—Bien..., bueno, más o menos bien, pero he visto a mucha más gente de la que te imaginas. Después de Anielka, me he encontrado con Wanda, su doncella, y he ido a visitar a John Sutton. Y los tres me han dado una versión tan distinta de lo sucedido que ya no sé qué pensar. Finalmente he dado una vuelta en coche con Simon Aronov.

—¿Está aquí?

—Eso parece. Me ha raptado en un coche verde conducido por un chófer coreano. Según él, lo ha hecho por mi bien y me ha obsequiado con un auténtico lavado de cerebro. Lo que pretende es que deje de ocuparme del asunto Ferrals.

—No anda errado. Nunca es bueno perseguir dos liebres a la vez. Pero más vale que me cuentes todo eso en el bar mientras bebemos algo reconfortante. Estás empapado y no tienes aspecto de encontrarte bien.

Con un cuidado casi paternal, Adalbert ayudó a su amigo a quitarse la gabardina mojada y se la entregó a un criado antes de conducirlo a un rincón tranquilo.

—¡Cuéntame! —dijo, después de haber hecho el pedido al barman.

Cuando Morosini hubo terminado su relato, Vidal-Pellicorne lo contempló con aire perplejo y, echando hacia atrás el rubio mechón que continuamente le caía sobre la nariz, inquirió:

—¿Qué es lo que sientes?

Aldo, que bebía absorto su whisky, se encogió de hombros con la mirada perdida.

—No lo sé muy bien..., aparte de un gran cansancio.

—En ese caso, si quieres creerme, sigue el consejo de Simon. Debe de estar muy preocupado por ti cuando ha salido de las sombras. Y confieso que comparto su inquietud. No dispones de ningún medio para socorrer a la bella cautiva. En cambio, Warren tiene muchos. Cuéntale tu entrevista y después déjale que busque al polaco. Si te inmiscuyes, corres el riesgo de intervenir a destiempo en su investigación.

Estas reflexiones eran del todo razonables y Morosini lo reconoció de buen grado, por lo cual prometió que se abstendría de intervenir en el desarrollo de las investigaciones policiales.

—¡Bravo! —exclamó Adalbert, recuperando su amplia sonrisa y haciendo chocar su vaso con el de su amigo—. Para recompensarte, voy a procurarte una distracción. Esta noche vamos a hacer de Shakespeare en el barrio chino.

—¿En el barrio chino? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa idea? Seguro que ese tal Bertram.

—Exacto. Cree tener una pista, pero le gustaría que fuésemos a explorarla con él.

—¿Por qué? ¿Tiene miedo?

—Mmm..., me parece que sí. Trata de comprenderlo: Cootes es un joven valeroso en casi todas las circunstancias, pero a los chinos les tiene terror. La sola posibilidad de caer en sus manos le produce náuseas. Se imagina sometido a uno de esos miles de suplicios chinos tan ingeniosos: encerrado en un cuarto con cientos de ratas, por ejemplo, o cortado en minúsculos trocitos mediante un cuchillo manejado por un experto. Así que no le apetece en absoluto ir a merodear por Limehouse, su barrio, a solas y de noche.

Aldo se echó a reír.

—De hecho —comentó—, la cosa no parece muy divertida. ¿Dónde nos encontraremos con él?

—En una taberna del Strand que suele frecuentar. Mientras tanto te propongo una cena suculenta para emprender esta aventura en buena forma. Mejor aquí, donde no hay peligro de que la comida nos haga daño.

—¡Excelente idea! Vamos a cambiarnos de ropa.

—Hablando de comida, acabo de recordar que estamos invitados a cenar pasado mañana en casa de la duquesa de Danvers. Bueno, tú estás invitado, porque desea presentarte a una amiga norteamericana que quiere conocerte, pero como la duquesa es una señora muy bien educada, me ha invitado a mí también. Seré tu carabina —concluyó Adalbert con su buen humor habitual.

Morosini, que estaba terminando su whisky, hizo una mueca.

—¿Una norteamericana? La idea no me seduce. La mayoría de los norteamericanos tienen mucho dinero pero bastante mal gusto. Y cuando se trata de antigüedades, lo confunden todo.

—¡Bah! No será muy complicado. Siendo mujer, seguramente querrá hablarte de joyas. Me sorprendería que te pidiera una cómoda Luis XV. Y además, me encantará pasar una velada entre la alta aristocracia inglesa. Es un ambiente que conozco muy poco, por no decir nada.

—¡No me digas! ¿Ahora resulta que eres un esnob?

—Hombre, no, pero reconozco que me hace gracia ver de cerca un palacio real, una corte, todo un boato que ya no es cosa corriente. Resulta un cambio agradable comparado con nuestros ministros, que siempre parecen llevar luto. Por no hablar de las recepciones en el Elíseo, que son pesadísimas.

—No voy a negarte ese placer. ¡Iremos a la cena!

