– Claro, claro -dijo Pieter. Le hizo una seña a su amigo y me siguió al otro lado de la calle. Por su expresión no era fácil saber si se alegraba de verme o todo lo contrario.

– ¿Qué tal han estado hoy las subastas? -pregunté torpemente. Nunca se me habían dado bien las conversaciones insustanciales.

Pieter se encogió de hombros. Me tomó por el codo a fin de dirigir mis pasos por detrás de un pila de estiércol y luego me soltó.

Yo me di por vencida.

– Andan hablando de mí en el mercado -dije bruscamente.

– Siempre se corren rumores sobre todo el mundo en un momento u otro.

– No es verdad lo que se dice. No voy a estar en un cuadro al lado de Van Ruijven.

– Me ha dicho mi padre que le gustas a Van Ruijven.

– Pero eso no significa que vaya a aparecer en un cuadro con él.

– Es muy poderoso.

– Tienes que creerme, Pieter.

– Es muy poderoso -repitió-, y tú no eres más que una criada. ¿Quién crees que ganará esta partida?

– Piensas que voy a ser igual que la criada del vestido

– Sólo si bebes de su vino -Pieter me miró cara a cara.

– Mi amo no quiere pintarme con Van Ruijven -dije de mala gana pasado un momento. Hubiera preferido no nombrarlo.

– Eso está bien. Y yo tampoco quiero que te pinte él.

Cerré los ojos y no dije nada. El olor animal tan cercano empezaba a marearme.

– Te estás dejando pillar donde no debes, Griet -dijo Pieter en un tono más amable-. Su mundo no es el tuyo.

Abrí los ojos y di un paso atrás.

– Vine a contarte que todos esos rumores son falsos, no a que me acusaras de nada. Ahora me arrepiento de haberme preocupado por ti.

– No te arrepientas. De veras te creo -suspiró-. Pero no tienes mucho poder para cambiar las cosas. Seguro que te das cuenta de eso, ¿no?

Al no contestar yo, añadió:

– ¿Crees de verdad que podrías negarte si tu amo quisiera pintar un cuadro contigo y Van Ruijven de modelos?

Era una pregunta que me había hecho a mí misma y para la que no había encontrado respuesta.

– Gracias por recordarme lo desesperado de mi situación -le respondí provocadoramente.

– A mi lado no lo sería. Tendríamos nuestro propio negocio, el dinero que ganáramos sería para nosotros, gobernaríamos nuestras propias vidas. ¿No te gustaría algo así?

Lo miré, sus brillantes ojos azules, sus rizos rubios, su entusiasmo. Era una locura incluso dudarlo.

– No he venido aquí a hablar de esto. Todavía soy demasiado joven -utilicé la vieja excusa. Algún día sería demasiado mayor para seguir utilizándola.

– Nunca sé lo que estás pensando, Griet -insistió él-. Eres tan reservada, tan callada, nunca dices nada. Pero hay algo dentro de ti. Lo veo a veces, escondido detrás de tus ojos.

Me alisé la cofia, comprobando que no se me quedaba ningún mechón fuera.

– Lo único que quería decir es que no hay ningún cuadro -afirmé, pasando por alto lo que él había dicho-. Me lo ha prometido Maria Thins. Pero no se lo digas a nadie. Si te hablan de mí en el mercado no digas nada. No intentes defenderme; tus palabras podrían llegar a oídos de Van Ruijven y terminarían volviéndose en tu contra.

Pieter asintió bajando la cabeza y empujó con el pie una paja sucia.

No siempre será razonable. Un día perderá la paciencia.

Para recompensar su sensatez, le dejé que me condujera a un estrecho pasaje que salía del Campo de la Feria y que recorriera mí cuerpo, deteniéndose y tomando entre sus manos mis redondeces. Intenté abandonarme y sentir placer, pero el olor a excrementos animales me seguía mareando

Al margen de lo que le hubiera dicho a Pieter el hijo, yo misma no las tenía todas conmigo de que María Thins cumpliera su promesa de intentar que no saliera en el cuadro Era una mujer impresionante, astuta para los negocios, segura del lugar que ocupaba, pero no era Van Ruijven. No veía cómo iban a poder negarle lo que les pedía. Había querido un cuadro de su mujer mirando de frente al pintor, y mi amo se lo había pintado. Había querido un cuadro de la criada vestida de rojo y lo había conseguido. Si me quería a mí en un cuadro, no había ninguna razón para que no me tuviera.


Un día, tres hombres que yo no conocía trajeron una espineta en un carro. Un muchacho los seguía con una viola de gamba que era más grande que él. No pertenecían a Van Ruijven los instrumentos, sino a un conocido suyo amante de la música. Toda la casa se congregó en el pasillo para ver cómo se apañaban los hombres con la espineta escaleras arriba. Cornelia estaba parada justo al pie de la escalera; si se les soltara, el instrumento caería directamente sobre ella. Me dieron ganas de acercarme y sacarla de allí, y sin duda lo habría hecho de tratarse de una de las otras niñas. Pero me quedé donde estaba. Fue Catharina la que finalmente le insistió para que se cambiara a un sitio menos peligroso.

