Había estado evitando limpiar alrededor del caballete. No sabía por qué, pero me ponía nerviosa ver el lienzo que estaba puesto encima. Pero ya era lo único que me quedaba por hacer. Limpié el polvo de la silla colocada delante del caballete, luego empecé a quitárselo a éste mismo, intentando no mirar lo que había pintado en el lienzo.

Pero cuando vislumbré el satén amarillo, no tuve más remedio que pararme.

Todavía estaba mirando la pintura, cuando habló María Thins.

– No se ve algo así todos los días, ¿no?

No la había oído entrar. Apenas había atravesado el umbral y estaba ligeramente encorvada, vestida con un delicado vestido negro y cuello de encaje.

No supe qué contestar y no pude evitar volverme a mirar la pintura.

María Thins se rió.

– No eres la única que se olvida de sus buenos modales delante de sus cuadros, muchacha -se acercó y se quedó de pie a mi lado-. Sí, con éste no se las ha apañado mal. Es la esposa de Van Ruijven -reconocí el nombre del patrón que había mencionado mi padre-. No es guapa, pero él hace que lo parezca -añadió-. Alcanzará un buen precio.

Como fue el primer cuadro de él que vería, siempre lo recordé mejor que los otros, mejor incluso que aquellos que vi crecer desde el principio, desde la primera capa de preparación hasta los últimos retoques.

Una mujer estaba de pie delante de la mesa, vuelta hacia un espejo colgado en la pared, de modo que se la veía de perfil. Estaba vestida con una pelliza de rico satén amarillo ribeteada de armiño y llevaba en el cabello una cinta roja con cinco puntas, muy a la moda del momento. Una ventana la iluminaba por la izquierda y la luz le daba en la cara, trazando la delicada curva de su frente y su nariz. Se estaba abrochando un collar de perlas, las manos suspendidas en el aire sujetando los extremos. Detrás de ella, en la resplandeciente pared blanca, había un mapa antiguo; en el oscuro primer plano, la mesa con la carta, la brocha y el resto de los objetos que yo había limpiado un poco antes [2].

Deseé poder llevar aquella pelliza y aquel collar. Quería conocer al hombre que la había pintado así.

Me avergoncé de haberme mirado al espejo un rato antes.

María Thins parecía contenta mirando el cuadro a mi lado. Resultaba muy raro verlo con la escena reproducida en la pintura justo detrás. Ya conocía todos los objetos que había sobre la mesa por haberlos limpiado, y la relación que guardaban entre sí: la carta en la esquina, la brocha casualmente caída junto al cuenco de estaño, la tela azul amontonada a un lado, alrededor del jarrón de porcelana negro. Todo parecía exactamente igual, salvo que más limpio y más puro. Se reía de mi limpieza.

Entonces encontré una diferencia. Contuve la respiración.

– ¿Qué sucede, muchacha?

– En el cuadro, la silla que está junto a la mujer no tiene las cabezas de león torneadas en el respaldo.

– No. Antes había también un laúd sobre esa silla. Hace muchos cambios. No sólo pinta lo que ve, sino lo que le pega. Dime, muchacha, ¿crees que este cuadro está terminado?

La miré. Su pregunta debía de encerrar algún tipo de trampa, pero no me podía imaginar ningún cambio que pudiera mejorarlo.

– ¿No lo está? -titubeé. María Thins resopló.

– Lleva tres meses trabajando en este cuadro. Espero que siga aún otros dos. Cambiará cosas. Ya verás -miró a su alrededor-. Ya has terminado la limpieza, ¿verdad? Pues entonces ya puedes ir a seguir con el resto de tus tareas, muchacha. Enseguida vendrá él a ver qué tal lo has hecho.

Eché una última mirada a la pintura, pero observándola con tanta atención tuve la sensación de que algo se me escapaba. Era como mirar a una estrella en el cielo nocturno: si la miraba directamente apenas la veía, pero si la miraba por el rabillo del ojo, parecía mucho más brillante.

Recogí la escoba, el cubo y el paño. Cuando salí de la habitación, María Thins seguía de pie frente al cuadro.


Llené las jarras en el canal y puse el agua al fuego; luego fui en busca de Tanneke. Estaba en el cuarto donde dormían las niñas, ayudando a Cornelia a vestirse, mientras Maertge ayudaba a Aleydis y Lisbeth se vestía sola. Tanneke no estaba de buen humor y me miró sólo para pasar a ignorarme cuando intenté hablarle. Terminé plantándome frente a ella, de modo que no tuviera más remedio que mirarme.

– Tanneke, voy a ir ahora a por el pescado. ¿Qué quieres que traiga hoy?

– ¿Tan temprano? Nosotros siempre vamos más tarde.

Tanneke seguía sin dirigirme la mirada. Estaba atando unas cintas en forma de estrella de cinco puntas en el cabello de Cornelia.

– No tengo nada que hacer mientras se calienta el agua y pensé que iría ahora -respondí sencillamente. No añadí que para conseguir las mejores piezas había que ir pronto, aunque el carnicero o el pescadero te prometieran guardártelas. Tenía que saberlo ella también-. ¿Qué traigo?

– Hoy no pienses en el pescado. Trae un trozo de cordero.

