Avancé nerviosa hasta la silla y me senté, inclinada hacia delante, como había hecho ella.

– Agarra la pluma.

Yo la cogí con mano vacilante de modo que la pluma se agitó en el aire y puse las manos como recordaba que las había puesto ella. Rogué al cielo que no me pidiera que escribiera nada, como le había pedido a la mujer de Van Ruijven. Mi padre me había enseñado a escribir mi nombre, pero poco más. Al menos sabía cómo agarrar la pluma. Pasé la vista por las hojas que había sobre la mesa, curiosa por lo que habría escrito en ellas la mujer de Van Ruijven. Sabía leer cosas sencillas y conocidas, como mi libro de oraciones, pero no la letra de una dama.

– Mírame.

Lo miré. Intenté ser la mujer de Van Ruijven. El se aclaró la garganta.

– Llevará la pelliza amarilla -le dijo a Van Leeuwenhoek, quien asintió.

Mi amo se puso en pie, y entre los dos montaron la cámara oscura apuntando hacia donde estaba yo. Luego miraron por turno. Cuando se inclinaron sobre la caja con el sobretodo negro cubriéndoles la cabeza, me resultó más fácil quedarme con la mente en blanco, como sabía que quería él que hiciera.

Sin sacar la cabeza de debajo del sobretodo le pidió a Van Leeuwenhoek varias veces que cambiara el cuadro de sitio, hasta que se quedó satisfecho, y luego que abriera o cerrara este o aquel postigo. Por fin pareció contento. Enderezó la espalda y doblando el sobretodo lo dejó sobre el respaldo de una silla. Acto seguido se dirigió a la mesa de despacho, tomó una hoja de papel y se la entregó a Van Leeuwenhoek. Se pusieron a comentar el contenido de la misma: asuntos relativos a la Hermandad sobre los que mi amo quería una opinión. Hablaron largo rato.

Van Leeuwenhoek alzó la vista de pronto.

– ¡Pero hombre de Dios, deja que la chica vuelva a sus tareas!

Mi amo me miró como si le hubiera sorprendido que yo siguiera sentada detrás de la mesa, la pluma en la mano.

– Puedes retirarte, Griet.

Al salir me pareció ver una expresión de tristeza en la cara de Van Leeuwenhoek.


Dejó la cámara montada en el estudio unos días. Tuve la ocasión de mirar por ella varías veces sin que hubiera nadie presente, deteniéndome en los objetos dispuestos sobre la mesa. Había algo en la escena que iba a empezar a pintar que me preocupaba. Era como mirar un cuadro torcido. Había algo que yo cambiaría, pero no sabía el qué. La caja tampoco me ofrecía una solución.

Un día regresó la mujer de Van Ruijven y él la observó con la cámara durante un buen rato. Yo atravesé el estudio mientras él tenía la cabeza tapada; lo más sigilosa que pude a fin de no molestarlos. Me quedé un momento parada detrás de él para ver la escena con la modelo. Ésta debió de verme pero no dio señales de ello y siguió con sus ojos oscuros fijos en él.

Se me ocurrió que la escena era demasiado clara. Aunque yo valoraba la claridad y el orden por encima de todas las cosas, sabía por sus otros cuadros que tenía que haber cierto desorden sobre la mesa, algo en lo que se prendiera el ojo. Consideré todos y cada uno de los objetos -el joyero, el tapete azul, las perlas, la carta, el tintero- decidiendo qué cambiaría. Volví sin hacer ruido al desván, sorprendida por mis atrevidos pensamientos.

En cuanto vi con precisión lo que tenía que hacer en la escena, me limité a esperar a que hiciera el cambio.

No movió nada de lo que había sobre la mesa. Entornó un poco los postigos, rectificó la inclinación de la cabeza de la mujer, el ángulo de la pluma que tenía en la mano. Pero no cambió lo que yo esperaba que cambiara.

Pensaba en ello mientras retorcía las sábanas, mientras giraba el asador donde se hacía la carne corno me había ordenado Tanneke, mientras limpiaba los azulejos de la cocina, mientras lavaba los colores. Pensaba en ello en la cama por la noche. A veces me levantaba y volvía a mirarlo. No, no estaba equivocada.

Le devolvió la cámara a Van Leeuwenhoek.

Cada vez que miraba la escena notaba un peso en el pecho, como si algo me oprimiera.

Dispuso un lienzo en el caballete y aplicó una capa de blanco de plomo y tiza mezclados con un poquito de siena tostado y amarillo ocre.

El peso en el pecho iba en aumento, esperando que él hiciera lo que yo esperaba.

Perfiló ligeramente en marrón rojizo el contorno de la mujer y de los objetos.

Cuando empezó a pintar los grandes bloques de colores falsos, creí que me iba a estallar el pecho, como un saco demasiado lleno de harina.

Una noche, en la cama, antes de dormirme, decidí que tendría que hacer el cambio yo misma.

A la mañana siguiente, limpié, volviendo a dejar cuidadosamente en su sitio el joyero, colocando las perlas y la carta como estaban y abrillantando y restituyendo a su lugar el tintero. Entonces, en un rápido movimiento, tiré del paño azul hacia arriba, sacándolo de las oscuras sombras de debajo de la mesa y haciéndolo fluir sesgado sobre ésta, por delante del joyero. Retoqué las líneas de los pliegues y me alejé unos pasos. El paño era ahora un eco del brazo de la modelo con la pluma en la mano.

