– Ven aquí, ma petite -la llamé, limpiándome en el vestido la mano manchada de sangre-. Ven aquí y siéntate conmigo.
Detrás de la niña apareció una monja con su largo hábito blanco. Aquí, en Chelles, visten de blanco. Al menos no estoy rodeada de negro: el negro no le sienta bien a un rostro de mujer.
– Así que estás ahí, pillina -le reprendió la monja-. Ven.
Igual podría estar hablando con una cabra, porque la niña no le prestó la menor atención. Superó la puerta como pudo, tropezó con el escalón y cayó en el claustro, los brazos por delante.
– ¡Vaya! -exclamé mientras me ponía en pie de un salto y corría hacia ella. No tenía que haberme molestado: la niñita se incorporó como si nada hubiera sucedido y echó a correr por uno de los laterales del claustro.
La monja no la siguió, sino que se quedó mirándome de arriba abajo.
– Así que por fin has salido -comentó con acritud.
– No estaré aquí mucho tiempo -respondí muy deprisa-. Volveré pronto a casa.
La monja no dijo nada pero siguió mirándome. Parecía interesarle mucho mi soso vestido. Aunque, a decir verdad, no era tan soso comparado con el suyo: áspera lana blanca que le colgaba como un saco. El mío podía haber sido marrón, pero la lana era delicada y tenía diminutos bordados amarillos y blancos en el corpiño. Era eso lo que miraba la monja, de manera que dije:
– Lo hizo una de nuestras criadas. Es…, era muy hábil con la aguja.
La monja me lanzó una mirada peculiar y luego volvió a interesarse por la niña, que había recorrido a trompicones dos lados del claustro y estaba torciendo en la siguiente esquina.
– Attention, mon petite chou! -llamó la monja-. ¡Mira dónde vas!
Sus palabras parecieron provocar precisamente lo que trataban de evitar. La niña cayó de nuevo al suelo y esta vez se quedó inmóvil y empezó a llorar. La monja corrió dando la vuelta al claustro, arrastrando el hábito tras ella. Al llegar junto a la niña se detuvo y empezó a reprenderla. No estaba, desde luego, acostumbrada a tratar con niños. Me acerqué decidida, me arrodillé, abracé a aquella criaturita y me la puse en el regazo como había hecho tantas veces con mi hermana Geneviéve.
– Pobrecita mía -dije, dándole palmaditas en los brazos y las rodillas y sacudiéndole el vestidito-. Pobrecita, te has hecho daño. ¿Dónde te duele? ¿Las manos? ¿Las rodillas?
La niña seguía llorando, de manera que la abracé con fuerza y la acuné hasta que se calló. La monja siguió riñéndola, aunque, por supuesto, la pequeña apenas entendía una sola palabra.
– Has hecho una tontería muy grande corriendo tan deprisa. No te habría sucedido nada si me hubieras obedecido la primera vez. Durante el rezo de sexta harás penitencia de rodillas.
Resoplé ante la idea de que una niña tan pequeña rezara pidiendo perdón. Apenas era capaz de decir «mamá» y mucho menos aún «Padre nuestro, que estás en los cielos…». A Geneviéve no la llevamos a misa hasta que cumplió tres años e incluso entonces era una criatura ruidosa que no se estaba quieta un momento. Aquella niñita no parecía tener mucho más de un año. Era como una muñequita acurrucada en mi regazo.
– ¿Te arrepientes ahora, Claude? ¿Te arrepientes?
Miré ferozmente a la monja.
– Habéis de llamarme mademoiselle. Y no tengo nada de que arrepentirme: ¡no he hecho nada malo, diga lo que diga mi madre! Es insultante que me digáis una cosa así. Se lo contaré a la abadesa.
La niñita empezó a llorar de nuevo al advertir la indignación en mi voz.
– Callandito, callandito -susurré, dando la espalda a la monja-. Callandito.
Y empecé a cantar una canción que me había enseñado Marie-Céleste.
Soy alegre
dulce, agradable,
una doncellita muy joven,
de menos de quince abriles.
Mis pechitos
florecen como es debido.
Debería estar aprendiendo
el amor
y sus caminos,
pero me tienen
presa.
¡Maldiga Dios a quien
aquí me trajo!
La monja trató de decir algo, pero canté con más fuerza, meciendo a la niñita.
Ha sido maldad, vileza y pecado
encerrar a esta doncellita
en un convento.
Claro que sí,
palabra de honor.
En el convento
vivo apesadumbrada,
Dios mío, porque soy muy joven.
Siento las primeras dulces punzadas
por debajo del cinturón.
¡Maldito sea el que me hizo monja!
La niñita había dejado de llorar y hacía ruiditos o se sorbía la nariz, como si también estuviera tratando de cantar aunque sin conocer la letra. Era múy agradable acunar a la pequeña y cantar desvergüenzas que la monja pudiera oír. La canción, además, podría haberse escrito para mí.
Oí pasos detrás de nosotras y supe que eran de Béatrice, mi carcelera, tan odiosa como las monjas.
– ¡No cantéis esa canción! -susurró.
No le hice ningún caso.
