Dedicado

A la memoria de Jean-François,

mi hijo desaparecido.

A él le debo la documentación de

este libro... y muchos años felices.

 

Resumen

Poco antes del otoño de 1922, el príncipe veneciano Aldo Morosini —anticuario y experto en joyas antiguas— es abordado por Simon Aronov, apodado el Cojo de Varsovia, quien le encomienda la misión de recobrar cuatro piedras preciosas robadas durante el saqueo del Templo de Jerusalén. Según la tradición, su recuperación permitirá a los hijos de Israel regresar a su tierra.

PRIMERA PARTE

La niebla de Londres

                                                                                                                                                                                                                                                                    1. Los herederos

Era el extremo del mundo o casi...

Las Tierras Altas de Escocia terminaban allí, en las aguas cambiantes, agitadas, peligrosas, turbulentas, atravesadas por pérfidas corrientes del estuario de Pentland. Más allá, como último baluarte frente a los mares árticos que llegaban hasta el Polo, únicamente existían los torbellinos de bruma que envolvían las islas Orcadas y las todavía más lejanas islas Shetland, pobladas de ovejas de negras cabezas. Sin embargo, los dos archipiélagos cuyos habitantes conservaban la sangre y las tradiciones vikingas pertenecían a Gran Bretaña y la servían con fidelidad, pese a que sus raíces los atraían hacia Noruega, país al que habían pertenecido durante siglos.

Apoyado en la muralla medio derruida de una torre de vigía, Aldo Morosini contemplaba el salvaje y grandioso paisaje marino esforzándose por contener su emoción: anclado en medio de una pequeña rada, el Robert-Bruce se estaba separando para siempre de su viejo patrón, lord Killrenan, asesinado en Egipto unos meses antes y que el barco acababa de traer de vuelta a su tierra ancestral. El silbato del contramaestre despedía con su agudo sonido al capitán mientras los marineros bajaban el pesado féretro hasta el bote que aguardaba junto al casco largo y negro.

Cuando el bote se apartó, la sirena del barco relevó al silbato del contramaestre. Los marineros metieron al unísono los remos en el agua y pusieron rumbo a la orilla, donde una pequeña muchedumbre aguardaba junto a un pastor anglicano y a varios miembros de la familia. Ésta era muy reducida: en total se componía de seis personas, inmóviles y enlutadas, en cuya cara de circunstancias no se advertía ni rastro de aflicción. El hecho de que fueran hijos de la única hermana del difunto —por lo menos tres de ellos, ya que las otras tres eran sus esposas— no era óbice para su ausencia de pesar: eran los herederos, y con eso estaba todo dicho. Por eso Morosini prefería mantenerse apartado. Tenía intención de no acercarse a ellos hasta el último momento, pues su dolor era real. Quería mucho al viejo marino, pues aunque no estaban unidos por ningún lazo de sangre, durante muchos años sir Andrew había consagrado un amor discreto y ferviente a la princesa Isabelle, la madre de Aldo, asimismo fallecida.

Cuando Isabelle había enviudado, sir Andrew había reunido el valor suficiente para proponerle convertirse en la princesa de Killrenan, pero Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, era mujer de un solo amor. También Killrenan era de corazón fiel, de modo que decidió ser el eterno viajero de todos los mares del mundo. Sin embargo, de cuando en cuando su yate echaba el ancla en el veneciano fondeadero de San Marco, a fin de que sir Andrew pudiera depositar, junto con el homenaje de su fidelidad, un enorme ramo de flores, especias raras y delicadas golosinas que había recogido durante sus viajes. Le hacía siempre la misma pregunta, recibía la misma respuesta y se marchaba sin desanimarse. Pasados dos o tres años volvía a aparecer con algo menos de cabello, unas cuantas arrugas más y todavía el mismo amor en el corazón.

Una sola vez, la última, el enamorado de Isabelle trató de hacerle aceptar un regalo excepcional, un objeto extraordinario y cargado de historia: una pulsera de esmeraldas y zafiros, obsequio del emperador mongol Shah Jahan a su adorada esposa Mumtaz Majal, en memoria de la cual haría construir más tarde el Taj Majal, acaso el sepulcro más bello del mundo.

Sin duda sir Andrew pecó de ingenuidad al confiar en que haría olvidar a Isabelle el valor del presente, que él solamente consideraba un homenaje y un símbolo de eterna fidelidad, porque la viuda de Enrico Morosini lo rechazó. De resultas de eso, tres años después Killrenan encargó a Aldo —que en el ínterin se había convertido en un anticuario experto en joyas antiguas— que vendiera la pulsera, pero con una condición categórica: en ningún caso la alhaja debía pasar a manos de una persona de nacionalidad británica, ya fuera hombre o mujer. Dicho esto, sir Andrew volvió a hacerse a la mar.

