—¡Oh, no! Si no me permitirán verla. Dejo la maleta al portero y vuelvo en seguida.

Unos minutos después estaba de regreso. Se sentó en el taxi junto a Aldo y éste se apresuró a abordar el tema.

—Acabo de darle a su señora el nombre y la dirección de un abogado de valía. Parece ser que hasta ahora la han defendido muy mal.

—¡Ah, eso sí que es verdad! Jamás debería haber acabado en la cárcel. Y si no fuera por ese mentiroso de secretario...

—Ya estoy al corriente de eso —la cortó Morosini—. Me gustaría que me hablara del que ha desaparecido, un tal Ladislas Wosinski, que entró a servir en la casa con un nombre falso. Aunque no me explico por qué se tomó la molestia de cambiarse el nombre, puesto que sir Eric nunca había oído hablar de él.

—Sir Eric no, pero el señor conde se habría puesto furioso si se hubiera enterado de que estaba en la casa. Mi tesoro se habría visto en un buen aprieto.

—Supongo que a estas alturas el conde ya lo sabe. Ayer le vi llegar a la mansión de Grosvenor Square. No se quedó allí mucho rato y al salir parecía furioso, aunque hacía esfuerzos por contenerse.

Wanda alzó los ojos al cielo y juntó las manos al rememorar lo ocurrido.

—¡Oh! El señor conde tuvo una tremenda discusión con Sutton a causa de lo que éste había hecho y también a causa del criado polaco, pero gracias a Dios el secretario sólo conoce a un tal Stanislas Razocki y el señor conde no sabe más que él.

—¿Qué es eso de «gracias a Dios»? Resulta que un hombre ha obligado a su señora a acogerlo en su casa, ha asesinado a su marido y luego ha huido cargándole el muerto, y a usted le parece que todo va perfectamente.

—Pues claro que sí. Ladislas Wosinski es un patriota de corazón noble, y si ha matado ha sido para proteger a la mujer de la que está enamorado..., porque todavía la quiere con toda su alma. Seguramente oyó cómo su marido la insultaba a gritos un poco antes.

—Ya sé que tuvieron una fuerte discusión, pero sin duda no era la primera vez.

—Sí, era la primera vez que reñían con tanta violencia. Desde hacía un tiempo, mi pequeña se negaba a acostarse con él. Tenía unas dolorosas migrañas que trataba de aliviar con un medicamento.

Pese a la gravedad del asunto, a Morosini se le escapó una sonrisa. La migraña, sustituida a veces por dolencias más íntimas, siempre había sido la defensa preferida de las mujeres contra el débito conyugal.

—¿Y aquel día le dolía la cabeza? Pero era un poco pronto para irse a la cama, ¿no?

—Desde luego. Pero la joven lady estaba sentada ante su tocador acicalándose para la velada. Debo añadir que llevaba un vestido muy escotado y que estaba particularmente hermosa y deseable. Su marido había bebido y la pasión lo cegó. Me echó fuera de la habitación y no pude ver nada más, pero lo que oí era horrible. Cuando poco después sir Eric salió, tenía la cara de un rojo subido, casi morado, y se estaba arrancando el cuello postizo para poder respirar. En cuanto a mi tesoro, lloraba a lágrima viva sentada en la cama y casi desnuda, pues el marido le había destrozado el vestido. Al cabo de un momento, sir Eric volvió para pedirle perdón, pero ella no le abrió la puerta.

Sin duda alguna, el relato que Aldo estaba oyendo era la pura verdad. Lo que él había sabido sobre las primeras relaciones de Anielka con Ferrals, y sobre todo lo que había sucedido una vez firmado el contrato matrimonial confirmaban que Wanda no mentía. Morosini imaginaba claramente la escena cuya continuación había tenido lugar en el despacho de sir Eric y en presencia de la duquesa de Danvers: sir Eric se quejó de un fuerte dolor de cabeza y Anielka le propuso con fría ironía que le trajeran un papelillo de los polvos que ella solía tomar en tales ocasiones.

—¿Fue ella misma a buscarlo o envió a otra persona? —preguntó Aldo.

—Milady le sugirió a Ladislas que fuera a pedírmelo y yo se lo di.

—Pero entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué la detuvieron? ¿Qué demonios pudo decir Sutton para incriminarla? El papelillo pasó por dos pares de manos, y supongo que, cuando Ladislas se lo pidió, usted escogió al azar uno de los que contenía la caja.

—Naturalmente, y eso fue lo que le dije al señor de la policía. Pero Sutton dijo que deseaba hablar confidencialmente con ese señor y no pude oír ni una sola de sus palabras. Lo único que sé es que mi tesoro está en la cárcel.

—¡Menos mal que me lo recuerda! —exclamó Morosini en tono sarcástico—. Por cierto, creo que ha llegado el momento de que me explique por qué se alegra tanto de que Ladislas ande suelto por ahí mientras que su tesoro pasa los días sobre la paja húmeda de un calabozo.

—Puede estar seguro de que él la sacará de allí. La quiere demasiado para dejarla en la cárcel.

—¿Lo dice en serio? —repuso Morosini, a quien esos ditirambos de Wanda empezaban a fastidiar considerablemente—. ¿No cree que habría sido más sencillo no huir como alma que lleva el diablo y hacer frente a sus responsabilidades protegiendo a Anielka cuanto le fuera posible?