Tanneke había terminado de atarle los lazos a Cornelia, que me apartó de un salto. Tanneke se volvió y abrió un arcón en busca de algo. Observé sus anchas espaldas, el vestido pardo ceñido a ellas.

Estaba celosa de mí. Yo había limpiado el estudio, al que a ella no le estaba permitido entrar, donde nadie, al parecer, podía entrar, salvo yo y María Thins.

Cuando se enderezó, con un gorrito en la mano, Tanneke dijo:

– El amo me pintó en una ocasión. Me pintó vertiendo la leche. Todo el mundo dijo que era su mejor cuadro [3].

– Me gustaría verlo -respondí-. ¿Está todavía aquí?

– ¡Oh, no!, lo compró Van Ruijven.

Me quedé pensando un momento.

– Así que uno de los hombres más ricos de Delft se deleita mirándote todos los días de su vida.

Tanneke sonrió, su cara marcada se hizo aún más ancha. Unas palabras acertadas cambiaban su humor de un momento al siguiente. Sólo de mí dependía encontrar esas palabras.

Me volví para irme antes de que volviera a agriársele el humor.

– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Maertge.

– ¿Y yo? -añadió Lisbeth.

– No, hoy no -contesté yo en tono firme-. Tenéis que desayunar y ayudar a Tanneke -no quería que se acostumbraran a acompañarme. Quería usarlo como una recompensa por ser obedientes.

También tenía ganas de caminar sola por las calles conocidas, sin tener el recuerdo constante de mi nueva vida charlando a mi lado. Cuando entré en la Plaza del Mercado y dejé atrás el Barrio Papista; respiré profundamente. No me había dado cuenta de que había estado conteniéndome todo el tiempo que había pasado con la familia.

Antes de ir al puesto de Pieter, me paré en el carnicero que conocía, a quien se le iluminó la cara al verme.

– ¡Por fin te decides a saludar! ¿Qué pasó ayer? ¿Te parecía demasiado poco para ti? -me dijo para provocarme.

Empecé a explicarle mí nueva situación, pero él me interrumpió.

– Ya lo sabía, claro. Está en boca de todos: la hija de Jan el azulejero ha entrado de criada en casa del pintor Vermeer. Y luego veo que sólo un día después ya se ha vuelto lo bastante orgullosa como para dignarse hablar con sus viejos amigos.

– ¡Pero si no tengo nada de lo que estar orgullosa! ¡Estar de criada! Mi padre se siente avergonzado.

– Tu padre ha tenido mala suerte, eso es todo. Nadie le culpa de nada. No tienes nada de lo que sentirte avergonzada, hijita. Salvo, claro, de no comprarme a mí la carne.

– No tengo elección. De veras lo siento. Es mi ama la que decide.

– ¿Ah, sí? ¿Entonces el que le compres a Pieter no tiene nada que ver con lo guapo que es su hijo?

Fruncí el ceño.

– No conozco a su hijo.

El carnicero se echó a reír.

– Ya lo conocerás, ya lo conocerás. Venga, vete. Cuando veas a tu madre dile que venga a verme. Le guardaré algo.

Le di las gracias y seguí por los puestos hasta llegar al de Pieter. Pareció sorprendido al verme.

– ¿Ya estás aquí? ¿A que no podías esperar a venir a buscar más lengua como la de ayer?

– Hoy quiero un trozo de cordero.

– Dime, Griet, ¿no es acaso la mejor lengua que has probado en tu vida?

Me negué a hacerle el cumplido que estaba buscando.

– El amo y el ama la cenaron. No hicieron ningún comentario especial.

Un joven se volvió de frente detrás de Pieter. Estaba despiezando una vaca sobre una mesa al otro lado del mostrador. Debía de ser el hijo, porque aunque era más alto que su padre, tenía los mismos brillantes ojos azules. El largo pelo rubio le caía en espesos rizos, enmarcándole una cara que me hizo pensar en los albaricoques. Sólo su delantal manchado de sangre era desagradable a la vista.

Sus ojos se posaron en mí como una mariposa sobre una flor y no pude evitar que se me subieran los colores. Repetí mi petición de cordero sin apartar la vista del padre. Pieter revolvió entre las piezas de carne y sacó una, que dejó sobre el mostrador. Dos pares de ojos me observaron.

La pieza tenía los bordes grisáceos. Le acerqué la nariz.

– No está fresca -dije sin rodeos-. A mi ama no le gustará saber que esperas que su familia coma semejante carne -me salió un tono más arrogante del que pretendía. Tal vez no podía ser de otro modo.

Padre e hijo clavaron en mí sus ojos. Mantuve la mirada del padre, tratando de ignorar al hijo.

Por fin, Pieter se volvió hacia su hijo.

– Pieter, ve a buscar la pieza que tenemos reservada en el carro.

– Pero si era para… -Pieter el hijo se detuvo a mitad de la frase. Desapareció y volvió con otra pieza, que según pude darme cuenta inmediatamente era muy superior. Asentí con un movimiento de cabeza:

– ¡Eso está mejor!

Pieter el hijo envolvió la carne y me la puso en la cesta. Le di las gracias. Al volverme para irme, percibí la mirada que se cruzaron padre e hijo. Ya entonces supe lo que significaba y lo que significaría en mi vida.