Su marcha habría revestido cierta solemnidad si no hubiésemos estado tan ocupados. Por entonces tejíamos catorce horas diarias, sin apenas un momento para las comidas, y yo tenía delante de los ojos el diseño del tapiz incluso cuando no tejía. Caía todas las noches en la cama y dormía como un tronco hasta que Madeleine me despertaba a la mañana siguiente. Quedaba poco tiempo para pensar en que alguien se marchaba. La noche anterior los varones fueron a la taberna, pero se durmieron mientras bebían. Incluso Nicolas regresó pronto, en lugar de acostarse por última vez con la prostituta del vestido amarillo. Parecía haberla olvidado en los últimos días. Ahora, por supuesto, ya sé el motivo.

Después de aquello vino una sucesión de idénticos días de verano, uno tras otro, en los que tejimos, sin hablar apenas. Los días de verano son largos, hay menos festividades que en otras épocas del año, y empezábamos antes y terminábamos más tarde. Quince, dieciséis horas pasábamos en los telares, acalorados, inmóviles y silenciosos. Habíamos dejado de hablar; ni siquiera Joseph y Thomas decían muchas cosas. La espalda me dolía todo el tiempo, los dedos se me habían endurecido con la lana, tenía los ojos enrojecidos y, sin embargo, nunca había sido tan feliz. Estaba tejiendo.

Madeleine nos facilitaba las cosas: traía cerveza sin necesidad de pedírsela y servía las comidas deprisa y sin problemas. Cocinaba mucho mejor desde que delegué en ella, de manera bastante parecida a lo sucedido con Georges le Jeune, cuyo trabajo yo ya no era capaz de distinguir del de su padre. Tampoco Aliénor hablaba mucho, aunque siempre ha sido una chica callada. Cosía para nosotros, trabajaba en el huerto y ayudaba a Madeleine en las tareas de la casa. A veces dormía durante el día y luego cosía toda la noche, cuando no había nadie trabajando en los tapices.

Al final del verano, muy poco después de la fiesta de la Natividad de la Virgen, acabamos. Desde hacía varias semanas me daba cuenta de que faltaba poco: mis dedos se iban acercando lentamente al borde superior con los diferentes colores que terminaba: verde, después amarillo, luego rojo. Había pensado que lo celebraría, pero, cuando completé el último borde rojo, anudé el último carrete y ayudé a Aliénor a coser la última hendidura, me sentí vacía, tan insípida como un guiso sin sal. No era un día diferente de cualquier otro.

Me sentí orgullosa, por supuesto, cuando Georges me permitió usar las tijeras a la hora de separar el tapiz del telar. Nunca se me había permitido cortar los hilos de la urdimbre. Y cuando los desenrollamos para verlos enteros por primera vez, fueron un gozo para los ojos. Lo que yo había tejido en Á Mon Seul Désir no sólo no se diferenciaba de lo de los demás, sino que encajaba perfectamente, como si hubiera sido tejedora toda mi vida.

No pudimos descansar. Había que tejer dos tapices más en cinco meses. Georges no dijo nada, pero yo sabía ya que iba a participar. Los días eran más cortos y se necesitaba a todo el mundo. Si Aliénor no hubiera sido ciega, probablemente Georges la habría puesto también a tejer. Un domingo después de misa, cuando nos disponíamos a dar un paseo por la Grand-Place -la única ocasión ya en la que yo salía a ver gente-, Aliénor me agarró del brazo.

– ¡Jacques le Boeufl -me susurró.

Su olfato no la engañaba; el tintorero estaba al otro extremo de la plaza y venía hacia nosotros. Confieso que no había pensado ni una sola vez en él en todo el verano. No le habíamos dicho nada a Aliénor de su boda, ni yo había cosido siquiera una cofia para su ajuar.

Puse la mano de Aliénor en el brazo de Georges le Jeune.

– Llévatela a L'Arbre d'Or -le susurré. Sólo a los tejedores y a sus familias se les permite entrar en la sede de nuestro gremio. Mientras mis hijos se alejaban a buen paso, me cogí del brazo de Georges y nos quedamos muy juntos, como si temiéramos que la tempestad nos derribara. Los dos miramos al Hôtel de Ville, tan sólido e imponente, con sus arcos, sus esculturas y su torre. Ojalá pudiéramos ser tan sólidos.

Jacques llegó pisando fuerte hasta donde estábamos.

– ¿Dónde se ha ido la chica? -gritó-. Siempre sale corriendo: no sirve de gran cosa tener una mujer que huye cada vez que se acerca su marido.

– ¡Chis! -susurró Georges.

– No me digas que me calle. Estoy cansado de guardar silencio. ¿No he tenido la boca cerrada todo el año pasado? ¿Acaso he dicho algo a las chismosas del mercado que me preguntan si me voy a casar con ella? ¿Por qué tendría que callarme? ¿Y por qué se me impide verla? Tiene que acostumbrarse a mí alguna vez. Y bien podría ser ahora -se volvió hacia L'Arbre d'Or.

Georges lo agarró del brazo.

– Ahí no, Jacques; sabes que no te está permitido entrar ahí. Y sólo te pido que guardes silencio un poco más.

– ¿Por qué?

Georges dejó caer la mano y miró al suelo.

– Aún no se lo he dicho.

– ¿No lo sabe? -bramó Jacques, todavía con más fuerza que antes. Empezaba a reunirse un grupo de curiosos, aunque a cierta distancia debido al olor del tintorero.

