Yo fui al grano:

– ¿Cómo se limpia una habitación sin mover nada?

– Pues claro que tendrás que mover las cosas, pero tienes que encontrar la manera de volver a dejarlas tal cual estaban, como si no las hubieras tocado. Lo mismo que haces para tu padre desde que no ve.

Después del accidente nos habíamos acostumbrado a dejar siempre las cosas en el mismo sitio, allí donde él sabía encontrarlas. Pero una cosa era hacer esto para un ciego y otra muy distinta para un hombre con ojos de pintor.


Agnes no me dijo nada después de la visita. Cuando me acosté a su lado en la cama aquella noche, se quedó callada, pero tampoco me dio la espalda. Permaneció con la vista clavada en el techo. Cuando apagué la vela, en la oscuridad total no se distinguía nada. Me volví hacia ella.

– Sabes bien que no quiero irme. Pero tengo que hacerlo.

Silencio.

– Necesitamos el dinero. Desde que Padre tuvo el accidente no entra nada de dinero en casa.

– Ocho stuivers al día no es tanto dinero.

La voz de Agnes era muy ronca, como si tuviera telas de araña en la garganta.

– Con ese dinero puede comer pan toda la familia. Y un poco de queso. Es más de lo que parece.

– Me quedaré sola. Me dejas sola. Primero Frans y ahora tú.

Agnes había sido la que más se había apenado con la marcha de Frans, el año anterior. Los dos solían pelearse como el perro y el gato, pero Agnes se pasó varios días enfurruñada cuando se fue él. Tenía diez años, era la más pequeña de los tres hermanos y no había estado nunca sin nosotros alrededor.

– Madre y Padre seguirán aquí. Y yo vendré los domingos. Además tampoco tenía por qué sorprenderte tanto que Frans se fuera.

Hacía años que sabíamos que nuestro hermano empezaría su aprendizaje cuando cumpliera trece años. Nuestro padre había ahorrado con ahínco para poder costearle el aprendizaje y le gustaba hablar de cómo Frans aprendería nuevos aspectos del oficio y luego volvería y establecerían juntos una fábrica de azulejos.

Ahora nuestro padre se limitaba a sentarse junto a la ventana y nunca hablaba del futuro.

Después del accidente, Frans había pasado dos días en casa y no había vuelto desde entonces. La última vez que lo había visto, había ido yo a la fábrica en la que trabajaba de aprendiz, en el extremo opuesto de la ciudad. Parecía exhausto y tenía quemaduras en los brazos de sacar los azulejos del horno. Me dijo que trabajaba desde que salía el sol y hasta tan tarde que a veces estaba demasiado cansado incluso para comer.

– Padre nunca me dijo que iba a ser así -musitó resentido-. Siempre decía que él le debía todo a su aprendizaje.

– Tal vez fue así -le respondí-. Tal vez también le deba su situación actual.


A la mañana siguiente, cuando me estaba yendo, mi padre salió a tientas hasta la puerta. Abracé a mi madre y a Agnes.

– Enseguida llegará el domingo -dijo mi madre.

Mi padre me entregó algo envuelto en un pañuelo.

– Para que te acuerdes de casa -dijo-. De nosotros.

Era mí azulejo favorito. La mayoría de los azulejos pintados por mi padre que teníamos en casa eran defectuosos -estaban desportillados, mal cortados o tenían la imagen borrosa debido a un horno demasiado caliente-. Éste, sin embargo, mi padre lo había guardado especialmente para nosotros. Era una sencilla imagen con dos figuras, un niño y una niña. No estaban jugando, como se solía representar a los niños en los azulejos. Simplemente avanzaban por un camino y se parecían a Frans y a mí andando juntos; estaba claro que mi padre había pensado en nosotros mientras lo pintaba. El chico iba ligeramente adelantado, pero se había vuelto a decir algo. Tenía cara de pillastre y el pelo revuelto. La niña llevaba la cofia como la llevaba yo -y no como la llevaban la mayoría de las niñas, con las cintas anudadas bajo la barbilla o en la nuca-. A mí me gustaba más un tipo de cofia que me cubría totalmente el cabello y se plegaba en un ancho reborde, que terminaba en punta a ambos lados de mi cara, ocultándome el perfil; sólo de frente se me veía la expresión. Yo siempre la mantenía bien tiesa hirviéndola con mondas de patata.

Me alejé de la casa con mis cosas en un hatillo. Todavía era temprano: nuestros vecinos echaban cubos de agua en los escalones y en la calle delante de sus puertas, y los fregaban. Agnes lo haría ahora en nuestra casa. Así como muchas otras de mis tareas. Tendría menos tiempo para jugar en la calle y junto a los canales. Su vida también iba a cambiar.

La gente me saludaba al pasar con un movimiento de cabeza y me miraba con curiosidad. Nadie me preguntó adónde iba o me dijo una palabra amable. No necesitaban hacerlo, sabían lo que sucedía en las familias cuando el hombre se quedaba sin los medios de ganarse la vida. Sería algo de lo que hablarían más tarde: la pequeña Griet ha entrado a servir, el accidente de su padre ha llevado a la familia a la ruina. No se refocilarían, sin embargo. Lo mismo podría pasarles a ellos.

