– Tengo que ver a la señora.
Tanneke hurgó en la cesta.
– No has traído ni salchichas ni nada que las sustituya. ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes que volver inmediatamente a la Lonja!
– He de ver a la señorarepetí.
– ¿Qué pasa? -Tanneke empezó a sospechar algo-. ¿Has hecho algo malo?
– Puede que mi familia esté en cuarentena. He de volver con ellos.
– ¡Oh! -Tanneke basculó el cuerpo, incierta-. No sé qué decirte. Tendrás que preguntar. Está en el cuarto con mi señora.
Catharina y María Thins estaban en el Cuarto de la Crucifixión. María Thins fumaba su pipa. Al entrar yo se quedaron calladas.
– ¿Qué pasa, muchacha?-me preguntó María Thins con un gruñido.
– Perdone, señora-me dirigí a Catharina-. Me han dicho que la calle donde vive mi familia podría estar en cuarentena, y me gustaría ir a verlos.
– ¡Sí y traerte la enfermedad contigo de vuelta! -me espetó-. Por supuesto que no. ¿Es que has perdido el juicio?
Miré a María Thins, lo cual enfadó aún más a Catharina.
– He dicho que no-insistió-. Y soy yo quien decide lo que puedes o no puedes hacer. ¿O es que lo has olvidado?
– No, señora -bajé la vista.
– No irás a casa los domingos hasta que el peligro haya desaparecido. Ahora vete, tenemos que hablar de cosas sin que estés tú por en medio.
Llevé la colada al patio y me senté fuera de espaldas a la puerta, para no tener que ver a nadie. Frotando uno de los vestidos de Maertge me puse a llorar. Cuando olí el aroma de la pipa de María Thins, me sequé las lágrimas, pero no me volví.
– No seas tonta, muchacha -dijo María Thins suavemente a mi espalda-. No puedes hacer nada por ellos y tienes que salvarte tú. Eres una chica despierta y puedes entenderlo.
No contesté. Un rato después había desaparecido el olor de su pipa.
A la mañana siguiente, él entró en el estudio cuando yo lo estaba barriendo.
– Griet, me he enterado de la desgracia de tu familia -dijo-, y lo siento.
Levanté la vista de la escoba. Sus ojos eran amables, y sentí que podía preguntarle algo.
– ¿Sabe usted, señor, si han declarado la cuarentena?
– Sí, ayer por la mañana.
– Gracias por decírmelo, señor.
Asintió y, cuando estaba a punto de salir, le dije:
– ¿Puedo hacerle otra pregunta, señor? Es sobre el cuadro.
Se paró en el umbral.
– ¿De qué se trata?
– ¿Fue al mirar dentro de la caja cuando se dio cuenta de que tenía que eliminar el mapa del cuadro?
– Efectivamente -su cara tenía la concentración de una cigüeña antes de lanzarse a por el pez.
– ¿Te gusta que haya desaparecido el mapa?
– Ahora el cuadro es mejor.
No creo que en cualquier otro momento me hubiera atrevido a hacer semejante afirmación, pero el peligro que estaba corriendo mi familia me volvió audaz.
Cuando me sonrió, agarré con fuerza la escoba que tenía entre las manos.
No podía trabajar. Me preocupaba mi familia y no si los suelos quedaban bien fregados o las sábanas bien blancas. Puede que antes nadie se hubiera fijado en lo apañada que era, pero ahora todos repararon en lo descuidada que me había vuelto. Lisbeth se quejó de que su delantal tenía manchas. Tanneke refunfuñó porque levantaba polvo al barrer y ponía perdidos los platos. Catharina me gritó varias veces: porque me había olvidado de planchar las mangas de su camisola, por comprar bacalao cuando me habían dicho que llevara arenques, por dejar que el fuego se apagara.
María Thins me susurraba cuando pasaba a mi lado en el pasillo:
– Tranquila, muchacha.
Sólo en el estudio era capaz de limpiar como antes, con el cuidado que exigía él.
No sabía qué hacer aquel primer domingo que no se me permitió ir junto a mi familia. No podía ir a nuestra iglesia, pues se hallaba también en la zona en cuarentena. Pero tampoco quería quedarme en la casa, pues hicieran lo que hicieran los católicos los domingos, no me apetecía acompañarlos.
Salieron todos juntos para ir a la iglesia de los jesuitas, situada a la vuelta de la esquina, en la Molenpoort, las niñas con sus mejores vestidos; incluso Tanneke, que llevaba a Johannes en los brazos, se mudó y se puso un vestido de lana color crema. Catharina andaba despacio, del brazo de su marido. María Thins cerró la puerta. Yo me quedé delante de la casa viéndolos desaparecer y decidiendo qué hacer. Las campanas de la Iglesia Nueva empezaron a sonar.
Ahí me bautizaron, pensé. Seguramente me permitirán asistir al servicio.
Entré sin llamar la atención, sintiéndome como una rata que se esconde en la casona de un rico. Dentro había una fresca penumbra, unas columnas lisas que se elevaban hasta muy arriba y un techo tan alto que casi podría ser el cielo. Detrás del altar se encontraba el gran sepulcro de mármol de Guillermo de Orange.
