– Debería darte más que unas monedas -dije, paseándome por delante del banco-. Ha dibujado tapices para mi padre, no sé si lo sabes, que le producirán dinero y con toda seguridad también lo harán famoso. Debería aportar algo para el cuidado de tu hija -la dejé que pensara en aquello mientras me daba una vuelta en torno a la rosaleda. El pulgar me dolía agradablemente en el sitio donde me había clavado la espina. Cuando volví al banco dije-: Quizá te pueda ayudar a conseguir dinero; a hacer que Nicolas des Innocents pague por Claude para que saques de aquí a tu hija y pueda quedarse contigo y con tu madre.
– ¿Cómo? -preguntó enseguida Marie-Céleste.
Me espanté una mosca de la manga.
– Le diría que mi padre no le pagará los tapices hasta que cumpla con vosotras dos.
– ¿De verdad lo haríais, mademoiselle?
– Le escribiré una nota y se la puedes llevar tú.
– ¿Yo? -Marie-Céleste pareció ofenderse-. ¿Por qué no vos, mademoiselle? ¿O una de vuestras damas? -miró alrededor-. Debéis de tener alguna aquí. Béatrice, probablemente: vuestra madre siempre pensó en cedérosla, ¿no es cierto? Le habrá sorprendido vivir aquí de nuevo.
– ¿De nuevo? ¿Ya había vivido antes?
Marie-Céleste se encogió de hombros.
– Bien sûr. Creció aquí, igual que yo.
No lo había pensado hasta entonces, pero era verdad que Béatrice parecía conocer el convento y sus costumbres: sabía dónde estaban las cosas y conocía incluso a algunas de las monjas.
– Puede encargarse de llevar vuestra nota, mademoiselle -añadió Marie-Céleste.
Había olvidado que Marie-Céleste no estaba al corriente de mi encierro: pensaba que Béatrice y yo podíamos ir y venir a nuestro antojo. Y tenía que seguir ignorándolo. De lo contrario quizá no me ayudara.
– No debo salir de aquí -dije-. Tampoco Béatrice. Es parte de la purificación del alma antes de los esponsales. No he de tratarme con otras personas, en especial hombres.
– Pero no puedo ir a verlo…, no después de lo que pasó. Podría pegarme, o algo peor.
Nada más que lo que te mereces, pensé.
– Deja la nota en su habitación cuando no esté él -sugerí. Al ver que seguía dubitativa, añadí-: ¿Quieres que le cuente a mi padre que su mayordomo y tú habéis maltratado precisamente al artista que más admira?
Marie-Céleste sabía que estaba atrapada. Dio la sensación de que podía echarse a llorar de nuevo.
– Dadme la nota -murmuró.
– Espera aquí -corrí a mi celda antes de que cambiara de idea. Busqué en mi bolsa más papel; a continuación me arrodillé en el suelo y escribí rápidamente una nota, diciéndole a Nicolas dónde estaba y suplicándole que me rescatara. Carecía de lacre, pero no importaba mucho: Marie-Céleste, desde luego, no sabía leer, y dudaba de que conociera a alguien que supiese.
Hice algún ruido sin querer. Cuando estaba terminando, la pequeña se sentó en el jergón y empezó a llorar y a frotarse los ojos. Los rizos de color castaño oscuro se le arremolinaban alrededor de la cara. Se parecía tanto a Marie-Céleste que me entraron ganas de reír.
– Vamos, chérie -susurré, tomándola en brazos-. Ven a ver a la tonta de tu madre.
Cuando salimos, las monjas volvían de rezar sexta y Marie-Céleste estaba con Béatrice. Juntas ofrecían un curioso contraste, una gigantona con una muñeca. Era difícil imaginárselas de niñas en el convento. Se separaron precipitadamente cuando llegué junto a ellas, y Marie-Céleste no quiso mirar a su hija.
– Cógela un momento -dije, entregando la niña a una sorprendida Béatrice-. Voy a acompañar a Marie-Céleste hasta la puerta.
Béatrice me obsequió con una mirada perruna.
– Recordad que no os dejarán salir.
Le hice una mueca y me colgué del brazo de Marie-Céleste. Cuando tuve la seguridad de que Béatrice no nos veía le puse la nota en la mano.
– ¿Sabes dónde vive? -susurré.
Marie-Céleste negó con la cabeza.
– El mayordomo lo sabrá…, le envía mensajes de mi padre. Que te lo diga: haré que lo castiguen si no lo hace.
Marie-Céleste asintió con la cabeza y se soltó de mi brazo. Parecía cansada. La idea de compartir con ella el mismo hombre me repugnaba. ¿Cómo podía haberla deseado Nicolas? Especialmente si pudiera verla ahora, con la nariz roja, los ojos diminutos y el ceño fruncido. No lo entendía.
En la puerta una monja entregó a Marie-Céleste un cesto lleno de huevos, pan y alubias: una caridad con los pobres. Mientras salía, no se volvió para mirarnos ni a mí ni a su hija.
Cuando regresé junto a Béatrice -todavía con la niña, que se retorcía entre sus brazos-, dije:
– Marie-Céleste y tú crecisteis aquí juntas.
Béatrice pareció sobresaltarse, pero luego asintió.
– Mi madre enviudó cuando yo era pequeña, y vino a profesar aquí.
La pequeña Claude tiró de un mechón suelto de los cabellos de Béatrice. Mi dama de honor dio un grito, y la niña y yo nos echamos a reír.
