—Señores, este barrio me da mala espina. No es un sitio seguro. ¿Piensan estar mucho rato aquí?
—No lo sabemos —respondió Bertram, que, gracias a su vigorosa escolta, se sentía tan valiente como un paladín—. ¿Acaso tiene usted miedo?
Su tonillo de desdén no produjo otro efecto que el de incrementar el acento cockney del taxista, que no debía de ser muy susceptible.
—No me apetece quedarme solo en este cochino andurrial—declaró el hombre—. Esto ya no es Inglaterra, es China, y no me haría gracia que me clavasen un puñal en la espalda. Además, ya casi han llegado a su destino.
—Le pagaremos el triple si es necesario, pero nos esperará —dijo secamente Morosini—. Cuando estemos cerca de la casa de té, aparcará el coche en un lugar donde no llame la atención y se armará de paciencia. No estará solo mucho rato —añadió mirando de reojo a Bertram, que se soplaba las manos y se arrebujaba en su abrigo como si estuvieran en pleno invierno. Era evidente que tampoco el periodista las tenía todas consigo.
—Bueno, como usted diga —contestó el taxista—. Pero ustedes son tres y me gustaría que uno se quedara en el taxi.
—¿Será posible?—rezongó Adalbert—. Oiga, si todos los ingleses fueran como usted, no habrían ganado la guerra.
Después de haber cruzado el puente que pasaba sobre Regent's Canal, el taxi se detuvo un momento junto al Támesis mientras Bertram se apeaba para inspeccionar los alrededores. La lluvia había cesado, pero sobre el río se estaba formando una bruma que amenazaba convertirse en una niebla espesa. Debido a la penetrante humedad, el ambiente era casi frío. Había un olor a carbón, a turba, y sobre todo a cieno, cuyo intenso hedor lo invadía todo. La marea estaba casi estacionaria y el río era como una ancha extensión de agua lisa, en la que apenas se reflejaban los fanales de las barcas en los amarres. Entre los jirones de bruma de un gris blanquecino aparecían las siluetas macizas de una fila de gabarras inmóviles, de algunos buques mercantes y de lanchones más o menos cargados. La sirena de un remolcador rasgó la noche cuando el periodista regresaba para anunciar que había un callejón un poco antes del Crisantemo Rojo. Se ofreció a dirigir hasta allí al taxista, y sus compañeros bajaron del coche y se metieron en una callecita que no tenía el suelo de adoquines sino de barro. Estaba flanqueada por unas casuchas bajas y desconchadas, una de las cuales ostentaba un esbozo de tejado con el alero hacia arriba, al estilo asiático, y otras tenían paneles decorados con inscripciones chinas cuya elegancia no lograba ennoblecer aquel pasadizo miserable.
Muy de vez en cuando pasaban, caminando a pasitos cortos, unas sombras furtivas y encorvadas envueltas en ropajes informes que parecían una prolongación del suelo encharcado, y enseguida desaparecían engullidas por la niebla.
De cuando en cuando el resplandor difuminado de un quinqué hacía relucir un semblante amarillo, y pronto se hizo patente que el único centro de actividad nocturna de la calle era la taberna con las ventanas iluminadas, pese a que la suciedad de los cristales apenas permitía el paso de la claridad interior. Unas siluetas de hombres o mujeres —¿cómo distinguirlos en esa oscuridad?— entraban o salían del local, pero, como era ya tarde, cada vez se hacían más escasas.
Una vez que el taxi estuvo prudentemente estacionado con las luces apagadas, dos de sus ocupantes, Aldo y Bertram, se apearon, pues de momento Adalbert había aceptado hacer compañía al pusilánime taxista. Los dos primeros se encaminaron hacia la puerta achaparrada sobre la que se balanceaba rechinando un farolillo rojo. A la sazón ya no se veía a nadie en la calle. Antes de entrar, Morosini fue a echar un vistazo a través del cristal que le pareció menos sucio. Descubrió con enorme sorpresa que la sala de techo bajo, amueblada con una barra y varias mesas de madera e iluminada por lámparas de petróleo, estaba casi vacía. En un rincón, dos hombres estaban instalados ante una mesa que sostenía una tetera y dos tazones. Detrás de la barra otro chino dormitaba con las manos metidas en las mangas de algodón azul.
