Al menos no me hizo ningún comentario sobre la mentira que les había contado antes. No podía decirles por qué estaba enfadada conmigo Tanneke. Esa mentira ocultaba otra mentira aún mayor. Tendría que explicar demasiado.
Tanneke había descubierto lo que hacía yo por las tardes cuando se suponía que debía estar cosiendo.
Le estaba ayudando a él.
Había empezado hacía dos meses, una tarde de enero no mucho después de que naciera Franciscus. Hacía mucho frío. Franciscus y Johannes estaban los dos malos con bronquitis y problemas respiratorios. Catharina y el ama de cría se estaban ocupando de ellos junto a la estufa del lavadero, mientras que el resto estábamos sentadas cerca del fuego de la cocina.
Sólo faltaba él. Estaba arriba. El frío no parecía afectarle. Catharina se acercó y se detuvo en el umbral entre la cocina y el lavadero.
– Alguien tiene que ir a la botica -anunció muy sofocada-. Necesito unas cosas para darles a los niños.
Me miró intencionadamente.
Normalmente yo hubiera sido la última elegida para hacer ese recado. Ir a la botica no era como ir a la carnicería o la pescadería, unas tareas que Catharina siguió dejando a mi cargo después del nacimiento de Franciscus. El boticario era una persona muy respetada, y a Catharina y a María Thins les gustaba ir a verle. A mí no se me permitían esos lujos. Sin embargo, cuando hacía frío, todos los recados le eran encomendados a la persona menos importante de la casa.
Por una vez, Maertge y Lisbeth no me pidieron que las dejara ir conmigo. Me cubrí con un manto de lana y varias toquillas mientras Catharina me explicaba que tenía que pedir flor de saúco y jarabe de tusílago. Cornelia zascandileaba alrededor viendo cómo me remetía las puntas de las toquillas.
– ¿Puedo ir contigo? -me preguntó sonriendo con un candor bien ensayado. A veces me hacía pensar que tal vez la juzgaba con demasiada severidad.
– No -respondió por mí Catharina-. Hace demasiado frío. Ya basta con tener dos enfermos, para que caigas tú también mala. Vete ya -dijo, dirigiéndose a mí-. Y apúrate.
Cerré la puerta y salí a la calle. Estaba muy silenciosa: con muy buen criterio, la gente estaba acurrucada al calor de sus hogares. El canal estaba helado; el cielo, de un gris amenazador. El viento me daba de frente y hundí la nariz entre los repliegues de lana, entonces oí que me llamaban. Miré alrededor, pensando que Cornelia habría venido detrás de mí. La puerta estaba cerrada.
Miré arriba. Él había abierto la ventana y asomaba la cabeza.
– ¿Sí, señor?
– ¿Adónde vas, Griet?
– A la botica, señor. Me ha mandado la señora. Para los pequeños.
– ¿Podrías traerme algo a mí también?
– Pues claro, señor.
De pronto, el viento parecía menos gélido.
– Espera, voy a apuntártelo -desapareció y yo esperé. Pasado un momento volvió a aparecer y me tiró una bolsita de cuero-: Dale al boticario el papel que va dentro y tráeme lo que te entregue él.
Yo asentí y me metí la bolsita bajo la toquilla, contenta de hacer este encargo secreto.
La botica se encontraba en la Koornmarkt, en dirección a la puerta de Rotterdam. Aunque no era una gran distancia, cuando llegué apenas podía articular palabra, pues cada bocanada de aire parecía haberme congelado por dentro.
Nunca había estado en una botica, ni siquiera antes de entrar de sirvienta: mi madre preparaba ella misma todos nuestros remedios. Ésta ocupaba una pequeña habitación, cubierta en sus cuatro paredes con estantes del suelo al techo que contenían botellas de todos los tamaños, retortas y tarros de barro, todos ellos cuidadosamente identificados. Sospeché que aunque pudiera leer los nombres escritos en ellos, tampoco entendería lo que contenían. Pese a que el frío mata todos los olores, un aroma desconocido para mí impregnaba el ambiente, como en el bosque, escondido bajo las hojas que se están pudriendo.
Sólo había visto una vez al boticario, unas semanas antes en la fiesta del nacimiento de Franciscus. Era un hombre calvo y flaco que me recordaba a un polluelo. Se sorprendió al verme. Poca gente se aventuraba a salir con aquel frío. Estaba sentado detrás de una mesa, con una báscula de precisión a su lado, y esperó a que yo hablara.
– Me mandan mi amo y mi ama -dije con voz entrecortada cuando tuve la garganta lo bastante caliente para poder hablar. Él me miró desconcertado y yo añadí-: Los Vermeer.
– ¡Ah! ¿Cómo va la familia?
– Los pequeños están enfermos. Mi señora necesita flor de saúco y un jarabe de tusílago. Y mi amo… -le entregué la bolsita de cuero.
Él la tomó extrañado, pero cuando leyó el papelito que iba dentro hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.
– No me queda carboncillo, ni ocre -dijo entre dientes-. Eso se arregla fácilmente. Pero qué raro; nunca había enviado a nadie a por los ingredientes para hacer los colores -levantó la vista del papel y me miró de reojo-. Siempre viene él a buscarlos. Me sorprende.
