante polaco no cesaban de dar vueltas bailando una zarabanda agotadora. Por consiguiente, acogió la luz del día y la mesita de ruedas del desayuno con un alivio enorme y una súbita decisión. ¡El Cojo tenía razón! Quien toca demasiadas teclas pierde el sentido común. Lo que tenía que hacer era alejarse temporalmente de Anielka y de Mary y consagrarse a la búsqueda del diamante. Respecto a lo último, algo le decía que una expedición fluvial al Crisantemo Rojo sería quizá más provechosa que el fastidioso examen de archivos. Dentro de un rato, Adalbert y él prepararían su plan de batalla y discurrirían un medio de hacerse con una embarcación. Y además, ¿por qué no visitar en Pennyfields la casa de empeños y compraventa de ese tal Yuan Chang que le habían descrito como un hombre tan peligroso y con tanto poder? Al fin y al cabo, dejando aparte la usura, era en cierta manera un colega y podría resultar interesante charlar con él. Sobre todo si, como Aldo no lograba dejar de imaginar, la Rosa de York había caído en sus manos. ¡Por fuerza alguien tenía que haber enviado a los asesinos!

Una vez consultado, Adalbert no demostró ningún entusiasmo por esta nueva excursión a territorio chino.

Era posible que Yuan Chang poseyera la piedra preciosa, pero, de ser así, no iba a revelárselo a un completo desconocido.

—Y además, de todos modos la piedra es falsa, y si el tal Chang ha hecho robarla para alguien, que es la hipótesis más verosímil, no tiene nada que ganar en esa aventura. Especialmente si ese alguien llega a descubrir que se trata de un magnífico culo de botella. Prefiero ir a sumergirme en el polvo de Somerset House, a fin de ver si allí se encuentra el testamento de Nell Gwyn.

—Vas a perder el tiempo. Simon Aronov habrá tenido esa idea antes que tú.

—No me lo imagino pasando días y más días revolviendo los archivos oficiales. Y además, los golpes de suerte llegan en esta vida.

¡Sancta simplicitas! Entonces tendré que ir solo.

Hacia las tres, el taxi de Harry Finch, a quien Aldo había avisado al mediodía, lo dejaba ante la casa más grande de Pennyfields, un edificio achaparrado de dos pisos cuyos ladrillos habían adquirido un color gris rosado. Una tienda ocupaba la planta baja, pero los vidrios de las ventanas estaban tan sucios que era imposible ver el interior. En ese barrio, tan desierto y lúgubre hacía unas horas, reinaba una gran actividad. Todo un pueblo se ajetreaba allí: mercaderes ambulantes, vendedores de sopa y otros alimentos sentados en el suelo, bazares al aire libre como los de los zocos árabes, cuyas mercancías a veces rodaban hasta el arroyo pero en cuya entrada se erguía una estatua de ojos oblicuos vestida de algodón azul o negro, con las manos metidas en las mangas. Todo esto formaba un conjunto que olía a Extremo Oriente y que resultaba muy pintoresco. Uno se creía trasladado a una calle de Pekín o de Cantón.

El coche se vio rodeado en seguida por una bandada de chiquillos que lo miraban sin atreverse a tocarlo. Como por allí raramente pasaba un taxi, éste constituía un espectáculo como cualquier otro. El olor a comida y a incienso que impregnaba el aire prevalecía con bastante eficacia sobre el eterno hedor a lodo y a carbón.

En la tienda del prestamista, el espacio reservado a los clientes quedaba limitado por unos mostradores cubiertos por una rejilla a través de la cual se veía toda una colección de objetos heterogéneos. El lugar era tan sombrío que en pleno día ardía una lámpara de gas, y todo aquello estaba presidido por un chino de edad mediana y expresión desabrida que no se inmutó al oír el tintineo de las campanillas de la puerta. Sin embargo, la entrada de aquel caballero elegante lo animó a ponerse en movimiento. Se acercó a él y, después de hacer una serie de reverencias, preguntó en un inglés sibilante en qué podía servir un establecimiento tan modesto al honorable visitante. Perplejo, Morosini recorrió con la mirada aquel decorado polvoriento.

—Me dijeron que aquí podría encontrar antigüedades interesantes, pero no veo más que una casa de empeños.

—Para admirar los objetos, tenga la amabilidad de pasar por aquí —dijo el empleado, levantando un tablero que unía dos expositores y alzando con la otra mano una cortina que colgaba en una esquina.

Lo que el visitante descubrió más allá del ajado terciopelo fue toda una sorpresa: desde luego se trataba de un verdadero almacén de antigüedades, que aunque no podía compararse con el suyo propio ni con el que tenía su amigo Gilles Vauxbrun en París, era bastante respetable. Albergaba todo el fantástico panteón de la India y del Extremo Oriente: múltiples estatuas, artísticos Budas procedentes de China o de Japón junto a porcelanas translúcidas, quemadores de esencias que conservaban olor a incienso, candelabros de bronce, un gong de gran tamaño, monstruos de rostros contorsionados, guardianes de puertas de los templos, tejidos de seda, abanicos y multitud de pequeños objetos de marfil o piedras duras. Como descubrió la mirada experta del príncipe anticuario, todo aquello no era muy antiguo, y en ello seguramente tenía que ver la proximidad de los muelles de las Indias Oriental y Occidental, pero el conjunto estaba bien escogido y los procedimientos de envejecimiento destinados a darle una pátina de siglos no eran demasiado aparentes. Además, algunas piezas parecían auténticas.

En ese momento se oyó una voz de timbre algo cascado, pero agradable y culta.

—No resulta fácil encontrar esta tienda. Hay que saber... y nunca he tenido el honor de serle presentado, señor. ¿Quién le ha enviado aquí?

Aldo no dudó ni un momento de que se encontraba en presencia de Yuan Chang. Como bien había dicho Bertram, era un anciano bajo y delgado, casi endeble, pero su figura, vestida con una larga túnica de satén negro sin más adorno que un fino ribete de oro, producía una sorprendente impresión de vigor. Algo así como si hubieran hincado en el suelo la hoja de una espada y no un hombre de edad con el rostro surcado de multitud de arrugas. Eso provenía tal vez de la expresión imperiosa de sus ojos negros y brillantes, que no parpadeaban. En el gorro de seda negra que cubría sus blancos cabellos, ningún distintivo anunciaba que tuviera un rango. Sin embargo, Morosini habría jurado que en su país Yuan Chang no era un simple tendero. Por lo menos era un letrado, y quizás un mandarín.

—Me ha hecho venir la curiosidad y el amor por los objetos antiguos. Soy anticuario y procedo de Venecia. Soy el príncipe Morosini —añadió con una leve inclinación de cabeza que el anciano le devolvió.

—El honor que me hace con su presencia es todavía mayor, pero con su permiso le repetiré la pregunta. ¿A quién debo agradecer su visita?

—A nadie y a todo el mundo. Un simple comentario de salón que oí por casualidad durante una conversación mundana, y otro que escuché en el vestíbulo de un hotel de lujo. Me imagino que es usted el señor Yuan Chang, ¿me equivoco?