No vi a nadie conocido, sólo a gente sobriamente vestida, con unos cortes de tela mucho más finos de lo que yo llegaría a ponerme nunca. Me escondí detrás de una columna durante el servicio, que apenas pude seguir de lo nerviosa que estaba de que alguien se acercara y me preguntara qué estaba haciendo allí. Cuando finalizó, me escabullí lo más rápida que pude sin dar tiempo a que nadie se me acercara. Rodeé la iglesia y miré a la casa, al otro lado del canal. La puerta estaba todavía cerrada. Las misas católicas debían de durar más que nuestros servicios, pensé.
Caminé lo más lejos que me permitieron en dirección a mi casa; sólo me paré al llegar a una barrera vigilada por un soldado, que bloqueaba el paso. Las calles parecían muy silenciosas al otro lado.
– ¿Cómo están las cosas ahí detrás? -le pregunté al soldado.
Se encogió de hombros y no contestó. Parecía sofocado bajo el capote y la gorra, pues aunque estaba nublado, hacía mucho bochorno.
– ¿Hay una lista de los muertos? -apenas pude pronunciar estas palabras.
– Todavía no.
No me sorprendió; las listas siempre se retrasaban y solían ser incompletas. El boca a boca solía ser más fiable.
– ¿Sabes si Jan, el azulejero…?
– No sé nada de nadie. Tendrás que esperar -el soldado se alejó al ver que se aproximaba más gente a hacerle las mismas preguntas.
Intenté hablar con otro soldado apostado en otra barrera unas calles más allá. Aunque se mostró más simpático, tampoco pudo decirme nada de mi familia.
– Podría preguntar, pero a cambio de algo -añadió sonriendo y mirándome de arriba abajo, a fin de que yo entendiera que no hablaba de dinero.
– Debería darte vergüenza intentar aprovecharte de los que sufren.
Pero no parecía en absoluto avergonzado. Me había olvidado de que los soldados sólo piensan en una cosa cuando ven a una mujer.
Cuando regresé a la Oude Langendijck sentí un gran alivio al ver que la casa estaba abierta. Entré sigilosamente y me pasé toda la tarde en el patio con mi libro de oraciones. Por la noche le dije a Tanneke que me dolía el estómago y me fui a la cama sin cenar.
En la carnicería, Pieter el hijo me llevó a un lado mientras su padre estaba ocupado con otra clienta.
– ¿Has sabido algo de tu familia?
Dije que no con la cabeza.
– Nadie ha podido darme noticias.
No lo miré a la cara. Su preocupación me hizo sentir como si acabara de desembarcar y el suelo se moviera bajo mis pies.
– Procuraré enterarme y tenerte al corriente -dijo Pieter. Por su tono quedaba claro que no había lugar a discusión.
– Gracias -dije después de una larga pausa. Me quedé pensando en qué haría yo si él conseguía alguna información. No me estaba pidiendo nada, como lo había hecho el soldado, pero le debería un favor. Y no quería deberle favores a nadie.
– Puede que me lleve unos días -murmuró Pieter antes de volverse y alargarle a su padre un hígado de vaca. Se limpió las manos en el delantal. Yo asentí, muda, con la vista clavada en sus manos. Tenía sangre debajo de las uñas.
Supongo que tendré que acostumbrarme a estas cosas, pensé.
Desde entonces estaba siempre deseando que llegara la hora de ir a comprar, más incluso que la de limpiar el estudio. También lo temía, sin embargo, especialmente el momento en que Pieter el hijo levantaba la cabeza de la faena y me veía, y yo intentaba encontrar en sus ojos alguna clave. Quería saber, pero mientras no supiera nada, era posible tener esperanza.
Pasaron varios días en los que le compré la carne o pasé por su puesto después de haber comprado el pescado, y él simplemente movía negativamente la cabeza. Entonces, un día, levantó la vista y miró hacia otro lado, y yo supe lo que me iba a decir. Sencillamente no sabía quién.
Tuve que esperar hasta que terminó de atender a varios clientes. Estaba tan mareada que quería sentarme, pero el suelo estaba lleno de sangre.
Por fin Pieter el hijo se quitó el delantal y se acercó a mí.
– Se trata de tu hermana Agnes -me dijo suavemente-. Está muy enferma.
– ¿Y mis padres?
– Están bien, por ahora.
No le pregunté hasta qué punto se había arriesgado a fin de poderme informar.
– Gracias, Pieter -dije en un susurro. Era la primera vez que pronunciaba su nombre.
Le miré a los ojos y vi bondad en ellos. Y también vi lo que había temido: esperanzas.
El domingo decidí ir a visitar a mi hermano. No sabía si se había enterado de la cuarentena o de lo que había pasado con Agnes. Salí de la casa temprano y caminé hasta la fábrica, que estaba fuera de las murallas de la ciudad, no muy lejos de la puerta de Rotterdam. Frans estaba todavía dormido cuando llegué. La mujer que me abrió la puerta se rió cuando pregunté por él.
– Tardará horas en despertarse -dijo-. Los domingos, los aprendices se pasan el día durmiendo. Es su día libre.
No me gustó su tono ni lo que dijo.
– Por favor, despiértelo y dígale que ha venido su hermana -le pedí. Soné un poco como Catharina.
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