—No, porque sólo habría conseguido que los encarcelaran a los dos. Mientras él esté fuera, hay esperanza para mi pequeña lady. Estoy convencida de que él tiene amigos en Inglaterra y está planeando liberarla... o facilitarle la evasión, a fin de que ambos puedan disfrutar de su amor en el viejo terruño que jamás debimos abandonar.

Aldo desistió. Aquel diálogo era auténtica ciencia ficción y resultaba evidente que no lograría sacar a la buena mujer de su sueño de un príncipe azul. Una cosa era segura: entre la versión de Anielka y la de su leal doncella existía un abismo demasiado profundo y enmarañado para atreverse a transitar por él.

—Ahora que lo pienso —dijo Morosini—, ¿por casualidad no sabrá usted dónde podría encontrar a Ladislas Wosinski?

Arrancada con brutalidad de las celestes regiones en las que se mecía, Wanda dirigió a su vecino una mirada severa.

—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso tiene la intención de entregarlo a la policía?

—En absoluto —replicó Aldo, guardándose mucho de añadir que ya le había hablado de él al superintendente Warren—. Es que, mire usted, pensándolo bien me gustaría saber dónde está. Imagínese por un instante que, olvidando el gran amor que siente por Anielka, elija su propia seguridad y la abandone en manos de la justicia inglesa.

—Si usted lo conociera, no se le ocurriría algo tan abominable. Es el hombre más altruista del mundo, un verdadero paladín que ha consagrado su vida a la libertad de su país, la auténtica libertad, y a aliviar los sufrimientos del pueblo polaco. Créame, hará lo que debe hacer cuando llegue el momento. Sólo hay que tener un poco de paciencia...

Morosini hizo una mueca dubitativa. Era preciso tener una fe ciega para estar persuadida hasta ese punto de la pureza de intenciones de un hombre que Anielka describía como un chantajista. No obstante, renunció a discutir.

El resto del trayecto transcurrió en silencio. Sólo se oía el bisbiseo de Wanda recitando sus oraciones. Pero en cuanto divisaron la residencia Ferrals, Aldo declaró:

—Antes de que nos separemos, quiero que sepa una cosa: yo sí que deseo salvar a su señora. En primer lugar porque creo que es inocente, y en segundo lugar porque la amo. Si más adelante necesito la ayuda de usted, ¿podré contar con ella?

De inmediato, la doncella se mostró llena de arrepentimiento.

—¡Oh, perdóneme! Había olvidado que usted también la ama y sin duda le he herido con mis palabras. Pero estoy dispuesta a ayudarle. Si alguna vez desea hablar conmigo, todas las mañanas voy a oír misa de nueve a la iglesia del Oratorio, cerca del Victoria and Albert Museum. No queda lejos de casa, mientras que la iglesia polaca está en un suburbio. Le gustará, ya lo verá, es una iglesia italiana, según creo. Nunca hay mucha gente y podremos hablar tranquilamente. Además, durante la misa uno está bajo la mirada de Dios —añadió Wanda con aire sentencioso, alzando un dedo hacia el techo del vehículo.

—Me parece perfecto. Y si usted desea comunicarme algo, puede dejarme un mensaje en el hotel Ritz. Le voy a anotar el número de teléfono —dijo Aldo mientras arrancaba una hoja de su agenda para escribir las cifras.

Cuando el taxi paró, Wanda se dispuso a apearse, pero Morosini la detuvo.

—Otra cosa más. No se extrañe si dentro de un cuarto de hora vengo a llamar a esta puerta. No será para verla a usted, sino a míster Sutton.

—¿Quiere hablar con él? —gimió la mujer con súbita inquietud—. ¿De qué?

—Eso es asunto mío. Deseo hacerle un par de preguntas.

—No querrá recibirle.

—Sería una verdadera torpeza. De todos modos, no pierdo nada con intentarlo. Entre usted en la casa, que yo volveré después de dar una vuelta.

Un cuarto de hora más tarde, un mayordomo de expresión gélida le hizo pasar a la residencia del finado Eric Ferrals y lo dejó de momento al pie de una escalinata artísticamente curvada, por la que subió diciendo que iba a cerciorarse de que míster Sutton estaba en disposición de recibir una visita. Morosini no tuvo más remedio que aguardar en compañía de una colección de bustos romanos de ojos ciegos, de un sarcófago bizantino y de un lavamanos de bronce que debía de proceder de algún lejano lugar próximo a Pekín. La vivienda londinense del comerciante de armas se parecía mucho a la del parque Monceau, pero todavía resultaba más siniestra, si es que ello era posible, debido en parte al pesado mobiliario de estilo georgiano. Las espesas pasamanerías y los cortinajes de terciopelo color chocolate contribuían a hacer la atmósfera sofocante.

El despachito al que Aldo fue conducido al cabo de unos instantes no era mucho más alegre, aunque le daban cierta vida los innumerables papeles que cubrían la mesa de trabajo y la potente lámpara que los iluminaba. Un batallón de archivadores verde oscuro ocultaba las paredes. Plantado en medio de la habitación como si fuera el guardián de un templo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, John Sutton esperaba a su visitante.