– ¿Por qué no ha venido Léon? -dije, torciendo el gesto-. Hubiera preferido tratarlo con él.

Nicolás se encogió de hombros.

– Estaba demasiado ocupado.

Aliénor se quedó quieta una vez más. Mi hija se parece a mí a la hora de juzgar a las personas. Tiene oído para las mentiras, como yo tengo vista. Aliénor oyó algo en la voz de Nicolas, de la misma manera que yo vi la mentira en sus ojos cuando evitó que se encontraran con los míos. Estaba ocultando parte de la historia. No se lo pregunté, sin embargo, porque sospeché que no le sacaría la verdad en aquel momento: quizá más tarde, en un sitio donde se sintiera más a sus anchas.

– Seguiremos hablando después -dije-. En Le Vieux Chien -me volví hacia Christine-. ¿Está lista la cena?

Se puso en pie de un salto.

– Enseguida.

Dejé a Nicolas en el huerto para que terminara la cerveza y volví al taller. No me puse a tejer otra vez, sino que me quedé en el umbral contemplando a los que trabajaban. Estaban inclinados sobre el tapiz y muy quietos, como cuatro pájaros alineados sobre una rama. De cuando en cuando uno empujaba los pedales para mover los hilos y cambiar la calada, pero aparte de aquel golpe sobre la madera, todo estaba en silencio.

Christine vino a colocarse a mi lado.

– Sabes lo que tenemos que hacer -me dijo en voz baja.

– No podemos -le contesté en el mismo tono-. Aparte de incumplir las normas del Gremio, es perjudicial para los ojos, y la cera de las velas acaba por manchar los tapices. Luego cuesta mucho quitarla, y deja una pista muy fácil para cualquier miembro del Gremio que quiera complicarnos la vida.

– No me refiero a eso. Nadie teje bien de noche, ni siquiera tú.

– ¿Quieres que trabajemos los domingos? Me sorprende que sugieras una cosa así. Aunque quizá consigas sobornar al cura: a ti te escucha.

– Tampoco es eso. Por supuesto que no vamos a tejer los domingos: lo que hay que hacer es santificarlos.

– ¿A qué te refieres, entonces?

A Christine le brillaron los ojos.

– Déjame tejer millefleurs y así nuestro hijo podrá hacer contigo las partes más difíciles.

Guardé silencio.

– Como has dicho antes, no podemos permitirnos pagar a otro tejedor -continuó-. Pero me tienes a mí. Utilízame y deja que tu hijo haga lo que ya sabe hacer -me miró de hito en hito-. Lo has adiestrado bien. Ha llegado el momento de que le dejes responsabilizarse del todo.

Trataba de hacerme ver que aquello era lo más importante, pero sabía lo que ocultaban en realidad sus palabras: Christine quería tejer.

– Écoute, me muero de hambre -fue lo que contesté-. ¿Todavía no está lista la cena?


Tan pronto como el repique de las campanas señaló el fin de la jornada de trabajo, me llevé a Nicolas a Le Vieux Chien. No me apetecía mucho estar entre gente ruidosa, pero quizá fuese el sitio más adecuado para discutir con él las exigencias de Jean le Viste. Georges le Jeune vino con nosotros, y mandé a Luc a buscar a Philippe. Hacía bastante tiempo que no echábamos una cana al aire.

– Ah -suspiró Nicolas, mirando alrededor y chasqueando la lengua mientras bebía-. Cerveza de Bruselas y animación de Bruselas. ¿Cómo podría olvidarlo? Tabernas como tumbas donde sirven agua a la que llaman cerveza. ¿Para esto he viajado diez días por pésimos caminos?

En cuanto a mí, prefería el silencio.

– Se animará más tarde. Acabarás divirtiéndote.

Georges le Jeune quería información sobre el viaje de Nicolas: qué tal era el caballo, quién lo había acompañado, dónde se habían hospedado. A mi hijo le fascina pensar en otros lugares, si bien cuando me ha acompañado a Amberes o a Brujas ha dormido mal, ha comido poco y ha tenido miedo de los desconocidos. Siempre se alegra de volver a casa. Dice que quiere conocer París algún día, pero sé que no irá nunca.

– ¿Has encontrado ladrones en el camino? -Georges le Jeune le preguntó enseguida.

– No; no hemos tenido otro obstáculo que el barro; el barro y un caballo cojo.

– Entonces, ¿cómo te hiciste eso? -Georges le Jeune señaló las magulladuras amarillentas en torno a un ojo de Nicolas-. Y también te has hecho daño en un costado.

Nicolas se encogió de hombros.

– Eso fue una pelea en una de las tabernas de París que frecuento. Me encontré metido en ella sin comerlo ni beberlo -se volvió hacia mí-. ¿Qué tal está Aliénor? -me preguntó-. ¿Va muy adelantado su ajuar?

Fruncí el ceño. ¿Qué podía saber sobre el ajuar de Aliénor? Sólo Christine y Georges le Jeune estaban al tanto de nuestro acuerdo con Jacques le Boeuf. Christine insistió en que se lo contáramos a nuestro hijo para que supiera qué esperar cuando se haga cargo del taller. Pero me consta que no se lo ha dicho a nadie: sabe guardar un secreto.

Antes de que pudiera pensar una respuesta, se presentó Luc con Philippe.

– No esperábamos que volvieras -le dijo Philippe a Nicolas mientras se sentaba-. Pintaste tan deprisa el verano pasado que estaba seguro de que te alegrabas de marcharte. Creía que habías jurado no volver a salir de Paris.