De momento, Morosini creyó que esa prohibición era un simple capricho y no la entendió. Pero poco después, cuando conoció a una de las sobrinas políticas del anciano, lo vio claro. Elegante, encantadora pero un poco inquietante, Mary Saint Albans albergaba en su cabecita rapaz una pasión insaciable y casi patológica por las piedras preciosas. Durante una prestigiosa subasta en el hotel Drouot de París, Morosini la había visto perder por completo el dominio de sí misma porque en la puja no había podido superar a un miembro de la familia Rothschild. Y cuando Mary Saint Albans había ido a visitar a Aldo en Venecia, casi se había arrojado a sus pies suplicándole que le vendiera la famosa pulsera, pues estaba convencida —con toda la razón— de que su tío Killrenan se la había confiado. Desde luego, su petición no tuvo ningún éxito.

Para desembarazarse de la joven, el príncipe anticuario trató de persuadirla de que lord Killrenan no le había entregado nada, y añadió que sin duda había preferido conservar su prenda de amor llevándosela consigo a aquel viaje alrededor del mundo que emprendía sin verdadera intención de regresar. Quizás incluso pensaba dejar la alhaja en la India, donde la habían tallado.

Por desgracia, sir Andrew no llegó más allá de Port Said, donde un ladrón, que además era un asesino estúpido, había asaltado su camarote. ¡Qué final tan siniestro, incluso sórdido, para un hombre que amaba hasta tal punto la inmensidad y la magnificencia!

En eso pensaba Aldo mientras allá abajo, en la ribera, los cuatro marineros más fornidos del Robert-Bruce, ayudados por cuatro vigorosos lugareños cuyas nudosas rodillas asomaban por debajo del kilt verde, rojo y negro, izaban el pesado ataúd de cedro sobre sus hombros para transportarlo a la cripta de su antigua y señorial morada. En ese preciso momento, dos gaiteros ataviados con el traje tradicional se llevaron a la boca el tubo de su cornamusa y un sonido estridente sustituyó al de la sirena del barco. Los gaiteros encabezaron el cortejo, seguidos de los demás. El observador solitario se limitó a verlos acercarse y a observar cómo los miembros de la comitiva hacían rodar bajo sus pies las piedrecitas del camino. La cuesta que conducía al castillo era empinada pero estaba en consonancia con él: también era de piedra y los bastos escalones que la jalonaban parecían la continuación de los muros adustos del castillo. Killrenan Castle era un alto e impresionante edificio cuadrado del siglo XII, un torreón que parecía lanzarse al asalto del cielo de las Tierras Altas y que tenía a sus pies, como una jauría de perros tendidos en el suelo, las dependencias formadas por las cuadras, las cocinas y otros servicios, junto con una capilla. Todo ese complejo seguía en parte encerrado dentro de la muralla que antaño lo protegía. En la actualidad, el castillo esperaba al último de sus descendientes por línea directa. Y en cuanto a los sobrinos, que a la sazón caminaban en pos del difunto, Morosini estaba convencido de que jamás llegarían a estar a la altura de sir Andrew.

El tiempo era benigno en ese mes de septiembre. Cohortes de nubes desfilaban hacia el este, dejando entre ellas grandes desgarrones azules atravesados por flechas de luz. En honor del último viaje terrestre de Andrew Killrenan, las Tierras Altas se habían adornado con sus mejores galas, que resultaban más valiosas por ser las más efímeras, pues pronto iban a quedar borradas por las brumas y las nieves del precoz invierno. Constituían una sorprendente sinfonía de tonos malva, índigo, violeta y grises tornasolados entre los que de vez en cuando estallaba, como una flor preciosa, el oro de un ramaje cuya gama de colores iba desde el amarillo pajizo hasta el bermejo oscuro.

Cuando el cortejo alcanzó el destartalado puente levadizo y el enorme portalón tachonado de clavos de acero, Aldo se dijo que tenía que unirse a él a fin de asistir a la última ceremonia. Se agachó para recoger del suelo el gran ramo de cardos azules ceñido por un lazo cuyos colores eran los del clan del anciano lord, pero en ese momento una mano arrugada se adelantó a él y una voz algo cascada comentó:

—¡Cardos, qué buena idea! El emblema del país, ¿verdad? Y además cuadran perfectamente con el viejo Andrew. Quizá le sirvan de consuelo por haber tenido que dejar su título y su mansión a esta gente.

Aldo volvió la cabeza y vio a su lado a un hombrecillo de tez apergaminada y morena, al que de entrada tomó por un duende de las landas debido a su baja estatura. Vestía una falda escocesa con escarcela, una banda a cuadros y un gorro cuyas plumas mostraban los colores del clan. Todo su atavío emanaba un fuerte olor de pimienta de Jamaica, cosa que atestiguaba que era el traje de ceremonia que sólo se sacaba del arcón para las ocasiones solemnes. Después de estornudar tres veces, el recién llegado se apartó procurando no ponerse de espaldas al viento.