Había andado toda mi vida por aquella calle, pero nunca había sido tan consciente de que dejaba mi casa atrás. No obstante, cuando torcí al llegar al final de la calle y desaparecí de la visión de mi familia, me resultó más fácil caminar recta y mirar a mi alrededor. La mañana estaba todavía fresca. Nubes grisáceas, bajas, envolvían Delft como una sábana; el sol del verano no estaba aún lo bastante alto para disiparlas con su calor. Iba caminando por la orilla de un canal que era un espejo de luz blanca tintada de verde. A medida que el sol se hiciera más fuerte, el canal se oscurecería hasta tomar el color del musgo.

Frans, Agnes y yo solíamos sentarnos junto a este canal y le tirábamos cosas -guijarros, palitos, una vez un azulejo roto-, y nos imaginábamos a qué le darían al llegar al fondo -no a qué peces, sino a qué criaturas de nuestra imaginación, con muchos ojos, escamas, manos y aletas-.

Frans se imaginaba los monstruos más interesantes. Agnes era la que más se asustaba. Yo siempre interrumpía el juego, demasiado dada a ver las cosas como eran para ser capaz de imaginarme lo que no existía.

Había unos cuantos barcos en el canal, yendo en dirección a la Plaza del Mercado. Pero no era día de mercado; los días de mercado eran tantas las embarcaciones que había en el canal que no se veía el agua. Una barcaza llevaba pescado del río hacia los puestos del puente Jeronymous. Otra iba muy hundida con el peso de la carga de ladrillos. El hombre que la guiaba con la pértiga me gritó un saludo. Yo se lo devolví con un mero movimiento de cabeza y luego bajé la vista, de modo que el borde de la cofia me ocultó la cara.

Crucé el puente sobre el canal y giré hacia el espacio abierto de la Plaza del Mercado, ya muy concurrida a esa temprana hora con todos los que tenían que pasar por ella en su camino hacia alguna tarea: comprar carne en la Lonja de la Carne, o pan en el horno, o pesar la madera en la Báscula Municipal. Los niños hacían recados para sus padres, los aprendices para sus maestros, las criadas para sus señores. Los caballos y los carros restallaban en el empedrado. A mi derecha, el Ayuntamiento, con su fachada dorada y sus rostros de mármol blanco mirando a la calle desde los dinteles de las ventanas. A mi izquierda, la Iglesia Nueva, donde yo había sido bautizada hacía dieciséis años. Su alta y estrecha torre me hizo pensar en una jaula de piedra. Una vez habíamos subido con mi padre hasta arriba. Nunca olvidaré la vista de Delft que se extendió bajo nosotros. Para siempre quedaron grabadas en mi memoria las estrechas casas de ladrillo, sus rojos tejados, los verdosos cursos de agua y las diversas puertas de la ciudad. Le había preguntado a mi padre entonces si todas las ciudades holandesas eran iguales que ésta, pero él no lo sabía. Nunca había estado en otra, ni siquiera en La Haya, que estaba tan sólo a dos horas de distancia, andando.

Me dirigí al centro de la plaza. Allí las piedras del empedrado formaban una estrella de ocho puntas en el interior de un círculo. Cada punta señalaba hacia un barrio de Delft. Me parecía que era el centro mismo de la ciudad y el centro de mi propia vida. Frans y Agnes y yo habíamos jugado en esa estrella desde que fuimos lo bastante grandes para correr hasta el mercado. En nuestro juego favorito, uno de nosotros escogía una punta y otro nombraba una cosa -cigüeña, iglesia, carretilla, flor-, y entonces corríamos en esa dirección en busca de la cosa nombrada. De esta forma habíamos explorado casi toda la ciudad.

Había una punta, sin embargo, que nunca había seguido. Nunca había ido al Barrio Papista, donde vivían los católicos. La casa en la que iba a trabajar no estaba a más de diez minutos de la mía, el tiempo que tardaba en hervir un puchero de agua, pero yo nunca había pasado por allí.

No conocía a ningún católico. No había muchos en Delft, y ninguno en nuestra calle ni en las tiendas que frecuentábamos. No se trataba de que los evitáramos, sino de que vivían apartados. Eran tolerados en Delft, pero no se esperaba que exhibieran abiertamente su fe. Celebraban sus misas en privado, en lugares modestos que desde fuera no parecían iglesias.

Mi padre había trabajado con católicos y me había contado que no eran diferentes de nosotros. En todo caso, eran menos solemnes. Les gustaba comer y beber y cantar y apostar. Lo decía casi con envidia.

Ahora seguí esa punta de la estrella, cruzando la plaza más despacio que nadie, pues temía dejar atrás el mundo que me era conocido. Crucé el puente sobre el canal y giré a la izquierda por la Oude Langendijck. A mi izquierda el canal corría paralelo a la calle, separándola de la Plaza del Mercado.

En la intersección con la Molenpoort, había cuatro niñas sentadas en un banco junto a la puerta abierta de una casa. Estaban colocadas en orden de edad, desde la mayor, que parecía de la edad de Agnes, a la más pequeña, que tendría unos cuatro años. Una de las niñas del medio tenía una criatura en las rodillas, un niño o una niña que probablemente ya gateaba y no tardaría en andar.