No podía volver donde mis padres -pensarían que había sucedido algo malo y explicarles lo contrario les llevaría a creer que todavía estaban pasando cosas peores-. En su lugar fui a la fábrica donde estaba Frans de aprendiz. No había vuelto a verlo desde que me había interrogado sobre los objetos de valor que había en la casa. Sus preguntas habían terminado por enfadarme y no había hecho el más mínimo esfuerzo por visitarlo.

La mujer que estaba en la puerta no me reconoció. Cuando le dije que quería ver a Frans, se encogió de hombros y se echó a un lado, desapareciendo sin mostrarme el camino. Entré en un bajo barracón donde unos chicos de la edad de Frans estaban sentados en bancos corridos delante de unas mesas, pintando azulejos. Trabajaban con diseños muy simples, que nada tenían que ver con la elegancia de los de mi padre. Muchos ni siquiera pintaban las figuras principales, sino sólo las florituras que adornaban las esquinas, las hojas y otros ornamentos similares, dejando un blanco en el medio para que lo rellenara un maestro con más experiencia.

Cuando me vieron, dejaron escapar un coro de silbidos tan estridente que quise taparme los oídos. Me dirigí al chico que tenía más cerca y le pregunté por mi hermano. Se puso rojo y metió la cabeza entre los hombros. Aunque yo era una distracción agradable, ninguno respondió a mí pregunta.

Encontré otro edificio más pequeño y más caluroso, en el que se alojaba el horno. Frans estaba allí solo, sin camisa, chorreando de sudor y con una cara espantosa. Le habían salido músculos en el torso y en los brazos. Se estaba haciendo un hombre.

Los trapos que se había atado en los antebrazos y en las manos le hacían parecer torpe, pero cuando sacaba o metía en el horno los azulejos, manejaba las bandejas en las que iban dispuestos con gran destreza y daba la sensación de que no podía quemarse nunca. No me atreví a llamarlo por si se asustaba y dejaba caer una bandeja. Pero me vio antes de que yo hablara e inmediatamente dejó sobre una mesa la bandeja que tenía entre las manos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Griet? ¿Les ha pasado algo malo a Madre o a Padre?

– No, no; están bien. Sólo he venido a hacerte una visita.

– ¡Oh! -Frans se quitó los trapos que le cubrían las manos, se limpió la cara con uno y bebió un buen trago de cerveza de la jarra que tenía al lado. Se arrimó a la pared y rodó los hombros, como hacen los hombres cuando terminan de descargar una barcaza para aflojar y estirar los músculos. Era la primera vez que le veía hacer ese gesto.

– ¿Todavía sigues trabajando en el horno? ¿No te han cambiado a otra cosa? Al esmaltado o a la pintura, como a esos chicos del otro barracón.

Frans se encogió de hombros.

– Pero si esos chicos tienen tu misma edad. ¿No deberías…? -no pude terminar la frase al ver la cara que ponía.

– Estoy castigado -dijo en voz baja.

– ¿Por qué? ¿Castigado por qué?

Frans no respondió.

– Frans, tienes que decírmelo o les contaré a Padre y a Madre que tienes problemas.

– No tengo problemas -dijo rápidamente-. Sencillamente el dueño está enfadado conmigo.

– ¿Por qué?

– Hice algo que no le gustó a su mujer.

– ¿Qué hiciste?

Frans vaciló.

– Fue ella la que empezó -dijo calladamente-. Mostró interés por mí, ya sabes. Pero cuando yo le mostré el mío, se lo dijo a su marido. No me echó porque es amigo de Padre. Así que estaré en el horno hasta que se le pase el enfado.

– ¡Frans! ¿Cómo has podido ser tan estúpido? Sabes de sobra que ella no es para la gente como tú. Poner en peligro tu sitio aquí por algo así…

– No puedes imaginarte lo que es estomusitó Frans. Trabajar aquí es agotador, es aburridísimo. Era algo distinto en lo que pensar. Eso era todo. No tienes ningún derecho a juzgarme. Para ti es muy fácil decirme cómo debería vivir. Tú, que sabes que vas a tener una vida regalada con ese carnicero con el que te vas a casar, mientras que lo único que acierto a ver yo delante de mí son azulejos y días sin fin. ¿Por qué no iba a poder admirar una cara bonita?

Quise protestar, decirle que le entendía. A veces soñaba con montones de ropa sucia que nunca disminuían por mucho que yo frotara e hirviera y planchara.

– ¿Era la mujer que está siempre a la puerta de la fábrica? -le pregunté.

Frans se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza. Se me vino a la mente la expresión desabrida de la mujer y me pregunté cómo había podido tentarle semejante cara.

– Pero ¿qué haces aquí a estas horas de la mañana? ¿No deberías estar en el Barrio Papista?

Llevaba una excusa preparada: que había ido a hacer un recado a esa parte de Delft. Pero me dio tanta lástima mi hermano que me encontré contándole todo lo de Van Ruijven y el cuadro. Fue un alivio poder confiárselo a alguien.

Me escuchó con atención. Cuando acabé, me dijo:

– Como ves no somos tan distintos. Los dos somos objeto de las atenciones de los que están por encima.

– Pero yo no he respondido a las de Van Ruijven ni tengo intención de hacerlo.

