El silencio que reinaba en la casa era impresionante. No se oía ningún ruido, ni siquiera un roce o un murmullo. Incluso el fuego de carbón que ardía en la chimenea lo hacía quedamente, como si un crujido o un chisporroteo hubieran constituido un sacrilegio.
El secretario saludó a Morosini con una inclinación, afirmó que estaba encantado de volver a verlo en plena forma —no había tenido ese placer desde la famosa noche en que Aldo había ido a la calle Alfred-de-Vigny para recoger el rescate de Anielka y el Rolls-Royce—, y señalándole una butaca añadió que consideraría un honor poder serle de alguna utilidad.
Morosini se sentó cuidando de no arrugar la raya de su pantalón y contempló un instante al joven, al tiempo que sacaba un cigarrillo con el que dio unos golpecitos sobre la brillante superficie de su pitillera de oro.
—He venido a hacerle una pregunta —dijo por fin.
—Ya me han hecho muchas durante los últimos días.
—Me sorprendería que le hubieran hecho ésta: ¿por qué tiene tanto empeño en que lady Ferrals sea condenada a la horca?
Antes de hablar, Aldo se había preparado para cualquier clase de reacción por parte del secretario menos la que siguió. John Sutton sostuvo su mirada sin mostrar la menor emoción y después respondió en tono suave:
—Pues porque ella no merece otra cosa. Es una asesina redomada que preparó su crimen con premeditación. —Acompañó estas palabras con una sonrisa, y Morosini tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la reacción que en su temperamento latino había provocado tamaña insidia.
Para conseguirlo, prendió el cigarrillo y exhaló una bocanada de humo hacia el techo adornado con molduras.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —dijo con voz serena—. ¿Acaso posee pruebas?
—Pruebas materiales, no. La única que habría sido decisiva (el papelillo que había contenido el veneno) desapareció como por arte de magia; sin duda una mano diligente lo echó al fuego. Sin embargo, yo había visto y oído muchas cosas, y por esa razón no vacilé ni un instante en acusar a lady Ferrals. Es posible que usted lo sienta en el alma, pero créame, príncipe, no cabe la menor duda: ¡ella es culpable!
—No tendré motivos para invalidar sus convicciones en cuanto me haga usted el favor de contarme lo que había visto y oído. Imagino que sentía mucho afecto por sir Eric, ¿o me equivoco?
—No se equivoca, le respetaba mucho. En cuanto hube terminado mis estudios en Oxford, entré a su servicio, y desde entonces no me había separado de él.
—Es usted joven, de modo que no puede haber estado mucho tiempo con sir Eric.
—Tres años, pero, tratándose de un hombre de sus cualidades, unas pocas semanas habrían bastado para despertar mi admiración.
—Es posible. No tuve el privilegio de tratarlo mucho, dejando aparte que fuimos adversarios en un asunto del que usted está al corriente. Sin embargo, debo repetirle mi pregunta: ¿qué es lo que había visto y oído?
—¿Quiere saberlo? En tal caso, antes de nada debo informarle de que dos meses atrás habíamos contratado a un criado polaco...
—Pasemos por alto ese detalle. Cuando la duquesa de Danvers me relató aquella velada trágica, me habló de ese sirviente que se esfumó sin dejar rastro.
—Ese detalle, como usted dice, no carece de importancia. Lo comprenderá cuando le diga que sorprendí a lady Ferrals en sus brazos.
—¿En sus brazos? ¿No estará usted... dramatizando la situación?
—Juzgue usted mismo. Ocurrió hace unas tres semanas. Sir Eric cenaba aquella noche en casa del alcalde, y yo había ido a un espectáculo de ballet en Covent Garden. Dado que tengo mi propia llave, entré en la casa sin hacer ruido e incluso sin encender la luz. Siempre suelo hacerlo así porque conozco el lugar como la palma de mi mano, y además sir Eric detestaba que mis salidas nocturnas no fueran discretas.
»De modo que ya subía la escalera cuando oí una risa y unos susurros. Venían de las habitaciones de lady Ferrals y me di cuenta de que la puerta de su vestidor estaba entreabierta. El débil rayo de luz que salía de su interior me permitió distinguir al tal Stanislas que salía a hurtadillas. En el momento en que iba a cruzar el umbral, lady Ferrals se acercó a él y ambos se abrazaron... apasionadamente, antes de que él la apartara suavemente hacia el vestidor. —Sutton se interrumpió y, después de hacer dos o tres profundas inspiraciones, espetó en tono colérico—: Ella estaba casi desnuda, pues apenas puede llamarse vestimenta a aquel fino camisón de batista blanca... Eso fue lo que vi, pero confieso que a partir de entonces me dediqué a espiarlos.
—¿Y qué fue lo que oyó? —preguntó con esfuerzo Aldo, que tenía un nudo en la garganta.
