—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde Park, donde sin duda estaba esperándome.

—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente aquél? Londres está lleno de jardines públicos.

—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada mañana.

—¿Sola?

—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen, porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.

—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es evidente que el efecto sorpresa le favoreció.

—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir despedida de la silla.

—¿Te alegraste de volver a verlo?

—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es algo importante.

—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?

—No. En seguida comprendí que me encontraba frente a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se mostró muy amable..., a su manera. Decía que había venido a Inglaterra solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como lo hicimos.

—¿Quería que reanudarais vuestra relación?

—No exactamente. Lo que exigía (porque en seguida exigió) era que lo introdujera en el entorno de mi esposo. Se mostró indignado de que me hubiera casado con un traficante de armas, pero tenía intención de utilizarlo para «su causa». De hecho, fueron sus compañeros marxistas los que lo enviaron aquí con papeles de identidad falsos y un objetivo muy preciso: conseguir dinero para su revolución. Les había parecido una idea enormemente jocosa sacarle esa contribución a un vendedor de cañones. También querían obtener armas.

Aldo se sacó la pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo y le ofreció otro a la joven antes de encenderlos.

—¡Pero eso es cosa de locos! ¿Pretendía que tú robaras y le dieras...?

—No, ya te lo he dicho. Lo que quería era entrar al servicio de Eric. Me aseguró que, una vez en la casa, ya se las compondría para obtener lo que esperaba.

—¿Y por qué aceptaste? En mi opinión, lo correcto habría sido volver a montar a caballo..., porque habías descabalgado, ¿no?..., y despedirte a la francesa alejándote al galope.

—Ya me habría gustado, pero era imposible. ¡No creerás que Ladislas me asaltó con esa proposición sin tener un buen respaldo!

—¿Te hizo chantaje?

—Naturalmente. Cuando una es joven y está enamorada por primera vez, no es raro que se muestre imprudente. Y eso es lo que hice: le escribí unas cartas.

—Es una manía deplorable que con frecuencia os cuesta muy cara a las mujeres. ¿Y qué quería hacer él con esas cartas? ¿Enseñárselas a Ferrals? Tu marido no era tonto y ya supondría que de jovencita habrías tenido algún entusiasmo amoroso. Además, esas cartas que escriben las chiquillas no suelen ser muy atrevidas.

—Las mías sí. Confiaba tanto en Ladislas que le conté paso a paso los planes de mi padre para obligar a sir Eric a casarse conmigo.

—¡Oh, qué poco me gusta eso! —exclamó Aldo haciendo una mueca.

—Pues todavía hay más. Por aquella época yo era partidaria de las ideas de Ladislas y su grupo, porque quería que al menos siguiera siendo mi amante.

—Entonces, ¿era tu amante? —soltó Aldo estupefacto.

Anielka levantó hacia él unos ojos llenos de candor.

—Más o menos..., sí. Y como quería conservarlo..., creo que ya te di muestras de ello en dos ocasiones..., le dije lo que quería oír, le prometí que lo ayudaría a... ¿cómo lo expresaban Ladislas y sus amigos?..., ¡ah, sí!, a desplumar al gran pichón capitalista. ¿Te imaginas qué efecto le habría causado esa correspondencia a mi marido?

—Me lo imagino muy bien. Y también lo que ocurrió a continuación: enterneciste a Ferrals contándole la triste historia de un primo tuyo hundido en la miseria al que habías encontrado por un milagroso azar...

—Algo por el estilo. Le dije que era hijo de mi ama de cría, y en seguida le proporcionó un empleo como criado.

—Parece una novela. Las amas siempre están provistas de unos retoños tan molestos y descarriados como pintorescos. Y, desde luego, el asesino fue él, ¿verdad?

—Desde luego. Sin duda era el objetivo que perseguía, pero se había guardado muy mucho de decírmelo.

—Pero ¡demonios! ¿Por qué no se lo contaste todo a la policía en lugar de dejar que te detuvieran y te metieran en la cárcel? Si lo hubieras hecho, las acusaciones del secretario habrían tenido muy poca fuerza.

—¡Era imposible! No podía hacer eso sin poner en peligro mi vida. ¡Compréndelo! Ladislas no había venido solo a Inglaterra. Tenía unos camaradas..., una célula, decía él, encargada de protegerlo, de guardar lo que él obtuviera y de ayudarle a huir en caso de peligro. Y a mí ya me había advertido de que en tal caso no debía decir nada que pudiera dar una pista a la policía, o de lo contrario...

—De lo contrario, no debías esperar perdón ni compasión —dijo lentamente Aldo—. Estarías condenada a muerte.

—Eso es. Y además me dije que en prisión no tendría nada que temer, porque estaría protegida.

