– Contempla este huerto, Béatrice -dije, apartando mis pensamientos-. Es como el Paraíso. Como el cielo en la tierra.
Béatrice no respondió.
– ¿Dónde estabas durante laudes? Sé que se rezan temprano, pero llegarás a acostumbrarte.
– Atendía a mademoiselle.
– ¿Qué tal se encuentra?
Béatrice se encogió de hombros. De ordinario no recurriría a un gesto tan descortés. Estaba enfadada conmigo, aunque, por supuesto, no podía decirlo.
– No ha hablado desde que llegamos. Tampoco ha comido, aunque la verdad es que no se ha perdido gran cosa.
Es verdad que las gachas del convento están poco espesas y el pan, duro.
– Se acostumbrará con el tiempo -dije amablemente-. Éste es el mejor sitio para ella, no lo dudes. La estancia aquí le será beneficiosa.
– Espero que tengáis razón, madame.
Me erguí al máximo.
– ¿Acaso desapruebas mi decisión?
Béatrice inclinó la cabeza.
– No, madame.
– Estará mucho más contenta para la fiesta de la Purificación.
Béatrice se sobresaltó.
– La Purificación pasó hace ya tiempo.
– Me refiero a la próxima.
– ¿Vamos a quedarnos aquí hasta entonces? -Béatrice había alzado la voz.
Sonreí.
– El tiempo pasa más deprisa de lo que piensas. Y si las dos sois buenas y os portáis bien, las dos -repetí, para que lo entendiera-, concertaré tu boda cuando acabe, si así lo deseas.
El rostro de la pobre Béatrice se dividió: boca triste pero ojos esperanzados.
– Sabes que aquí te cuidarán bien -dije-. Muéstrate alegre con Claude, obedece a la abadesa y todo irá bien.
La dejé en aquel huerto lleno de encanto, y me arranqué de allí para subir a mi carruaje y emprender el largo viaje de vuelta a la rue du Four. Confieso que lloré un poco mientras veía pasar los campos, y de nuevo cuando alcanzamos la puerta de París. No quería volver a la rue du Four. Pero tenía que hacerlo.
Ya en casa, hablé con los mozos antes de que se llevaran a los caballos y les di dinero para que no contasen a nadie dónde habíamos estado. Nadie excepto ellos y Jean sabía el paradero de Claude: ni siquiera les había dicho a mis damas dónde íbamos. No quería que Nicolas des Innocents se enterase y molestara a las monjas. Aunque había tenido cuidado, no estaba del todo tranquila, y deseé que el pintor se alejara lo más posible. No me fiaba nada de él. Me había fijado en su forma de mirar a mi hija mientras yacía ensangrentado en el suelo; Jean nunca me había mirado así. Los celos hicieron que me diera un vuelco el corazón.
Mientras cruzaba el patio tuve una idea y regresé a toda prisa a los establos.
– Salgo otra vez -les dije a los sorprendidos mozos-. Llevadme a la rue des Rosiers.
Léon le Vieux también se sorprendió: pocas veces lo visita una aristócrata, y menos aún sola. Se comportó con gran amabilidad, sin embargo, y me invitó a instalarme cómodamente junto al fuego. Ha prosperado mucho: tiene una casa excelente, llena de alfombras, lujosos arcones y bandejas de plata. Conté dos criadas, si bien fue su esposa quien nos trajo vino dulce y me hizo una profunda reverencia. Parecía razonablemente feliz y en su vestido había seda tejida con la lana.
– ¿Cómo os va, dame Geneviéve? -me preguntó Léon mientras nos sentábamos-. ¿Y Claude? ¿Y Jeanne y la pequeña? -nunca olvida interesarse por todas mis hijas. Siempre me ha sido simpático, aunque temo por su alma. Su familia se ha convertido, pero él, sin embargo, no es como nosotros. Busqué con la mirada algún signo que me lo confirmara, aunque sólo vi un crucifijo en la pared.
– Necesito vuestra ayuda, León -dije, tomando un sorbo del vino-. ¿Habéis tenido noticias de mi esposo?
– ¿Sobre los tapices? Sí, esta mañana. Hacía los preparativos para encaminarme a Bruselas cuando habéis llegado.
– He de pediros algo. Quizá os resulte incluso ventajoso. Enviad a Nicolas des Innocents a Bruselas en representación vuestra.
Léon se quedó con el vaso de vino a mitad de camino hacia la boca.
– Es una petición inesperada. ¿Puedo preguntaros por qué, dame Geneviéve?
Quería compartirlo con alguien. Léon es un hombre discreto; podía hablar con él sin que nuestra conversación se convirtiera en la comidilla del día siguiente. De manera que le conté todo lo que le habla ocultado a Jean: cómo Claude y Nicolas habían estado juntos por vez primera en la cámara de mi marido, todo lo que había hecho para mantenerlos a distancia y el encuentro en la rue des Cordeliers.
– La he llevado a Chelles -terminé-, donde permanecerá hasta sus esponsales. Nadie sabe que está allí excepto vos, Jean y yo. Por eso hemos adelantado la ceremonia, que será inmediatamente antes de Cuaresma y no después de Pascua. Pero no me fío de Nicolas. Lo quiero lejos de París durante algún tiempo, hasta que tenga la seguridad de que no va a encontrar a mi hija. Vos tenéis tratos con él: decidle que vaya a Bruselas en vuestro lugar.