– ¿Te gusta haber vuelto, entonces? -le pregunté.
Para sorpresa mía, Béatrice me miró con tristeza.
– Nunca he sido tan feliz como cuando vuestra madre me eligió para que fuera su dama de honor. Para mí es horroroso tener que vivir aquí de nuevo.
Dejé a la pequeña Claude en el suelo para que pudiera corretear por el jardín.
– Entonces ayúdame a escapar.
Béatrice negó con la cabeza.
– Es mejor para vos quedaros aquí, mademoiselle. Lo sabéis bien. ¿Por qué queréis renunciar al camino que tenéis trazado en la vida? Os casaréis con un noble y viviréis como una gran dama. ¿Por qué desear algo distinto? No hay mayor alegría para una mujer que estar casada, n'est-ce-pas? Para todas las mujeres.
Recogí el bordado que Marie-Céleste había dejado bien doblado sobre el banco, la aguja enhebrada atravesándolo. Saqué la aguja y me la clavé en el dedo, sólo para sentir la sacudida del dolor.
– Vaya -dije-. Mira lo que me ha pasado.
A continuación, para atormentar a Béatrice por comportarse como mi carcelera y no como mi dama, empecé a cantar la canción que tan mal le había parecido. Probablemente la cantaba cuando vivía allí de niña.
Debería estar aprendiendo
el amor
y sus caminos,
pero me tienen presa.
¡Maldiga Dios a quien
aquí me trajo!
4. Bruselas
Georges de la Chapelle
Ya llevábamos horas trabajando cuando llegó. El silencio reinaba en el taller. Durante al menos una hora nadie había hablado, ni siquiera para pedir lana o un carrete o una aguja. Incluso los pedales del telar se movían sin hacer ruido, como si estuvieran envueltos en trapos. Las mujeres también callaban o se habían marchado: Christine preparaba un carrete con hilo de lana, Aliénor se ocupaba de su huerto y Madeleine estaba en el mercado.
Trabajo mejor en silencio. Entonces tejo durante horas sin sentir el paso del tiempo, sin pensar en nada excepto en los hilos de colores entre mis dedos mientras los entrecruzo con la urdimbre. Pero basta un tejedor intranquilo o una mujer parlanchina para que todo el taller funcione mal. Ahora necesitamos ese silencio para trabajar mucho y bien si queremos acabar los tapices a tiempo. Incluso cuando disfrutamos de silencio en estos días, con frecuencia sólo pienso en el tiempo: en el que ya se ha ido y en el que queda, en cómo nos las arreglaremos y en qué podremos hacer para ponernos al día.
Estaba sentado entre Georges le Jeune y Luc, y terminaba las joyas que sostiene la dama en Á Mon Seul Désir, al tiempo que no perdía de vista a mi hijo, que empezaba el sombreado en el hombro de la dama, amarillo sobre rojo. Lo estaba haciendo muy bien: en realidad ya no necesito vigilarlo mientras trabaja. Pero es una costumbre difícil de abandonar.
Los dos tejedores contratados, Joseph y Thomas, padre e hijo, trabajaban en las millefleurs de El Gusto. Ya han hecho otras veces millefleurs para mí: son buenos y trabajan deprisa. Y también en silencio, aunque Thomas usa los pedales de su telar más de lo necesario. A veces pienso que no es casual, sino que se propone hacer ruido, como sucede a menudo con los jóvenes. A mi hijo tuve que enseñarle a mover los pedales en silencio y sólo cuando hace una calada importante. A otro tejedor no le puedo decir, por supuesto, cómo debe comportarse, pero me rechinan los dientes cuando Thomas hace tanto ruido.
No es fácil ser el lissier. Además de vigilar a los demás, me corresponden las partes más difíciles: rostros y manos, la melena del león, la cara y el cuerno del unicornio, el paño con más pliegues. Salto de un tapiz a otro, y procuro no retrasarme mientras los demás avanzan con las millefleurs y los animales, y esperan a que rellene el hueco en el centro.
Les he dicho a los tejedores que deben estar ya en el telar, dispuestos para empezar, cuando suenan las campanas de la Chapelle; ahora que estamos en el mes de mayo, más pronto incluso. Hoy hemos empezado a las siete. Otros talleres quizá utilicen las campanas como señal para ponerse a preparar la jornada de trabajo, pero no hay nada en las reglas del Gremio que prohíba a los tejedores llegar antes y estudiar el cartón para ver qué es lo que van a tejer ese día y tener preparados los carretes. De esa manera empiezan en el momento en que suenan las campanas.
Georges le Jeune y Luc no me preocupan: saben que no tenemos tiempo que perder por las mañanas. Los otros dos han respondido bien hasta el momento, pero no es éste su taller, ni suyo el encargo y, aunque confío en su competencia -sus millefleurs son tan buenas como las mías-, a veces me pregunto si no llegará un día en el que encuentren otro trabajo menos exigente y no aparezcan. Joseph no se ha quejado, pero he visto a Thomas sentarse ante el telar, mirarlo fijamente después de que repiquen las campanas, y alzar por fin las manos hasta los hilos como si tuviera piedras colgadas de las muñecas. Y lo cierto es que necesito diez meses más de trabajo suyo, pedales ruidosos o no. Puede que no se haya curado por completo de su enfermedad invernal. Aunque Aliénor cuidó de él y de Georges le Jeune mientras les duró la fiebre, tardaron mucho en ponerse bien. Todavía no hemos recuperado el tiempo perdido.
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