—De todo menos de la horca. Pero, desdichada, ¿no comprendes que si no descubren al verdadero asesino te expones a que te ahorquen?

—No, no lo creo. Mi padre se apresurará a regresar de América; él sabrá defenderme. Mejor que ese joven imbécil que sustituyó a sir Geoffrey Harden. Mi padre contratará a un buen abogado.

—Hablando de eso —dijo Aldo, sacando un papel del bolsillo—, me han recomendado a un abogado muy hábil y combativo. Llevo escritos aquí su nombre y dirección.

—¿Quién te lo ha recomendado?

—Por extraño que parezca, ha sido un alto funcionario de la policía. Pero yo también conozco un poco a sir Desmond Saint Albans, y aunque no me inspira una gran simpatía, al parecer cuando se pone la peluca se convierte en un luchador que defiende su causa como un perro su hueso. Para no omitir detalle, añadiré que cobra muy caros sus servicios, pero quizá valga la pena.

Ella cogió el papel, lo leyó y lo retuvo en la mano.

—Gracias —dijo—. Pediré que me defienda. El dinero no tiene importancia.

En ese momento entró la carcelera.

—Sir, el tiempo que se le ha concedido ha terminado.

—Sólo unas palabras más —le dijo Morosini, levantándose, y añadió dirigiéndose a Anielka—: Cuando veas a tu nuevo defensor, te suplico que le digas la verdad, toda la verdad. Por cierto, ¿cuál es el apellido de tu Ladislas?

—Wosinski. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿No crees que lo más conveniente para ti sería que los encontraran a él y a su banda? Entonces ya no tendrías nada que temer. Trata de no perder la esperanza, Anielka. Confío en poder volver aquí. ¿No necesitas nada?

—Wanda vendrá a traerme unas pocas cosillas.

Sin añadir nada más, ni dar la mínima señal de satisfacción por la visita, la joven fue a reunirse con su guardiana, que corría y descorría ruidosamente el cerrojo de la puerta. Aldo no pudo soportar separarse de ella de este modo, así que la llamó.

—¡Anielka! ¿Estás segura de que no sigues enamorada de ese hombre al que te esfuerzas en proteger?

—Eres el último que debería hacerme esa pregunta, Aldo. Ya te la contesté hace unos meses en una nota, y mis sentimientos no han cambiado desde entonces.[5]

Por uno de esos pequeños milagros que sólo el amor puede realizar, Aldo tuvo la sensación de que un rayo de sol había venido a iluminar y prestar calidez a los grises y siniestros muros, por lo que salió de la cárcel caminando con paso alegre.

Justo cuando alcanzaba el coche que lo estaba aguardando, otro taxi se detuvo detrás del suyo. Una mujer corpulenta y de edad mediana se apeó de él y procedió a extraer del vehículo una maleta que parecía bastante pesada. Como hombre galante que era, Aldo se precipitó a ayudarla.

—Permita que lo haga yo, señora. Esto es demasiado para sus fuerzas.

—¡Oh, gracias, caballero! —dijo ella con acento extranjero, y acto seguido se echó a llorar.

Aldo reconoció entonces a Wanda, la fiel doncella de Anielka, que sin duda le traía aquellas «pocas cosillas» que la joven necesitaba.

—¡El señor Morosini! —exclamó ella entre dos sollozos—. ¿Está usted aquí? ¡Qué alegría, Dios mío, qué gran alegría!—Y se puso a llorar todavía con más fuerza.

—Si está tan contenta, debería calmarse —le aconsejó él. De súbito, se le ocurrió preguntar—: ¿A qué es debido que haya venido en taxi? ¿Acaso no quedan vehículos propios en casa de sir Eric?

—No quedan para mi pobre pequeña lady —contestó con indignación la doncella, que a la sazón parecía dominar el francés—. Ese horrible míster Sutton lo ha prohibido con el pretexto de que nadie debe hacer nada para ayudar a una..., a una asesina. ¡Oh, es... es espantoso!

—Para ser inglés, este hombre conoce muy poco las leyes de su país, que dicen que todo detenido es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad.

—Si es así, ¿por qué mi pobre pequeña está en la cárcel?

—Es lo que llaman prisión preventiva. ¿Va usted a llevarle esta maleta?

—Sí, me ha pedido varias cosas. Pobre ángel mío, ella que es tan…

Interrumpiendo el panegírico de Anielka, que a buen seguro iba a ser muy largo, Aldo condujo a Wanda hasta la puerta de Brixton y le dijo que la esperaría para acompañarla a casa.

—Un solo coche bastará para los dos. Voy a despedir su taxi.

—¿De verdad quiere esperarme?

—Claro. Así podremos hablar un rato. ¡Pero no se entretenga demasiado!