Sí, pensé, y apreté los labios. Puede que me despida por haberlo cambiado, pero ahora está mejor.

Esa tarde no subí al desván, aunque tenía mucho que hacer allí. Me senté fuera en el banco al lado de Tanneke a remendar las camisas. Por la mañana él no había estado en el estudio, porque había ido a la Hermandad, y había comido en casa de Van Leeuwenhoek. Todavía no había podido ver el cambio.

Esperé ansiosa sin moverme del banco. Incluso Tanneke, que por aquellos días trataba de ignorarme, se dio cuenta de mi estado de ánimo.

– ¿Qué te pasa, muchacha? -me preguntó. Había tomado la costumbre de llamarme muchacha, como su señora-. Pareces un cordero camino del matadero.

– Nada -le respondí-. Cuéntame lo que sucedió la última vez que vino el hermano de mi señora. He oído algo en el mercado. Y todavía siguen nombrándote -añadí, esperando que esto la distrajera y la halagara y disimulara así la torpeza con la que trataba de soslayar su pregunta.

Por un instante Tanneke se irguió en su asiento, hasta que recordó quién le estaba preguntando.

– Eso a ti no te importa -me espetó-. Es un asunto familiar en el que tú no debes inmiscuirte.

Unos meses antes hubiera estado encantada de contarme una historia en la que ella quedaba tan bien parada. Pero era yo quien estaba preguntando, y no me iba a complacer haciéndome digna de su confianza o de sus palabras, aunque debió de darle pena dejar pasar una oportunidad tan buena de darse importancia delante de mí.

Entonces lo vi venir a él: se dirigía hacia nosotras por la Oude Langendijck, el sombrero ligeramente ladeado para proteger su cara del sol primaveral, su oscura capa retirada de los hombros. Cuando se acercó no fui capaz de mirarlo.

– Buenas tardes, señor -canturreó Tanneke en un tono totalmente distinto.

– Muy buenas, Tanneke. No se está mal al sol, ¿no?

– ¡Oh, se está la mar de bien, señor! Me gusta que me dé el sol en la cara.

Yo no levanté la vista de la labor que tenía en la mano. Lo sentí mirándome.

Cuando entró él en la casa, Tanneke me susurró:

– Da las buenas tardes al amo cuando te hable, muchacha. No tienes educación.

– Fue a ti a quien habló.

– Pues claro. Pero aquí no hay sitio para los malos modos, conque ya puedes andarte con cuidado o te verás en la calle.

Debe de estar ya arriba, pensé. Debe de haber visto ya lo que he hecho.

Esperé, casi incapaz de agarrar la aguja. No sabía exactamente qué estaba esperando. ¿Me regañaría delante de Tanneke? ¿Me alzaría la voz por primera vez desde que había entrado a servir en su casa? ¿Me diría que le había echado a perder el cuadro?

Tal vez se limitaría a tirar del paño azul hacia abajo, de modo que colgara igual que antes. Tal vez no me diría absolutamente nada.

Más tarde, aquella noche, lo vi brevemente cuando bajó a cenar. No parecía ni contento ni enfadado, ni despreocupado ni ansioso. No me ignoró, pero tampoco me miró.

Cuando subí a acostarme, comprobé si había vuelto a dejarlo como estaba antes de que yo lo tocara.

No había hecho nada. Alcé mi vela a la altura del caballete: había vuelto a perfilar en marrón rojizo los pliegues del paño azul. Había incluido mi cambio.

Esa noche, estuve largo rato despierta en la cama, sonriendo en la oscuridad.

A la mañana siguiente, entró en el estudio cuando yo estaba limpiando alrededor del joyero. Era la primera vez que me veía utilizar mi método de mediciones para volver a dejarlo todo exactamente donde estaba. Había puesto un brazo a lo largo de un lateral del joyero y lo había movido para limpiar por debajo y alrededor. Cuando levanté la vista me estaba observando. No me dijo nada. Tampoco yo dije nada; lo único que me preocupaba era volver a dejar la caja en su sitio exacto. Luego limpié el tapete azul con un trapo húmedo, poniendo especial atención en los nuevos pliegues que yo le había hecho. Me temblaban las manos. Cuando terminé, lo miré.

– Dime, Griet, ¿por qué has cambiado el tapete? -su tono era el mismo que cuando me había preguntado en casa de mis padres qué estaba haciendo con las verduras. Me pensé un momento la respuesta.

– Tiene que haber un poco de desorden en la escena para que contraste con la calma de ella -le expliqué-. Algo que choque al ojo. Pero también tiene que ser agradable de ver, y lo es, porque el tapete y su brazo están en una posición parecida.

Se produjo una larga pausa. Él tenía la vista fija en la mesa. Yo esperé, secándome las manos en el delantal.

– Nunca había pensado que podría aprender algo de una criada -dijo por fin


Un domingo mi madre se unió a nosotros cuando yo estaba describiéndole el nuevo cuadro a mi padre. Pieter nos acompañaba y tenía la vista fija en un trozo de suelo iluminado por un rayo de sol. Siempre se quedaba callado cuando hablábamos de los cuadros de mi amo.