– ¿Quieres volver a correr? -le pregunté a la niñita-. ¿Corremos juntas? Ven, vamos a dar la vuelta a todo el claustro lo más deprisa que podamos.
Le puse los pies en el suelo, la tomé de la mano y empecé a tirar de ella, de manera que corría a medias, y a medias iba colgada de mi mano. Sus chillidos y mis gritos resonaron por los arcos del claustro. El convento no había oído tanto ruido desde que se escapó un cerdo o a una monja empezaron a subirle hormigas por las piernas mientras trabajaba en el huerto. Varias hermanas aparecieron en puertas y ventanas para vernos. Incluso la abadesa Catherine de Ligniéres salió y nos estuvo mirando, los brazos cruzados sobre el pecho. Alcé a la niña y corrí y corrí, una vuelta, dos, cinco vueltas al claustro, gritando todo el tiempo, y nadie nos detuvo. Cada vez que pasábamos junto a ella, Béatrice parecía más avergonzada.
Finalmente no nos detuvo una persona sino una campana. Cuando repicó, todas las monjas desaparecieron.
– Sexta -anunció, mientras pasaba yo corriendo, la monja que estaba junto a Béatrice, antes de marcharse también. Mi dama de honor la siguió con la mirada y luego se volvió hacia mí. Corrí todavía más deprisa, la niña saltando en mis brazos. Cuando terminé la sexta vuelta, Béatrice también se había ido y estábamos solas. Di unos cuantos pasos más y luego me detuve: ya no había razón alguna para seguir corriendo. Me dejé caer en un banco y puse a la niña a mi lado. Inmediatamente me apoyó la cabeza en el regazo. Su rostro rubicundo estaba encendido, y al cabo de un momento se quedó dormida. Es curioso lo deprisa que un bebé se puede dormir cuando está cansado.
– Por eso llorabas, chérie -susurré, acariciándole los rizos-. Necesitas sueño, no oraciones. Esas monjas tan tontas no saben nada de niñitas ni de lo que necesitan.
Al principio me gustó estar sentada en el banco con ella en el regazo y al sol, a solas y con un huerto que contemplar. Pero pronto empezó a dolerme la espalda de tener que estar quieta y erguida cuando no había nada donde apoyarse. Empecé a tener calor y, como no llevaba sombrero, me preocupó que me salieran pecas. No me apetecía parecer una mujer vulgar que sale a sembrar al campo. Empecé a querer que apareciera alguien a quien entregarle a la niña, pero no había nadie: seguían rezando. Las oraciones no tienen nada de malo, pero no veo por qué han de repetirlas ocho veces al día.
No supe qué más hacer con la pequeñina, así que volví a cogerla en brazos y la llevé a mi celda. No se despertó cuando la dejé sobre el camastro. Busqué en mi bolso una labor de bordado, volví a salir y me senté en otro banco a la sombra. No me gusta mucho bordar, pero no había dónde elegir. Aquí no se puede ni montar a caballo, ni bailar, ni cantar, ni jugar a las tablas reales con Jeanne, ni hay clases de caligrafía, ni se puede adiestrar a los halcones con mamá en los campos más allá de Saint-Germain-des-Prés, ni ir a visitar a mi abuela en Nanterre. No hay ferias ni mercados a los que ir, ni bufones ni juglares para distraerse. No hay fiestas: de hecho no hay alimento alguno que me sea posible comer. Me habré convertido en un saco de huesos cuando llegue el momento de marcharme, cuando quiera que sea. Béatrice no me lo quiere decir.
No hay hombres que mirar, ni siquiera un viejo jardinero encorvado empujando una carretilla. Ni siquiera un mayordomo desconfiado. Nunca creí que llegara a alegrarme de ver al miserable mayordomo de mi padre, pero si ahora atravesara la puerta del convento le sonreiría y le daría la mano para que me la besase, pese a la paliza que le propinó a Nicolas.
No hay otro espectáculo que unas cuantas mujeres, y bien aburridas por añadidura, con rostros que me miran desde blancos marcos ovalados, sin cabellos ni joyas para suavizarlos. Caras ásperas y coloradas, con mejillas, barbillas y narices que sobresalen como un revoltijo de zanahorias, y con ojos tan pequeños como pasas de Corinto. Aunque, pensándolo bien, las monjas no están hechas para ser guapas.
Béatrice me dijo en una ocasión que mamá quiere, desde hace mucho tiempo, profesar en Chelles. No había vuelto a pensar en ello hasta verme aquí encerrada. Ahora no me imagino el rostro delicado de mi madre echado a perder con un hábito, ni la veo escardar entre los puerros y las coles, ni salir corriendo para rezar las horas ocho veces al día, ni vivir en una celda ni dormir sobre paja. Mamá cree que la vida en el convento es muy parecida a lo que hace cuando viene de visita y la abadesa la mima, preparándole platos exquisitos con alimentos que de ordinario las monjas venderían en el mercado. Imagino que también hay una habitación muy agradable para que repose, llena de cojines, tapices y crucifijos dorados. Si mi madre profesara y se convirtiera en esposa de Jesucristo, el convento recibiría una dote muy importante. Y por eso la abadesa es tan amable con mamá y con otras mujeres ricas que vienen de visita.
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