Yo no dije nada.
– Siéntate, pues. Aquí detrás, junto al fuego, mientras preparo lo que tienes que llevar.
Entonces lo vi muy atareado, abriendo tarros y pesando montoncitos de flores secas, midiendo el jarabe y vertiéndolo en un frasco, envolviendo cuidadosamente cada cosa con papel y cordel. Unos paquetitos los metió en la bolsita de cuero. Los otros los dejó sueltos.
– ¿Necesita algún lienzo? -me preguntó por encima del hombro, al tiempo que devolvía a su sitio, en uno de los estantes más altos, uno de los tarros.
– Cómo voy a saberlo, señor. Sólo me dijo que le llevara lo que estaba apuntado en el papel.
– Es sorprendente, verdaderamente sorprendente -me miró de arriba abajo. Me enderecé; tanta atención por su parte me hizo desear ser más alta-. Bueno, después de todo hace mucho frío -continuó-, sólo habría salido si se hubiera visto obligado a hacerlo -me entregó los paquetes y la bolsita de cuero y me abrió la puerta.
Ya en la calle, me volví y vi que seguía observándome por la mirilla de la puerta.
De vuelta en la casa, me dirigí primero a Catharina y le di los paquetes que venían sueltos. Luego me apresuré a las escaleras. Él había bajado y me esperaba. Yo me saqué la bolsita de debajo de la toquilla y se la entregué.
– Gracias, Griet -dijo.
– ¿Qué hacéis? -Cornelia nos observaba desde el fondo del pasillo.
Para mi sorpresa, él no le contestó. Sencillamente se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras, dejándome sola frente a la niña.
La respuesta más sencilla era decir la verdad, aunque a veces me sentía incómoda diciéndole la verdad a Cornelia. Nunca estaba segura de qué iba hacer ella después de saberla.
– He comprado unos ingredientes para las mezclas de color de tu padre -le expliqué.
– ¿Te lo pidió él?
A esa pregunta respondí como había hecho su padre: me alejé hacia la cocina, quitándome las toquillas por el camino. Temía contestar porque no quería perjudicarle a él. Ya me había dado cuenta de que era mejor que nadie supiera que le había hecho un recado.
Me pregunté si Cornelia le contaría a su madre lo que había visto. Pese a su corta edad era astuta como su abuela. Podría ser que atesorara la información y eligiera cuidadosamente el momento de revelarla.
Unos días después, ella misma contestó a esta pregunta. Fue un domingo; yo estaba en la bodega, buscando en el arconcito donde guardaba mis pertenencias un cuello que me había bordado mi madre, pues quería ponérmelo. Enseguida me di cuenta de que habían estado revolviendo en mis cosas: los cuellos no habían sido doblados de nuevo, una de mis camisolas estaba hecha una bola y metida en una esquina, la peineta de carey fuera del pañuelo que la envolvía. Sin embargo, el pañuelo donde estaba guardado el azulejo que me había dado mi padre estaba tan bien doblado que sospeché algo. Cuando lo abrí, el azulejo se separó en dos trozos. Se había roto de tal forma que el niño y la niña habían quedado separados, el niño miraba ahora al vacío detrás de él; y la niña aparecía completamente sola su cara oculta por la cofia.
Me eché a llorar. Nunca podría haber sospechado Cornelia lo que me iba a doler aquello. Me habría entristecido menos si hubiera separado nuestras cabezas de nuestros cuerpos.
Empezó a darme otras tareas. Otro día me dijo que de vuelta de la pescadería le comprara aceite de linaza en la botica. Tenía que dejarlo al pie de la escalera a fin de no molestarlos a él y a la modelo. Eso dijo. Tal vez pensó que María Thins o Tanneke o Cornelia podrían reparar en que yo había subido al estudio a una hora inusual.
No era una casa en la que se pudieran guardar secretos. Otro día me pidió que le preguntara al carnicero si tenía una vejiga de cerdo. No podía imaginarme para qué la quería hasta que más tarde me pidió que todas las mañanas, después de limpiar el estudio, le dejara preparadas las pinturas que iba a necesitar. Abrió los cajones del armario que estaba al lado del caballete y me mostró en dónde se guardaba cada pintura, nombrando los colores conforme me los iba enseñando. Muchos de los nombres no los había oído en mi vida: ultramarino, bermellón, masicote. Los marrones y los ocres de Siena y el carboncillo y el blanco de plomo se guardaban en unos tarritos de barro, cubiertos con pergamino para que no se secaran. Los colores más valiosos -los azules y los rojos y los amarillos- se guardaban en pequeñas cantidades en vejigas de cerdo. Se les practicaba un agujerito y se las apretaba para sacar la pintura y luego se las volvía a cerrar con un clavo pequeño.
Una mañana cuando estaba limpiando, entró y me Pidió que posara en lugar de la hija del panadero, que estaba enferma y no podía ir.
– Quiero observar una cosa -me explicó-, y tiene que haber alguien en el sitio que ocupa ella.
Yo ocupé su lugar obedientemente, una mano en el asa de la jarra y la otra en la ventana entreabierta, de tal modo que una gélida corriente me cortaba la cara y el pecho.
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