Aldo se apartó de la ventana para que Bertram pudiera mirar a su vez y susurró:
—Hemos visto entrar a seis personas por lo menos. ¿Dónde se habrán metido?
—Debe de haber otra sala detrás de la cortina que se ve al fondo, o bien en el sótano. Quizá sea un fumadero o una sala de juego, o quizás ambas cosas.
—Es lo que imaginaba. Si no, todo esto sería inexplicable, porque el Crisantemo Rojo resulta casi tan atractivo como la sala de espera de una estación.
—En cualquier caso, una cosa está clara: los dos bebedores de té no son los hermanos Wu. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Nada, esperaremos. ¿Está seguro de que no existe otra salida?
—¿Cómo voy a saberlo? No suelo venir a pasear por aquí. Pero si quiere que esperemos, más vale que nos apartemos, no sea que llegue alguien y nos descubra espiando.
—Regrese al taxi —dijo Morosini, irritado—. Voy a ver si puedo dar la vuelta alrededor de este tugurio.
Sin aguardar la respuesta del otro, se internó en la callejuela escrutando las sombras con la esperanza de descubrir un pasadizo. De pronto contuvo una exclamación de contento: a pocos metros de la puerta, un angosto pasillo conducía hasta el río, cuya presencia se adivinaba gracias a un vago reflejo luminoso. Aquella especie de grieta estaba oscura cual boca de lobo, pero los ojos de Aldo no tardaron en adaptarse a las tinieblas. Palpando el muro con la mano, caminó con precaución hacia el reflejo.
Todo estaba en silencio. Sólo se oía el leve chapoteo del agua y el apagado y lejano rumor de Londres. Cuando el explorador llegó al final del pasadizo, se dio cuenta de que éste estaba cerrado por una valla desvencijada. La sacudió y, al constatar que se abría, se encontró en un muelle de no más de un metro de anchura del que partía una escalera que bajaba hasta el Támesis. Como ya veía mejor, decidió descender por los resbaladizos peldaños.
Su intención era la de llegar lo más abajo posible a fin de obtener una visión de conjunto de la fachada de la casa que daba al río. Pero a medio camino se detuvo, se volvió y descubrió que los dos pisos estaban a oscuras, a excepción de una ventana cuadrada cuyo marco aún sostenía unos trozos de vidrio, y de dos tragaluces bastante grandes situados a la altura del sótano y cerrados por unas rejas, entre los que se abría una suerte de túnel pequeño y redondo por el que el agua debía de penetrar cuando la marea subía mucho. Sin embargo, la superficie del río quedaba a casi medio metro de distancia. Visto por la noche, el edificio producía una impresión lúgubre. El aspecto más bien anodino de la fachada principal daba paso, en la parte trasera, a algo vagamente parecido a una fortaleza bastante siniestra.
«¡Cómo me gustaría dar una vuelta por ahí dentro! —se dijo Aldo—. Estoy seguro de que resultaría una visita muy instructiva. Pero «¿cómo hacerlo?»
Se le ocurrió que el único modo de entrar en las entrañas del Crisantemo Rojo era a través del agujero redondo. No obstante, para eso necesitaba una embarcación.
Se disponía a volver a subir para estudiar la cuestión cuando, de repente, por el tragaluz más cercano le llegó un débil sonido de voces. Varias personas estaban hablando a la vez, como si, después de un momento de espera, se hubieran lanzado a comentar lo que acababa de suceder, unas con satisfacción y otras decepcionadas. Morosini tuvo de inmediato la certeza de que allí existía un garito de juego clandestino. Faltaba saber si estaba reservado a los orientales o si sería posible que lo admitieran a él.
Mientras volvía pensativo sobre sus pasos, el ronquido de un motor le causó una súbita inquietud. ¿Significaría eso que el taxista había decidido marcharse abandonándolos a su suerte? Con semejante miedoso uno podía esperar cualquier cosa. Sin embargo, Aldo se equivocaba, pues nada más salir del pasadizo se tropezó con Adalbert, que venía a buscarlo y que lo arrastró hacia el coche limitándose a decir: «¡Ven por aquí!» Sólo cuando estuvieron en la calleja empezaron las explicaciones.
—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No has oído el motor de un coche?
—Sí, pero...
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido, pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica. Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram. Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi, que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos. Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquellos a quienes buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
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