– No me refería a Van Ruijven -dijo Frans, con una mirada súbitamente astuta-. No, no a él. Me refería a tu amo.

– ¿Qué pasa, con mi amo? -exclamé.

Frans sonrió.

– Venga, Griet, no te pongas nerviosa.

– ¡Para ya! ¿Qué pretendes sugerir? Él nunca ha…

– No tiene que hacerlo. Se te ve en la cara. Lo deseas. Puedes ocultárselo a nuestros padres o a tu carnicero, pero a mí no puedes ocultármelo. Yo te conozco mejor.

Y así era. Él me conocía mejor.

Abrí la boca, pero no salió ningún sonido.


Era diciembre y hacía frío y caminé tan deprisa por lo preocupada que me había dejado Frans que llegué al Barrio Papista mucho antes de lo que debía. Me acaloré y empecé a aflojarme las toquillas y las bufandas para sentir el fresco en la cara. Cuando avanzaba por la Oude Langendijck vi a Van Ruijven y a mi amo que venían hacia mí. Bajé la cabeza y me cambié de lado a fin de pasar junto a mi amo en lugar de junto a Van Ruijven, pero lo único que conseguí con el cambio fue llamar la atención de Van Ruijven. Se detuvo, obligando a mi amo a detenerse también.

– ¡Oye, tú, la de los ojos grandes! -me llamó, volviéndose hacia mí-, me dijeron que no estabas. No me extrañaría que estuvieras evitándome. ¿Cómo te llamas, chica?

– Griet, señor -clavé los ojos en los zapatos de mi amo. Tenían un negro muy brillante; Maertge los había limpiado bajo mi supervisión esa misma mañana.

– Bueno, bueno, Griet. ¿Has estado esquivándome?

– ¡Oh, no, señor! He estado haciendo recados -alcé una cesta con las cosas que había ido a buscar para María Thins antes de ir a ver a Frans.

– Pues entonces espero poder verte más.

– Sí, señor.

Había dos mujeres detrás de ellos. Observé sus caras de reojo y colegí que eran la hija y la hermana que estaban posando para el cuadro. La hija me miró fijamente.

– No habrá olvidado lo que me prometió, espero -le dijo Van Ruijven a mi amo.

Mi amo movió la cabeza como si fuera una marioneta.

– No -contestó pasado un momento.

– Bien, supongo que querrá empezarlo antes de pedirnos que volvamos.

Se produjo un largo silencio. Miré a mi amo. Estaba haciendo esfuerzos por parecer calmado, pero yo sabía que estaba furioso.

– Sí -dijo por fin, los ojos fijos en la casa de enfrente. No me miró.

No entendí aquella conversación en la calle, pero sabía que tenía que ver conmigo. Al día siguiente descubrí cómo.

Por la mañana me dijo que después de comer subiera al estudio. Yo supuse que quería que le moliera colores porque iba a empezar a pintar el cuadro del concierto. Cuando subí al estudio no estaba. Me dirigí directamente al desván. La mesa de moler estaba vacía: no había dejado nada preparado para mí. Volví a bajar, sintiéndome estúpida.

Había entrado en el estudio y estaba de pie al lado de la ventana.

– Siéntate, por favor, Griet -me dijo, dándome la espalda.

Me senté en la silla que estaba junto a la espineta. No me atreví a tocarla. Nunca había tocado un instrumento, salvo para limpiarlo. Mientras esperaba, estudié los cuadros que había colgado en la pared del fondo y que formarían parte de la escena del concierto que iba a pintar. El de la izquierda era un paisaje, y en el de la derecha había tres figuras: una mujer tocando el laúd vestida con un traje que dejaba al descubierto gran parte de su pecho, un caballero que la tenía enlazada, y una anciana. El hombre estaba comprando los favores de la joven, y la anciana se adelantaba a recoger la moneda que él le entregaba. El cuadro pertenecía a María Thins, quien me había dicho una vez que se titulaba La alcahueta.

– No, en esa silla, no -se volvió, dándole la espalda a la ventana-. Ahí se sienta la hija de Van Ruijven. Donde me habría sentado yo, pensé, de haber tenido que posar en ese cuadro.

Puso al lado del caballete, pero mirando a la ventana, otra de las sillas con cabezas de león:

– Siéntate ahí.

– ¿Qué quiere, señor? le pregunté, sentándome.

Estaba sorprendida; nunca nos habíamos sentado juntos. Me puse a temblar, aunque no tenía frío.

– No hables -abrió un postigo de modo que la luz me diera directamente en la cara-. Mira afuera de la ventana -se sentó en su silla delante del caballete.

Clavé los ojos en la Iglesia Nueva y tragué. Sentí como se me tensaba la mandíbula y abría unos ojos como platos.

– Ahora mírame.

Me volví y lo miré por encima de mi hombro izquierdo. Nuestras miradas se fundieron. Y yo sólo podía pensar en que el gris de sus ojos se parecía al del interior de las ostras.

Parecía que estaba esperando algo. Se me debió de notar en la cara el temor a no cumplir con sus expectativas.

– Griet -me dijo muy bajito.

No tenía que decir más. Los ojos se me inundaron de lágrimas que no llegué a verter. Ahora lo sabía.