4. Chinatown

—Entonces el chiquillo me dijo: «Si me da diez libras le diré dónde podrá encontrar a los asesinos del joyero.» ¡Diez libras! ¿De dónde creía que iba a sacarlas? Entonces pensé en sir Vidal y vine a buscarlo al hotel. —El resto del apellido debía de parecerle un trabalenguas, porque lo suprimió—. Por fortuna estaba allí, ya que esa gente de la recepción tiene la costumbre de mirarte como si fueras un desperdicio que se dejó olvidado la mujer de la limpieza. Pero el chiquillo ha obtenido sus diez libras y yo mis informaciones.

Apretujado en el asiento trasero del coche entre Adalbert y Aldo, Bertram Cootes les hacía partícipes de sus fuentes.

—Diez libras es una buena suma —observó Morosini—. ¿Qué le ha hecho creer que el chico no le estaba engañando?

El periodista alzó sus hombros rollizos.

—¡Qué sé yo! Sus ojos, me parece, al decirme que podía confiar en él. De hecho, me lo ha soltado todo en seguida: los asesinos son los hermanos Wu, Han y Yen. Trabajan de vez en cuando en los muelles de las Indias Occidentales y son asiduos clientes del Crisantemo Rojo, una casa de té mugrienta situada en el extremo de Limehouse Causeway.

—Resulta difícil de creer. Según lo que usted mismo nos ha contado, los hombres que entraron en la joyería de Harrison iban elegantemente vestidos y llegaron en un Daimler conducido por un chófer.

—¡No se imaginará que trabajan por su cuenta y riesgo! —se indignó Bertram, que acto seguido se puso a declamar en tono teatral—: «El ornamento es la apariencia de verdad con que se arropa un siglo perverso a fin de engañar a los más sensatos...»

—¿Qué está diciendo?

—Ejem... Son palabras de Bassanio en El mercader de Venecia, escena... Me refiero con esto a que la apariencia es lo único que importa. Si el que los envió lo hubiera deseado, habrían parecido príncipes a pesar de ser simples estibadores. Se trata de un hombre rico que rige las casas de juego y los fumaderos de opio clandestinos, es decir, que domina a todos los habitantes del East End de raza amarilla. Incluso se han forjado algunas leyendas acerca de él.

—¿Otro hombre invisible? —dijo Aldo, que pensaba en Simon Aronov con cierto rencor.

—En absoluto. Se llama Yuan Chang y dirige una casa de empeños y de compraventa de objetos usados en Pennyfields. Por lo que sé, es un anciano sabio, prudente y tranquilo que no suele hablar mucho. Se rumorea que es poderoso, que su fortuna es inmensa y que la policía lo trata con miramientos porque a veces él les hace algún favor.

—Si ha sido él quien ha ordenado la muerte de Harrison y el robo de la joya, la policía haría muy mal en seguir protegiéndolo.

—He dicho la policía, no Scotland Yard. En realidad, creo saber que Warren daría lo que fuera por pillarlo con las manos en la masa, pero no es más que un sueño, porque es difícil que eso ocurra.

—¿Y si consiguiésemos atrapar a los hermanos Wu?

—No hablarán. Encontrarán preferible acabar en la horca a denunciar a su patrón, porque saben que esa muerte sería el paraíso comparada con la que los secuaces de Yuan Chang les podrían proporcionar si se fueran de la lengua.

Aldo sacó un cigarrillo, lo encendió y dijo en tono gruñón:

—En estas condiciones, ¿qué vamos a hacer en Limehouse?

—Pues está clarísimo —masculló Adalbert—. Tratar de averiguar algo sobre la Rosa de York.

—A eso me refiero: es una pérdida de tiempo. Si, como suponemos, está en poder de ese chino, sin duda la habrá hecho desaparecer de un modo definitivo.

—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Bertram—. A Yuan Chang no le interesa el famoso diamante. Dicen que posee tesoros ocultos, pero que consisten exclusivamente en piezas chinas, mongoles, manchúes y demás. Para él, el Temerario e incluso los reyes de Inglaterra no son sino unos extranjeros poco recomendables. No le importa nada la Rosa de York. Y en lo referente a trabajar por cuenta de otro, ya sea europeo o americano, habría de tener una razón excepcional, pues ni siquiera las joyas de la Corona lo impulsarían a hacerlo. Claro que es posible que los hermanos Wu hayan decidido ganarse unas perras extra.

—Y ése es el motivo por el que la chica no quiere hablar —dedujo Adalbert entre dientes, antes de agregar—: De todos modos, será una velada pintoresca. Mañana nos dedicaremos a otra clase de ejercicio.

Mientras cenaban, los dos amigos se habían trazado una nueva línea de actuación: repartirse la engorrosa tarea de indagar en los archivos, en particular en los de Somerset House, donde la administración británica del Registro Civil conserva los testamentos dedicando un cuidado especial a los de Nelson, Newton y William Shakespeare. Y también ir al Archivo Nacional, con la insensata esperanza de hallar la pista de la piedra auténtica, aunque sin hacerse ilusiones, porque era tan difícil como buscar una aguja en un pajar.

Al llegar a la altura de Stepney, el taxi abandonó Commercial Road para dirigirse hacia el sur. Avanzó dando tumbos sobre los irregulares adoquines de una calle estrecha y sombría que desembocaba en otra llamada Narrow Street. En ese momento el chófer tomó el tubo acústico que le permitía comunicarse con la parte posterior del vehículo y declaró: