– Léon, mostradme las pinturas. Quiero verlas.

Léon rió entre dientes.

– Llevabas algún tiempo sin pedírmelo -dijo, mientras se sacaba las llaves del cinturón y abría el arcón de teca. Sacó los diseños y los colocó sobre la mesa.

Busqué el perro de El Gusto y empecé a calcular cuánto tardarían en llegar al rostro de la dama. El rostro de Claude.

Llevaba meses sin verla. No había vuelto a entrar en la casa de la rue du Four desde mi regreso de Bruselas durante el verano. No tenían nada nuevo que encargarme y la familia se había trasladado a su castillo cerca de Lyon. A finales de septiembre oí que habían regresado, y a veces me apostaba por los alrededores de Saint-Germain-des-Prés, con la esperanza de vislumbrar a Claude. Un día la vi en la rue du Four con su madre y sus damas de honor. Al pasar ella, empecé a caminar, manteniéndome a la misma altura, al otro lado de la calle, con la esperanza de que mirase en mi dirección y me viera.

Así sucedió. Se detuvo entonces, como si se hubiera hecho daño en un pie. Las damas la fueron dejando atrás, hasta que en la calle, a mi altura, sólo quedaron ella y Béatrice. Claude hizo un gesto a su dama para que siguiera adelante y se arrodilló como para ajustarse el zapato. Dejé caer una moneda cerca de donde se había detenido y di unos pasos para recogerla. Al arrodillarme a su lado, nos sonreímos. No me atreví a tocarla, de todos modos: un hombre como yo no toca en la calle a una muchacha como ella.

– Quería verte -susurró Claude.

– Y yo a ti. ¿Vendrás a mi casa?

– Lo intentaré, pero…

No pudo terminar la frase ni decirle yo dónde me alojaba, porque Béatrice y el lacayo que les daba escolta se acercaron corriendo.

– ¡Marchaos -susurró Béatrice- antes de que os vea dame Geneviéve!

El lacayo me agarró y me alejó de Claude, que me fue siguiendo con la vista, todavía rodilla en tierra. Después de aquello la vi una o dos veces desde lejos, pero apenas podía hacer nada. Era una aristócrata, sencillamente: no se me podía ver con ella por la calle. Aunque anhelaba tenerla en mi cama, dudaba de que pudiera burlar la vigilancia de las damas de honor. Estuve con otras mujeres, pero ninguna me satisfizo. Todas las veces terminaba con la sensación de no haberme vaciado del todo, como una jarra de cerveza a la que todavía le queda un sorbo en el fondo. Contemplar ahora a la dama en El Gusto hizo que sintiera lo mismo. No era suficiente.

Léon extendió el brazo para recoger las pinturas.

– Un moment -dije, reteniendo Á Mon Seul Désir, la mano sobre la dama inmóvil, con las joyas entre los dedos. ¿Se las ponía o se las quitaba? No siempre estaba seguro.

Léon chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿No queréis mirarlos? -pregunté.

Léon se encogió de hombros.

– Ya los he visto.

– En realidad no os gustan, aunque habléis tan elogiosamente de ellos ante otras personas.

Léon recogió la caja de especias con la que yo había estado jugueteando y la volvió a colocar en el estante con las demás.

– Son buenos para los negocios. Y harán que la Grande Salle de Jean le Viste sea digna de las fiestas que allí se celebren. Pero no; no me seducen tus damas. Prefiero cosas útiles: bandejas, armarios, candelabros.

– Los tapices también son útiles: cubren paredes desnudas y hacen las habitaciones más cálidas y luminosas.

– Es cierto. Pero, por lo que a mí respecta, prefiero que los dibujos sean puramente decorativos, como éste -señaló, colgado de una pared, un tapiz de pequeñas dimensiones que era sólo de millefleurs, sin figuras ni animales-. No quiero damas en un mundo de ensueño, aunque a ti te parezcan reales.

Ojalá lo fueran, pensé.

– Tenéis un espíritu demasiado práctico.

Léon ladeó la cabeza.

– Así es como sobrevivo. Así es como he sobrevivido siempre -empezó a recoger las pinturas-. ¿Vas a dibujar algo, sí o no?

Dibujé muy deprisa: halcones que atacaban a una garza mientras caballeros y damas presenciaban la escena, con perros que corrían más abajo, todo ello para ser completado con millefleurs. Había diseñado ya tapices suficientes para que todo aquello me resultase fácil. Gracias al huerto de Aliénor, podía incluso dibujar con precisión las millefleurs.

Léon me contemplaba con interés. La gente lo hace con frecuencia: para ellos, dibujar tiene algo de mágico, es un espectáculo de feria. Para mí siempre ha sido fácil, pero la mayoría de la gente que coge el carboncillo dibuja como si empuñara un cabo de vela.

– Has aprendido mucho en estos meses -dijo.

Me encogí de hombros.

– También yo sé tener espíritu práctico.