Léon le Vieux escuchó impasible. Cuando terminé movió la cabeza.
– No debí dejarlos solos -murmuró.
– ¿A quiénes?
– No tiene importancia, dame Geneviéve. Haré lo que me pedís. No lo considero, además, un sacrificio: el viaje a Bruselas en esta época no me resultaba nada conveniente -dejó escapar un gruñido-. Esos tapices parecen causar muchos problemas, ¿no es cierto?
Suspiré y contemplé el fuego.
– Es cierto: ¡más de los que se merece ningún tapiz!
Claude le Viste
Al principio no quería salir de mi celda, ni comer, ni hablar con nadie a excepción de Béatrice; y muy poco con ella, a decir verdad, una vez que comprobé cuál era el contenido de mi equipaje. Me había traído los vestidos más modestos: ni seda, ni brocado, ni terciopelo. Tampoco joyas para el cabello o la garganta; ningún tocado, sino simples pañuelos, nada para pintarme los labios y sólo un peine de madera. Cuando la acusé de saber dónde íbamos y de no habérmelo dicho, lo negó. No la creí.
No me costó trabajo dejar de comer: lo que me daban no estaba siquiera a la altura de los cerdos. La celda, por otra parte, era tan pequeña y tan austera que bastó un día para que deseara librarme de ella. Sólo había sitio para un camastro con un colchón de paja y un orinal, y las paredes de piedra no tenían otro adorno que un pequeño crucifijo de madera. No había sitio para el catre de Béatrice: tuvo que instalarse fuera, junto a la puerta. Nunca he dormido sobre paja. Pica y es ruidosa, y echo de menos las plumas suaves de casa. Papá se enfadaría muchísimo si viera a su hija dormir sobre paja.
Béatrice había traído papel, pluma y tinta, y se me ocurrió escribir a mi padre para que viniera a sacarme. No dijo nada sobre conventos cuando habló conmigo en su cámara; sólo me recordó que llevaba su apellido y que obedeciera a mamá en todo. Quizá sea eso lo que tenga que hacer, pero no creo que quisiera decir que iban a encerrarme en un convento, que iba a dormir sobre paja y que me iba a romper los dientes con un pan tan duro como una piedra.
Nunca he sido capaz de sincerarme con mi padre. Quería decirle que su mayordomo no es de fiar, que lo había visto golpeando a Nicolas en la rue des Cordeliers. Aunque, por supuesto, no me es posible hablar de Nicolas, de manera que no dije nada, y lo escuché mientras disertaba sobre el marido con quien me casaré un día y sobre la importancia de que me conserve casta y de que sea piadosa para honrar así el apellido familiar. Después lloré de frustración. No he vuelto a llorar desde entonces, pero todavía estoy enfadada con todo el mundo: papá, mamá, Béatrice, incluso Nicolas, por ser responsable en parte de que me hayan encerrado aquí, aunque no lo sepa.
Al cabo de cuatro días estaba tan cansada de mi celda que rompí el silencio y le supliqué a Béatrice que me encontrara un mensajero. Regresó algún tiempo después para contarme que, según la abadesa, no tengo permiso ni para enviar ni para recibir mensajes. De manera que estoy de verdad presa.
Despedí a Béatrice y luego salí de la celda con una nota que había escrito para mi padre. La até a una piedra y traté de arrojarla por encima del muro, con la esperanza de que la encontrase algún aristócrata, se apiadara de mí y se la hiciese llegar a papá. Lo intenté una y otra vez, pero la nota se separaba de la piedra y echaba a volar, y además yo no tenía la fuerza suficiente para conseguir que pasara por encima del muro.
Lloré entonces, y fueron lágrimas muy amargas. Pero no volví al interior del convento. El día estaba soleado y, en el centro del claustro, había un huerto mucho más acogedor que mi celda diminuta. Me senté en uno de los bancos de piedra situados alrededor del claustro, sin importarme que el sol me quemara. Algunas monjas que trabajaban en el huerto me miraron de manera peculiar. Hice caso omiso. Delante de mí los rosales empezaban a florecer y la planta más cercana estaba cubierta de prietos capullos blancos. Los contemplé, luego extendí una mano y me clavé una espina en la yema del dedo gordo. Apareció una gota de sangre, pero mantuve el brazo en alto y dejé que me corriera mano abajo.
Luego oí un ruido que no habría esperado escuchar nunca en un convento. En algún sitio del interior del edificio resonaron unas risas infantiles. Al cabo de un momento el ruido de unos pasitos de niño me llegó desde la puerta más cercana, y una criaturita apareció en el umbral. Llevaba un vestido gris y un gorro blanco, y me recordó a mi hermana Geneviéve de pequeña. En realidad no era más que un bebé, y avanzaba a trompicones con pasos desiguales, a punto de caerse en cualquier momento y de abrirse la cabeza. Tenía una carita divertida, muy decidida y seria, como si caminar fuese una partida de ajedrez que tuviera que ganar. No se podía saber si llegaría a ser guapa cuando creciera: su rostro parecía el de una anciana, y eso no siempre es agradable en un bebé. Tenía buenos mofletes, y la frente, escasa, sobresalía sobre unos ojos marrones algo cansados, ojos que podrían haber sido un poco más claros de lo que eran. Pero su pelo me pareció precioso, rojo oscuro como de castañas, en grandes rizos enmarañados.
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