Tosí.

– Tienes que tener paciencia con nosotros, Jacques. Como sabes, hemos estado muy ocupados con los tapices, en los que tu lana azul desempeña un papel muy importante. Tan importante -seguí, cogiéndolo del brazo y empezando a caminar muy despacio con él, aunque los ojos se me llenaron de lágrimas por el hedor-, que no me cabe la menor duda de que te inundarán con más encargos de azul cuando la gente los haya visto.

A Jacques le Boeuf le brillaron los ojos, aunque sólo un instante.

– Pero la chica, la chica. La tendré para Navidad, ¿no es eso? ¿Todavía no habéis comprado la cama?

– Precisamente voy a encargarla mañana -dijo Georges-. Castaño. Nosotros tenemos una y nos ha hecho buen servicio.

Jacques rió entre dientes de una manera que me revolvió el estómago.

– Georges irá muy pronto a verte para concretarlo todo -dije-, porque, como es lógico, no debemos tratar de cuestiones económicas en domingo -lo miré desafiante y bajó la cabeza. Regañándolo un poco más conseguí que se marchara, de manera que los curiosos se dispersaron sin averiguar cuál era el motivo de sus gritos, si bien, por lo que había dicho sobre las chismosas del mercado, ya lo sabían de todos modos.

Georges y yo nos miramos.

– La cama -dijo.

– El ajuar -dije yo al mismo tiempo.

– ¿Dónde voy a encontrar el dinero para comprarla?

– ¿Cuándo voy a encontrar el tiempo para coserlo?

Georges movió la cabeza.

– ¿Qué dirá Jacques cuando le explique que no será para Navidad sino para la Purificación?

Poco después tuve las respuestas a aquellas preguntas, pero no las que esperaba.


Al principio nadie se fijó. Los telares estaban vestidos para La Vista y El Tacto y empleamos la mayor parte del día preparando la urdimbre, con Philippe y Madeleine ayudándonos. A continuación Georges desenrolló los cartones, dispuesto a deslizarlos por debajo de la urdimbre. Examiné los bordes de los dibujos, para comprobar que teníamos preparados todos los colores que hacían falta. Mientras lo hacía, miré de pasada a la dama en el cartón de La Vista. Tardé un momento en darme cuenta, pero cuando lo hice di un paso atrás como si alguien me hubiera golpeado en el pecho. Nicolas había introducido cambios, no cabía la menor duda, y no se trataba sólo del lirio de los valles.

Al mismo tiempo mi hijo empezó a reírse.

– Regarde, mamá -exclamó-. De manera que era eso lo que Nicolas hacía en el huerto. Debería agradarte.

Sus risas me irritaron tanto que lo abofeteé. Georges le Jeune me miró asombrado. Ni siquiera se frotó la mejilla, aunque le habla golpeado con fuerza y se le estaba enrojeciendo.

– ¡Christine! -dijo mi marido con dureza-. ¿Qué sucede?

Volví mi indignación hacia Aliénor, sentada en un taburete, desenredando hilo. No estaba enterada, por supuesto, de lo que Nicolas había hecho con La Vista.

– Sólo le decía a mamá que Nicolas la ha retratado en El Tacto -dijo Georges le Jeune-. Y entonces va ¡y me da una bofetada!

Lo miré primero, todavía enfadada, y luego me volví hacia El Tacto. Lo estuve contemplando mucho tiempo. Mi hijo tenía razón: la dama se me parecía, con el pelo hasta más abajo de la cintura y la cara larga, la barbilla puntiaguda, la mandíbula poderosa, y las cejas de curvas pronunciadas. Era la orgullosa mujer del tejedor, sosteniendo, con aire de suficiencia, un estandarte en una mano y el cuerno del unicornio en la otra. Recordé el momento captado por el pintor, cuando estaba en la puerta y pensaba en mi trabajo de tejedora. Nicolas des Innocents me conocía demasiado bien.

– Lo siento -le dije a mi hijo-. Creía que hablabas de La Vista, porque también ha hecho que la dama se parezca a Aliénor.

Todo el mundo miró el cartón del otro tapiz, y Aliénor alzó la cabeza.

– Me he enfadado -mentí deprisa-, porque considero cruel que una chica ciega represente La Vista -no dije nada sobre el unicornio en el regazo de mi hija y lo que eso podía significar. Vigilé a Georges y a los demás varones mientras miraban, pero no parecieron darse cuenta. Los hombres pueden ser bastante romos a veces.

– Sí que se te parece, Aliénor -dijo Georges le Jeune-, con los ojos torcidos y la sonrisa también torcida. Aliénor se puso muy colorada y fingió trabajar con la lana que tenía en el regazo.

– ¿Vamos a dejarlas así, papá? -siguió Georges le Jeune-. No estamos autorizados a cambiar figuras que ya han sido aprobadas por el cliente.

Georges se frotaba la mejilla y fruncía el ceño.

– Quizá tengamos que utilizarlas tal como están: no recuerdo las caras de antes. ¿Te acuerdas tú, Philippe?

Philippe miraba con fijeza el cartón. Luego alzó los ojos hasta Aliénor y supe que estaba tan preocupado como yo por el cambio en los dibujos y su posible significación. Philippe, gracias a Dios, sabe guardar secretos: es casi tan callado como Aliénor.