Cuando llegaron arriba, metieron el instrumento en el estudio bajo la supervisión de mi amo. Una vez que se fueron los hombres, llamó a Catharina y le dijo que subiera. María Thins siguió a su hija. Un momento después oímos la música de la espineta. Las niñas se sentaron en las escaleras, mientras que Tanneke y yo la escuchamos de pie en el pasillo.

– ¿Es mi señora la que toca o la tuya? -le pregunté a Tanneke. Me parecía tan poco probable que fuera ninguna de las dos que incluso se me ocurrió que tal vez era él quien tocaba y sólo quería a Catharina como público.

– Es la tuya. ¿Quién iba a ser si no? -me susurró Tanneke-. ¿Para qué iba a haberle dicho que subiera si no? Toca muy bien la señora joven. De niña tocaba mucho, pero su padre se quedó con la espineta cuando mi señora y él se separaron. ¿Nunca la has oído protestar por no poder permitirse un clavicordio?

– No -reflexioné un momento-. ¿Crees que la pintará a ella con Ruijven?

Tanneke debía de haber oído lo que decían en el mercado, pero no me había comentado nada.

– ¡Oh, no! El señor nunca la pinta. No es capaz de quedarse quieta.

Durante los días que siguieron, dispuso la mesa y unas sillas en la esquina donde iba a montar la escena y levantó la tapa de la espineta, que estaba pintada con un paisaje de rocas y árboles y cielo. Extendió un tapete en la mesa que estaba en primer plano y colocó la viola debajo.

Un día María Thins me llamó al Cuarto de la Crucifixión.

– A ver, muchacha, esta tarde vas a hacerme unos recados. Primero tienes que ir a la botica a por flor de saúco e hisopo. Franciscus tiene tos desde que ha vuelto el frío. Luego a María, la hilandera, a por un poco de lana, la suficiente para hacerle un cuello nuevo a Aleydis. ¿No te has dado cuenta de que se le está deshaciendo? -hizo una pausa como si estuviera calculando cuánto tiempo me llevaría ir de un sitio al otro-. Y finalmente te acercas a la casa de Jan Mayer y le preguntas que cuándo estará en Delft su hermano. Viven junto a la Torre Rietveld. Por allí cerca viven tus padres, ¿no? Si quieres, te puedes parar a hacerles una visita.

María Thins nunca me permitía ir a ver a mis padres aparte de los domingos. Entonces caí en la cuenta:

– ¿Viene hoy Van Ruijven, señora?

– Es mejor que no te vea -me contestó solemnemente-. Mejor que no estés en casa. Así si pregunta podremos decirle que has salido.

Me entraron ganas de echarme a reír. Van Ruijven nos tenía a todos -incluida María Thins- corriendo como conejos delante de los perros.

Mi madre se sorprendió al verme aquella tarde. Por suerte estaba una vecina de visita y no me pudo interrogar. Mi padre no pareció muy interesado. Había cambiado mucho desde que yo había dejado la casa, desde la muerte de Agnes. Ya no sentía tanta curiosidad por lo que sucedía en el mundo más allá de su calle, y ya casi nunca me preguntaba qué había por el mercado o por la Oude Langendijck. Sólo los cuadros seguían interesándole.

– Madre -le anuncié cuando nos sentamos frente al fuego-, mi amo va a comenzar el cuadro por el que usted me preguntaba. Van Ruijven ha ido hoy a posar. Todos los que van a figurar en él están allí ahora mismo.

Nuestra vecina, una mujer de ojos brillantes que disfrutaba mucho con los dimes y diretes del mercado, se me quedó mirando como si acabara de ponerle delante un capón asado. Mi madre frunció el ceño: sabía lo que estaba haciendo.

Ya está, pensé. Con esto se acabarán los rumores.


Esa noche mi amo no era el mismo. Le oí contestarle de malas maneras a María Thins en la cena, y luego salió y volvió oliendo a taberna. Estaba subiendo las escaleras para irme a la cama cuando llegó él. Me miró; tenía la cara enrojecida, cansada. Por su expresión no parecía enfadado, sino abrumado, como un hombre al ver toda la leña que ha de cortar o una lavandera ante el montón de la colada.

A la mañana siguiente, no había nada en el estudio que diera alguna indicación de lo que había sucedido el día anterior. Habían colocado dos sillas, una delante de la espineta y la otra de espaldas al pintor. Sobre la silla había un laúd, y un violín a la izquierda de la mesa. La viola seguía en la sombra, bajo la mesa. No era fácil adivinar por esta disposición cuánta gente iba a haber en el cuadro.

Más tarde Maertge me contó que Van Ruijven había venido con su hermana y una de sus hijas.

– ¿Cuántos años tiene su hija? -le pregunté, sin poder reprimir mi curiosidad.

– Creo que diecisiete.

Mi edad.

Unos días después volvieron. Maria Thins me envió a hacer más recados y me dijo que no regresara en toda la mañana. Me habría gustado recordarle que no podía quedarme en la calle cada día que vinieran a posar -el tiempo se estaba poniendo demasiado frío para andar por la calle y además había mucho que hacer-. Pero no dije nada. No podía explicarlo, pero sentía que no tardarían en cambiar las cosas, aunque no sabía en qué sentido.