Aquella noche soñé con una tira de tapiz en la que estaba tejido el rostro de Claude, y al despertar comprobé que había tenido una polución, algo que llevaba algún tiempo sin sucederme. Al día siguiente encontré una excusa para ir a Saint-Germain-des-Prés: un amigo que vive por allí podría contarme más cosas sobre cetrería. Podría, por supuesto, haber preguntado a alguien de la rue Saint Denis, pero así recorrería la rue du Four y vería la casa de los Le Viste, cosa que llevaba algún tiempo sin hacer. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, aunque apenas había pasado el Domingo de Resurrección y no era probable que la familia hubiera salido ya camino de Lyon. Aunque esperé, nadie entró ni salió.

Tampoco encontré a mi amigo, y regresé sin prisa hacia el centro. Al cruzar las murallas de la ciudad por la porte Saint-Germain y abrirme camino entre los puestos del mercado que la rodea, vi una cara conocida, una mujer que fruncía el ceño mientras miraba unas lechugas tempranas. Ya no estaba tan gorda.

– Marie-Céleste -la llamé por su nombre sin saber que lo recordaba.

Se volvió y me miró sin sorprenderse mientras me acercaba.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Ver tu sonrisa.

Marie-Céleste gruñó y se volvió hacia las lechugas.

– Ésta tiene manchas por todas partes -le dijo al que las vendía,

– Busca otra, entonces -le respondió el hortelano con un encogimiento de hombros.

– ¿Haces la compra para los Le Viste?

Marie-Céleste empezó a revisar las demás lechugas, la boca convertida en una línea adusta.

– Ya no trabajo allí. Deberías saberlo.

– ¿Por qué no?

– Tuve que marcharme para dar a luz a mi hija, ésa es la razón. Claude iba a hablar en mi favor, pero cuando regresé había otra chica en mi puesto y la señora no quiso saber nada.

Oír el nombre de Claude me hizo temblar de deseo. Marie-Céleste me miraba indignada y traté de pensar en otra cosa.

– ¿Qué tal está la niña?

Sus manos dejaron de moverse por un momento. Luego empezó otra vez a revisar las lechugas.

– Se la di a las monjas -cogió una lechuga y la agitó.

– ¿A las monjas? ¿Por qué?

– Necesitaba volver a trabajar para mantener a mi madre, que está demasiado vieja y enferma para cuidar de un bebé. No podía hacer otra cosa. Y luego resultó que tampoco tenía un empleo al que volver.

Me callé, pensando en una hija entregada a las monjas. No era lo que deseaba para la descendencia que pudiera tener.

– ¿Cómo se llama?

– Claude.

La abofeteé con tanta fuerza que se le escapó la lechuga de la mano.

– ¡Oye! -exclamó el vendedor-. ¡Si la dejas caer, la pagas!

Marie-Céleste se echó a llorar. Recogió su cesto y se alejó corriendo.

– ¡No la dejes en el suelo! -gritó el del puesto.

Recogí la lechuga -se le caían las hojas- y la tiré encima de las demás antes de correr tras ella. Cuando la alcancé, Marie-Céleste tenía la cara roja de correr y de llorar al mismo tiempo.

– ¿Por qué le pusiste ese nombre? -grité, cogiéndola del brazo.

Marie-Céleste agitó la cabeza y trató de soltarse. Empezó a reunirse un grupo de curiosos: en un mercado todo es espectáculo.

– ¿Vas a pegarle otra vez? -se burló una mujer-. Si es así, aguarda a que venga mi hija para que sepa lo que le espera.

Aparté a Marie-Céleste de los mirones y la llevé hasta un callejón. Los vendedores habían echado allí sus basuras: coles podridas, restos de pescado, estiércol de caballo. Una rata salió corriendo cuando empujé a mi presa más allá del montón de residuos.

– ¿Por qué le has puesto ese nombre a mi hija? -le pregunté en voz más baja. Era extraño utilizar la palabra hija.

Marie-Céleste me miró con gesto de cansancio. Su rostro blancuzco era como un bollo con dos pasas clavadas, y los cabellos oscuros se le escapaban, lacios, de la cofia. Me pregunté por qué había querido alguna vez llevármela a la cama.

– Le dije a Claude que lo haría -respondió-. Le agradecí mucho que se ofreciera a interceder en mi favor. Pero luego no lo hizo; cuando hablé con dame Geneviéve juró que mademoiselle no le había dicho nada. La señora pensó que la había dejado plantada y perdí el empleo. Así que a la niña le puse Claude para nada, después de todo lo que había hecho por mademoiselle de pequeña. Por suerte he conseguido otro trabajo en la rue des Cordeliers. Los Belleville. No son tan ricos como los Le Viste, pero no tengo motivo de queja. En ocasiones invitan incluso a las damas de la familia Le Viste.

– ¿Las Le Viste van a tu casa?

– Ya me encargo de que no me vean cuando lo hacen -Marie-Céleste había acabado por serenarse. Miró a su alrededor en el callejón y esbozó una sonrisa-. Nunca pensé que acabara otra vez contigo en un callejón.

– ¿Quiénes van de visita? ¿Sólo dame Geneviéve, o la acompañan sus hijas?

– De ordinario Claude va con ella -dijo Marie-Céleste-. Hay una hija de la misma edad con la que se lleva bien.

– ¿Van a menudo?

Marie-Céleste arrugó la frente como la anciana en la que se convertirá algún día.

– ¿Qué más te da?

Me encogí de hombros.