Nicolas sonrió.

– Tengo asuntos que tratar con Georges, y quería ver como marchan los tapices. Por supuesto siempre es un placer ver a Christine y a Aliénor. Precisamente le estaba preguntando a Georges por su hija -se volvió hacia mí-. ¿Qué tal le van las cosas?

– Aliénor está muy ocupada -dije con sequedad-. Para no estorbarnos durante el día, de noche cose los tapices hasta muy tarde.

– En ese caso tenéis una ventaja sobre otros talleres -dijo Nicolas-. Si viera no sería capaz de coser a oscuras. Pero por ser ciega trabaja por la noche y no sólo durante el día, entre los repiques de las campanas. Deberíais agradecer que Aliénor os ayude tanto.

Yo no había pensado en ello de esa manera.

– No me extraña que no tenga tiempo para trabajar en su ajuar -añadió Nicolas. Philippe se sobresaltó. Supongo que le puede pasar a cualquiera: nadie espera que Aliénor se case.

– A mi hija no le preocupa ningún ajuar, sino esos tapices, como a todos nosotros -murmuré-. Y ahora que nos quitan otros dos meses aún será peor -no tenía intención de que se me escapara, pero Nicolas me había puesto tan nervioso que no pude contenerme. Georges le Jeune se me quedó mirando.

– ¿Por qué nos quitan dos meses? Ya tenemos bastantes problemas con el retraso actual.

– Pregúntale a Nicolas.

Todos -mi hijo, Luc, Philippe y yo- miramos a Nicolas, que se retorció molesto y contempló su jarra de cerveza.

– Ignoro el motivo -dijo por fin-. Léon sólo mencionó que Jean le Viste quiere los tapices antes, pero no el porqué.

Si ni siquiera sabía eso, era bien poco el margen de maniobra que teníamos.

– Seguro que Léon lo sabe -dije, la voz llena de desprecio-. Lo sabe todo. ¿Por qué no ha venido? No me digas que está demasiado ocupado: eso nunca le ha impedido venir, sobre todo si se trata de un encargo de Jean le Viste.

Nicolas me miró desafiante: no le gusta que se le desdeñe. Alzó la jarra y apuró la cerveza. Todos contemplamos cómo se la llenó de nuevo y se la bebió de un tirón. Me clavé las uñas en la palma de la mano, pero no dije nada, aunque nos estaba dejando a los demás sin nada.

Nicolas eructó.

– La esposa de Jean le Viste le dijo a Léon que me mandara a mí. Quería alejarme de París.

– ¿Qué le habías hecho? -preguntó Philippe. Habla muy bajo, pero le oímos perfectamente.

– Traté de ver a su hija.

– Insensato -murmuré.

– No pensaríais así si la vierais.

– Georges la ha visto -dijo Philippe-. La hemos visto todos, en El Gusto.

– Ahora, gracias a tu estupidez, vamos a pagar justos por pecadores -dije-. Si Léon estuviera aquí hablaría con él de las condiciones. Se podría hacer que Jean le Viste atendiera a razones. Pero tú no eres más que el mensajero. No hay nada que tratar contigo.

– Lo siento, Georges -dijo Nicolas-, pero dudo que Léon le Vieux pudiera ayudar. Jean le Viste es un hombre difícil: una vez que ha decidido algo, casi nunca cambia de idea. Lo conseguí una vez, cuando se suponía que los tapices iban a ser sobre una batalla. Pero no creo que yo, ni tampoco Léon, pudiéramos lograrlo de nuevo.

– ¿Hiciste que cambiara los tapices para que representaran unicornios? Tendría que habérmelo imaginado, dado lo mucho que te gustan las aristócratas.

– Fue su esposa quien tuvo la idea. En fait, debéis culparla a ella. Culpad a las mujeres -alzó la jarra para saludar a una prostituta vestida de amarillo al otro lado de la taberna. Ella le sonrió. A las putas de Bruselas les gustan los extranjeros: piensan que un tipo de París pagará mejor y será más delicado. Quizá tengan razón. Ya empezaban a dar vueltas en torno a Nicolas como gaviotas ante tripas de pescado. Sólo he estado una vez con una prostituta, antes de casarme con Christine, pero había bebido tanta cerveza que no consigo recordar lo que hice con aquella mujer. Las putas se me sientan en las rodillas alguna que otra vez, cuando no hay asientos libres o la noche está poco animada. Pero les consta que de mí no sacarán nada en limpio.

– Écoutez, Georges -dijo Nicolas-. Siento lo que ha pasado. Os echaré una mano en el taller durante algún tiempo si eso ayuda.

Resoplé.

– Tú… -luego me callé. Casi oía a Christine susurrándome al oído: «Acepta toda la ayuda que te ofrezcan». Asentí con la cabeza-. Ha llegado una nueva partida de lana que habrá que clasificar. Puedes ayudar en eso.

– No has preguntado por los dos primeros tapices -dijo Philippe-. El Olfato y El Oído. La dama de El Gusto no es la única mujer sobre la tierra, después de todo.

El Olfato y El Oído estaban enrollados, con romero dentro para mantener lejos a las polillas, y guardados en una caja larga de madera en un rincón del taller. Nunca concilio igual de bien el sueño cuando hay en casa tapices acabados. Incluso aunque Georges le Jeune y Luc duermen cerca, para mí cualquier ruido de pasos en el exterior es un ladrón que viene a llevárselos, cualquier fuego en la cocina es una hoguera que va a destruirlos.