—Oí muchas frases incomprensibles para mí, porque hablaban en su idioma y yo lo desconozco. Excepto una vez, una única vez, en que la oí decirle a él: «Si quieres que te ayude, primero tengo que ser libre, así que antes has de ayudarme tú.» Eso fue cuatro días antes de que muriera sir Eric.
—¿Y todo eso se lo contó usted a la policía?
—Naturalmente. Aunque me había resultado difícil soportar que ella introdujera a su amante en la mansión, no había querido decir nada, pues confiaba en que sir Eric descubriera por sí mismo la verdad, cosa que no podía dejar de ocurrir. Pero cuando lo vi morir allí, casi a mis pies, fui incapaz de callarme. ¡Me habría gustado matarla con mis propias manos!
Se hizo un silencio. Morosini estaba intrigado: por una parte, aquella versión se parecía bastante a la de Wanda, cuya devoción por Anielka no la hacía sospechosa de mentir; por otra parte, ¡era tan distinta a la de la joven! Aldo sabía por experiencia que Anielka poseía cierto talento para urdir mentiras, pero le costaba mucho admitir que su habilidad llegara hasta tal punto. De modo que decidió acorralar a Sutton para obligarlo a defenderse.
—El hecho de que usted exprese tanta... rabia sin duda significa que quería mucho a sir Eric..., o bien que el odio que siente hacia su esposa..., porque usted la odia, ¿verdad?..., se debe a la circunstancia de que usted estaba enamorado de ella y ella lo rechazó.
El joven secretario soltó una risita mientras un relámpago iluminaba sus ojos, profundamente hundidos en sus órbitas.
—¿Que yo la amaba? No, no me inspiraba ninguna ternura, pero sí la deseaba —declaró con una brusquedad muy británica—. Confieso que la deseaba y todavía la deseo. Únicamente confío en que mi deseo muera al mismo tiempo que ella.
Nada había que añadir. Morosini acababa de enterarse de todo lo que le interesaba saber e incluso de algo más. Se levantó.
—Le agradezco que me haya hablado con tanta franqueza —dijo—. Aunque no estoy tan convencido como usted de la culpabilidad de lady Ferrals. En lo que se refiere a usted, creo comprender mejor sus motivaciones, si bien me parece que la principal han sido los celos.
—¿Los celos? Oh, no lo niego, pero no son del tipo que se imagina. No tenía celos de ella porque me negara su cuerpo y en cambio se lo ofreciera a un sirviente, sino por una razón muy diferente que no estoy dispuesto a revelarle. Le deseo que pase muy buenas tardes, príncipe Morosini.
—Lo mismo digo, pero además me gustaría desearle la paz del alma, a pesar de que no da la impresión de haber tomado un buen camino para lograrla.
Sin preocuparse de la llovizna, que no daba muestras de querer detenerse, Aldo decidió regresar a pie. Tenía necesidad de poner en orden sus ideas, y caminar siempre le había parecido estimulante para dicha actividad. Por añadidura, la distancia que debía recorrer no era muy grande. Con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, se puso a andar a paso rápido a través de la luz incierta —el día declinaba—, en la que a veces surgía la silueta piramidal de un policía tocado con su casco y envuelto en su oscura capa. También se topó con algunos peatones, pese a que en ese barrio aristocrático la gente se desplazaba sobre todo en coche.
La entrevista con Sutton le había dejado un regusto amargo. Lo que le habían contado en el transcurso de aquel día lo había dejado indeciso, desanimado, con la impresión de que una red de mentiras se había precipitado sobre él impidiéndole cualquier movimiento. Las imágenes demasiado nítidas que había evocado el secretario lo trastornaban, sobre todo porque Sutton no negaba que había intentado seducir a Anielka. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Y en la pareja formada por ella y Ladislas, ¿cuál de los dos manipulaba al otro? En cuanto a sí mismo, ¿debía creer en el amor que la joven afirmaba sentir por él? ¿Qué esperaba Anielka de su persona y hasta qué punto trataba de manipularlo? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente, y lo que más le irritaba era no encontrar para ellas una sola respuesta. ¡Y pensar que hacía unas horas, al salir de Brixton Jail, estaba feliz y deseoso de defender a su amada de ojos dorados, de hacer lo imposible por salvarla! Mientras que ahora no sabía qué curso de acción seguir.
Le vino a la memoria una frase de Châteaubriand que su preceptor, Guy Buteau, le había repetido cuando, siendo adolescente, no tenía claro lo que quería hacer: «Ve hacia delante, a no ser que tengas miedo y prefieras cerrar los ojos.»¿Cerrar los ojos? La idea era tanto más inconcebible cuanto que se sentía casi ciego. Entonces, ¿seguir hacia delante? Pero ¿en qué dirección?
De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir adiós a Dianora.[6] Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron con las gotas de agua.
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